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Omar Rojas Robles

Equis



Tengo un rostro que se confunde con el de cualquier otro. No es broma.


Al principio, en los albores de la bien habida infancia repleta de sueños y optimismo, creía que se trataba de una mal versada burla por parte de aquellos amigos de mi hermana cuando mencionaban y repetían constantemente que me parecía a quien ellos querían que me pareciese, alguna afirmaba que mi rostro tenía un aire al de su ex, otra, que su hermano y yo podíamos pasar por la misma persona, y, uno más, sacando la foto de su billetera, decía que yo era el doble de su padre cuando tenía mi edad.


“¡Locos e idiotas!”, pensaba. Si en algo se había caracterizado aquel grupo de individuos era en que aprovechaban cualquier cosa para molestarme después de la escuela, cuando, con el pretexto de trabajos en equipo, iban a casa con mi hermana, haciendo de esas labores y responsabilidades escolares meras reuniones que servían de plataforma para inventar e intercambiar chismes entre ellos. Decidí, a causa de eso, pasar por alto esas palabras suyas y centrarme en cosas con un valor superior que el de escucharlos. Sin embargo, un par de años más tarde, descubriría que no se trataban de bromas o invenciones con la intención de joder. No. Descubrí que de verdad tenía un rostro que se confundía con el de cualquiera, tal y como suena.


Siendo así, tuve que lidiar, por obligación del hecho, con varias personas que al encontrarme por la calle me llamaban con nombres diversos, habiendo incluso quienes tenían el atrevimiento de confesarme secretos tan profundos como personales, secretos a los que yo respondía con un silencio incómodo, seguido de una disculpa en la que explicaba no ser quienes ellos suponían que fuera; ese era un motivo de inmensa vergüenza para ellos, aun cuando el más avergonzado era yo, de un modo como pocas veces puede verse en alguien, por lo que rogaban que no dijera nada sobre lo que acababa de escuchar y que sus palabras no debían pasar de mí; otros, en su defecto, amenazaban con volver si llegaban a enterarse que fui capaz de decir todo lo que recién habían confesado, que me las vería con ellos y otras tantas personas de ser el caso. No mentiré, esas amenazas tenían sentido y me condenaban a callar, pero después la misma persona que las había proferido volvía a confundirme –si acaso la volvía a ver– con alguien más, por lo cual sus palabras pasaban a no importar.


Varias mujeres, confundiendo mi identidad con la de hombres por las cuales ellas sentían lo necesario para poder sobrescribir una buena historia, decían querer volver a intentarlo y los hechos no se daban a la tarea de esperar: “Has cambiado de departamento”, decían, “sí, me siento un poco más cómodo aquí”, respondía, nervioso y emocionado; al terminar preguntaban si podían volver al día siguiente, y volvían, pero al abrir la puerta dejaban de confundirme con quien pensaran que fui el día anterior, reconociéndome ahora como a otra persona. Así que, aunque constantemente pude verme envuelto por pasiones que les pertenecían a otros, jamás tuve algo más allá de una sola vez. Y si bien suena bien en la teoría, la verdad es que a largo plazo se extraña la compañía, porque con alguien o no, nunca estaban conmigo, sino con quienes ellas querían.


Tuve también que soportar problemas en eventos de diminuta trascendencia a causa de mi rostro confundible, nimiedades como la apertura de cuentas en cualquier banco, cuando la señorita que atendía y sonreía lo hacía al pensar que me trataba de un amigo suyo en la infancia, pero que después miraba con desconfianza al decir que yo no era el de la foto de aquella identificación que entregaba. En la universidad, para muchos, día tras día aparecía un nuevo alumno, pues pocos tuvieron la capacidad de reconocer a quien era yo realmente, teniendo que oír nombres diferentes al mío, cosa más que molesta porque yo sólo quería ser yo, y sin embargo, para ellos, era otro, alguien que sí les agradaba o no, dependiendo de a quien estuvieran viendo. En las fiestas la paso mal, conocer gente nueva es un concepto que no conozco porque inmediatamente todo dicen saber quién soy y no hace falta presentar a “viejos amigos”, así que una vez más escucho historias a las que sólo asiento con desgano, y por las que río cuando noto que la persona con la que interactúo lo hace también. “Siempre tan serio”, dicen a veces, “como si no me conocieras”.


Conforme han transcurrido historias y vivencias parecidas a esas una y otra vez, llegué a pensar que a ese paso estaría solo, lo que se convirtió en un sentimiento reconfortante: si jamás pude estar tranquilo en el pasado porque todos me confundían con amigos junto a los cuales querían volver a tener buenas historias, con el tiempo la soledad acarrearía felicidad. Pero no. Equivocadamente me tocó descubrir que la soledad no sería probable, a menos que me mantuviera encerrado en casa: al estar en un café cualquier despistado se acercaba y me preguntaba cómo había estado, u otra persona tenía curiosidad por saber cómo llevaba lo de midivorcio (que obviamente no era mío). Les seguía el juego, uno ya bastante sabido cuyo final era el mismo: personas yéndose sin la más mínima idea de que se habían equivocado. A los pocos amigos que tuve en la universidad y que me llegaba a encontrar los saludaba de una forma emocionada, pero la vuelta a la confusión que produce mi rostro se presentaba cuando ellos creían que yo era otra persona y no su amigo de rostro camaleónico. En medio de las conversaciones preguntaban por míy que si no sabía nada de mímismo. Hubiera sido un error decirles que yo era yoy no quienes creían que era, pero una parte de mí no deseaba que se enteraran, diciéndome que si no fueron capaces de ver el error por ellos mismos, hacérselos notar los fastidiaría o no me creerían como ya me había pasado antes.


Los inconvenientes crecían y las virtudes también: nunca se han enamorado de mí porque no soy el mismo siempre, llegué varias noches con los ojos amoratados porque alguien creyó ver en mí a su peor enemigo; y otras ocasiones me envolví en tratos espectacularmente agradables cuando me veían como a un importante hombre de la vida empresarial en el país, mujeres gritaban al verme con emoción y euforia mientras otras me reclamaban infidelidades de las que no sabía nada; me salvé de golpizas que no quería recibir y recibí golpizas que no le debía a nadie.


A estas alturas, claro está, hay cosas que ya no espero, como que mi jefe note mi desempeño laboral o que mis méritos hablen por mí, porque el que habla siempre es mi rostro, y mi rostro le dice tanto y cosas diferentes al resto del mundo. Excepto en casa, cuando visito a mi hermana y de lejos me saluda, gritando que no he cambiado nada.


 

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