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  • Karina Licea

Juego de copas



Ya pasaban de las cuatro de la madrugada. La mezcla entre orines, cigarrillo, cerveza y sudor cargaba el lugar de un olor pesado y rancio. Algunos muchachos aturdidos por el alcohol barato de La Gamberra dejaban descansar su cabeza en la barra del bar, más por inconsciencia que por voluntad. Con el transcurso de las horas, La Gamberra dejaba de ser un lugar nocturno y de disfrute jovial, para convertirse en un lugar siniestro y de putrefacción social, en donde los borrachos ahogaban sus penas; los estafadores saldaban sus cuentas; y las prostitutas saciaban sus más recónditos deseos y necesidades.


Llevaba nueve horas aguantándome las ganas de ir a mear. Mi resistencia no era fortuita, estaba a una carta de ganar después de una mala racha de dieciocho rondas. Cualquiera diría que soy un viejillo estúpido; sin embargo, en la cara de Manuel y El Tuerto, sentía próxima mi victoria. Sí, la baraja ha sido mi escape y mi laberinto.


La razón por la cual decidí ir a La gamberrafue ajena a mi maldito vicio, lo juro. Me interesaba demostrarle a Yadira que el bochornito de la última vez no se repetiría. Había pasado a la farmacia por los chochitos, la pinche puta me la debía. No dejaría que se quedara con mi dinero otra vez. Mi búsqueda fue inútil, Elvira me dijo que Yadira estaba dando un servicio y que podía ofrecerme otra muchacha: una rubia que hacía buenos orales. Rechacé la oferta, tenía que recuperar mi honor. En cuanto la Yadis saliera del privado, la interceptaría y tendría que atenderme o de plano regresarme mi dinero, yo rogaba por que se me hiciera efectivo lo primero.


Atravesé todas las mesas, hasta llegar a la zona de los cuartos y me recargué en la pared que distorsionaba los gritos compungidos de las zorras, en espera de mi santa vedette. Durante mi guardia, mi atención se fijó en una pareja que se encontraba discutiendo en el lado norte del escenario principal (donde las teiboleras daban su espectáculo). Se trataba de un matrimonio moderno, de esos donde la mujer bebe como trailero y el hombre se ensucia las manos con las labores de la casa. Escuché del bullicio de la gente que la muchacha se estaba besuqueando con El Flaco García en el baño de mujeres y que su esposo la cachó en pleno agasajo. Cuando el muchacho se puso agresivo El Milki no tuvo otra opción que correr a los dos a punta de fregadazos, poco faltó para que el regordete de seguridad sacara su paralizador y se descontara a los jóvenes.


El cansancio en mi espalda se acrecentaba, ya ni recargar mi peso en el bastón ayudaba. Imaginé que Yadira daría el servicio completo y la irritación subió por mis sienes, me sentí excitado. Caminé hacia la barra con el deseo de que, tras tomar unos tragos, la calentura se me bajara. Sin embargo, a medio camino fui interrumpido por Manuel, quien sujetaba a El Tuertopara que este no se cayera. Intercambiamos saludos, me invitó a su mesa para jugar unas manos. La primera ronda marchaba bien, me había tocado un juego muy bueno. La victoria de esa mano acrecentó mi apetito de seguir apostando. El segundo juego se cerró y el dinero se acumuló para la tercera ronda: perdí por un descuido de cartas. Cuando me di cuenta, mi derrota se había convertido en dos, tres, cuatro, diez.


En mi mano quedaban dos naipes y en el bolsillo, una sorjuanitay un par de pastillas azules. Ya había bajado una tercia de oros y una corrida de bastos en la mesa desnivelada. Manuel, en la cuarta vuelta, había bajado una tercia de copas; y el tonto de El Tuerto desde la primera vuelta había bajado una corrida de sotas. Ese güey estaba embrutecido de tanta cerveza. Mis oportunidades se acrecentaban, por fin era un juego fácil y prometedor.


A mi mano sólo le faltaba el siete de copas, el número cuatro ya me lo había ganado Manuel al bajar su tercia. El siete era mi salvación para mantener mi último billete en la bolsa del pantalón y regresar a casa rayado de los billetes que se habían acumulado en las últimas cinco rondas. En la quinta vuelta, Manuel bajó una tercia de caballos y ahora estábamos empatados, nos faltaba una sola carta para que alguno de los dos ganara el juego.


En el mazo aún quedaban cartas para tres movimientos. Sabía que en una de esas cartas estaba mi victoria, mi juventud y mi hombría. Después del gane, Yadira se sentiría orgullosa y vendría a rogarme por un momento a solas contigo, con suerte hasta querría ir a dar la vuelta por ahí, lejos del bar. Mi postura, aunado al catre desvencijado, aumentó el dolor de mi espalda, pero mi perversidad era mayor que cualquier dolor de anciano. Se acercó hacia mí con mirada lasciva y me dijo “¡Ay!, Miguelito… ¡Ay! Miguelito, házmelo rico.” Bajé la mirada y como si hubiese perdido treinta años, allí se encontraba alto e imponente; tan erguido que la punta tocaba los pliegues de mi panza. Yadira se agachó con ligeros y sensuales movimientos de cadera, posó sus manos sobre mis piernas y comenzó a menear su cabeza. Yo sujetaba su cabello lacio provocando un balanceo de arriba-abajo. Cada vez más rápido, rápido rápido Yadira, rápido pinche puta. El sonido de un manotazo sobre nuestra mesa me atrajo de nuevo al juego.


—Jalo. —dijo El Tuerto, por su mueca fortuita parecía traer la jugada perfecta. Para sorpresa mía y de Martín, el borrachín bajó dos reyes más: el de espadas y el de oros. De veras que el muchacho era idiota, mi pequeña risa entre dientes estaba a punto de estallar en una carcajada cuando el muy hijo de puta bajó el cinco de oros y mi tercia la convirtió en una corrida encerrada.

—No sea cabrón, pinche tuerto. —Dije con rabia— Haz visto mi juego.

—No digas pendejadas y paga, Miguel. —con mirada fulminante me dijo— Y si ya no traes lana, a chingar a su madre a otra mesa, pinche anciano.

El alcohol dividía a sus víctimas en dos grupos: los pasivos, como los chicos que dormitaban en la barra; y los valedores que buscaban bronca como el joven matrimonio. El Tuerto era de éste último grupo, se encolerizaba con los tragos. Un anciano como yo ya no ganaba peleas. Me levanté de la mesa, me despedí de Manuel y sin ánimo caminé en dirección a la barra. Pedí un vaso de aguardiente y pagué con el billete de doscientos, buscar a Yadira ya no era prioridad, ni siquiera regresar a casa.

 

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