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  • Héctor J. Hernández

Celeste


Fotografía de Juan de Dios Avilés.



Celeste terminó con una nota alta. El sudor le recorría el cuerpo. Lanzó un beso con sus labios carnosos y, sin esperar a que el telón se cerrara, salió del escenario junto con sus bailarinas.


Celeste era una diosa sublunar: un espécimen de metro ochenta y nariz ganchuda. Entró en lo que para ella era su camerino, un cuartucho pequeño y maloliente pintado de rosa. En el interior, Fermina, la dueña, la esperaba sentada.

—Lo hiciste bien.

—Como siempre.

—No lo dudo, querida, pero tengo algo que decirte.

—No me vengas con que...

—Es un detalle que se te está notando.

—Un detalle.

—No quisiera dejarlo pasar... Esos huesos se te están viendo mucho, está bien que hay a quienes les encanta, pero ten cuidado, una tiene que tener sus límites.

Celeste giró los ojos como quitando importancia al comentario.

—Yo te digo, trabajo es trabajo. —Fermina, que era carnosa como taquero de mercado, salió sin despedirse.

Celeste fue a sentarse frente al tocador. Ya no era joven, sin duda, las arrugas que cada día cubría con más maquillaje reclamaban su presencia en el espejo. Celeste había trabajado décadas haciendo de todo, un poco de regenteo por aquí, imitación por acá. Largas temporadas encerrada, sin mucho que hacer, mantenida por hombres descuidados que a veces la querían de sirvienta. Y luego estaba el sida, ya sabía ella que eran palabras que siempre venían juntas, travesti y sidoso, como carrazo y dinero. Pero ella se disculpaba, ¿qué iba a saber que el hombre tan apuesto y servicial la dejaría enferma?

Se quitó la peluca y la acomodó a un lado. Si tan solo hubiera podido regresar el tiempo un par de lustros, cuando era delgada y parecía una cantante de la tele.


Se quitó el ajuar con lentitud; a un lado tenía una bata que se vistió sobre una ropa interior de encajes.


Una vez había sido Celeste, la divina; la señorita Celeste. Había tenido hombres a manos llenas que le enviaban flores y tarjetas con nombres y direcciones, ya no. Quién sabe, a lo mejor era cuestión de esperar. Mientras pensaba, golpearon la puerta con timidez. Esperaba que fuera Fermina de nuevo. Abrió con brusquedad y, para variar, se encontró con un chamaco, pálido y apocado como una rata.

—¿Te puedo ayudar?

—¿Celeste?

—La misma.

—Yo..., quiero ser como tú.

Ya podía ella morir, se dijo irónica: tenía un admirador. Lo dejó entrar y le ofreció un banco en una esquina. El chico se llamaba Víctor, tenía dieciséis años y vivía con su familia. Trabajaba en una verdulería, pero quería ser como ella, quería ser una Celeste.


Ella se pavoneó sintiendo que todavía deslumbraba y dijo— Siéntate acá, en mi lugar.


El muchacho lo hizo con miedo, aún no se atrevía a mirarse en el espejo (aunque en el fondo lo deseaba) que manchado por el tiempo solo reflejaba nítida la imagen en el centro. En un movimiento preciso, Celeste le colocó encima al muchacho una de sus pelucas.

—Mírate.

El muchacho se observó casi con esperanza, poco a poco se llevó la mano al cabello y lo acarició.


El chico ganará lo suyo cuando esté listo, pensó Celeste convencida de tomarlo como aprendiz. Se miró en el espejo, el maquillaje aún puesto (un espectro de lo que había sido), y luego al chico, seducido por la peluca. Ella sonrió, tomó un poco de rubor y comenzó a maquillarlo. Sí, él ganará lo suyo y quizá yo... Quizá yo al fin...


 

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