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  • Jorge Alejandro Llanos

Orgías de Kazajistán

Para Lava y El Zeus


Nos miramos todos a los ojos, y cuando digo todos es todos; es la única forma de verse estando así. Me sentí tibia y a la vez helada, caminando por un desierto ininterrumpido por témpanos de hielo. Al momento de observarnos solo estaba la pupila del ojo, de los ojos, los muchos ojos, luz entre la sombra que se regaba por el espacio hasta abstraernos a todos en una masa deforme, horrible, empalagados de cierta actitud ajena, una sincronía macabra que nos impulsaba a meditar cada acto, pero igual hacerlo aunque estuviera mal.


Afuera estaban los revolucionarios, los protagonistas de la historia, que izaban en sus banderas la libertad esquiva que se nos escurría a todos en cada acto oficial del gobierno, o en cualquier reunión con la familia. Gritaban agónicos, intoxicados por la rabia y la marihuana, más los cientos de cigarrillos sacrificados en nombre de la lucha, que pululaban en las calles como cadáveres del Ganges arrastrados por la corriente.


Allá estaba Ricardo, siempre firme y combativo, con su bufanda de colores y la barbita mezquina que olía a tabaco y tenía pelos rojos. Allí estaba, solo, en la masa pero solo, un clavo perdido en esa receta de desorden. Allí solo, pero acompañado por ella, solamente ella, la bandera que le gustaba izar en las marchas, con los amigos, y también en la habitación donde dormíamos, bandera que gritaba a favor de los desfavorecidos, la escoria de la tierra, pero que vivía cinco kilómetros al norte, allá donde las casas tienen patio y piscina.


Los cantos revolucionarios inundaban el edificio, hacían escurrir la tinta de los grafitis en las paredes, y solo las botellas soportaban el ruido, porque el resto de los objetos sucumbían al canto. Nosotros aquí no sabíamos, poco o nada nos importaba la lucha por la que peleaban, aquí nosotros ejercíamos nuestra libertad a partir de nuestros cuerpos y sin un presidente o una cámara de representantes, éramos nosotros, sucios y olvidados, los creadores de nuestra propia república soñada.


Sudábamos, como lo hacían ellos trotando en las calles, soñábamos como lo hacían ellos en sus reuniones, disfrutábamos el placer del ejercicio, mismo placer que el del altruismo en sus pancartas, y olvidábamos, como lo hacían ellos, a las minorías que no incitaban en nosotros el desorden, ni siquiera el recuerdo. Ellos afuera expresaban la rabia por medio del canto, el trote ungido de la palabra “resistencia”, y la idea egoísta de un mundo mejor.


Pero nosotros teníamos nuestra propia idea de resistencia, nuestro propio combate con lo que se nos negaba. Maltratábamos la religión a partir de las heridas, golpeábamos al capitalismo por medio de nuestra autogestión, y olvidábamos la tradición ―o la traíamos de nuevo―, al compás de nuestros bailes y cuchicheos, efigies de un tiempo más antiguo que su ideología, que nos permitía reírnos en la cara del mundo y dejarles claro que no nos importaba lo que hicieran de nosotros, porque aquí éramos otros, los reales, y ellos eran otros, allá, en esa niebla difusa pero venenosa de la lucha de clases y el amor al dinero.


Un olor a moho me tomó por detrás y me lanzó al suelo, brazo frente a baldosa, sin pedir mi permiso. No importa, lo quería, lo deseaba, me lo hacía creer a mí misma. Era más olor que cuerpo y aun así dejé que se metiera en mí, como los charcos que se cuelan en el cemento, como las hojas que antes de morir se reúnen entre sí por los bordecitos de los andenes y se lanzan al entierro por las rajas de la alcantarilla que desembocan en el agua del excremento.

Pero me acordé de Ricardo, no por el olor sino por el egoísmo, el que inundaba mi cerebro de escenas infinitas en las que él demostró ser un patrón en vez de un compañero. Pobrecito, nunca sabrá que lo dejaba hacer eso porque lo quería, porque las tripas son más poderosas que la mente, y el mismo cuerpo se movía acorde a lo que sus labios iban diciendo, así, despacito, como este olor que intenta apoderarse de mí aprovechándose del concreto, el concreto de moléculas que no me dejan verle más allá de sus ojos.



Pobre del olor, se ha de sentir bien poderoso, todo un toro, un pobre instrumento que se imagina llevar de la mano la orquesta, pero que no es más que distorsión en una canción entera, la misma que suena por toda la piel que abraza este cuerpo hasta aprisionarme, hacerme inmóvil frente a los deseos del otro, y dejarlo ser, porque ahí es donde uno encuentra la chispa correcta, la misma a la que toca echarle tierra, o más candela dependiendo del sentimiento.


Pobre de mí, que no me gusta que me tengan atada, de espaldas, donde puedo sentir pero no verle los ojos, retarlo, hacerle saber que no soy un pedazo de tierra que acepta el peso de su zapato, sino la sombra que se arrastra y no lo suelta, en comunión compartida iniciada al momento en que el sol se lo traga la calle, y quedamos varados en un rincón de una esquina, con apenas la luz de un par de postes que no muestran más brillo por temor al despilfarro.


Ya han tomado la casa, pero nos hacemos los huevones y enterramos los hechos con más humo de mariguana. Escucho su voz mezclada con el sonido que el humo genera al chocar con mi cuerpo. Me está llamando, me está buscando, está dispuesto a olvidar su bandera y volver a tomarme en su amparo, medirme desde el pie hasta la punta de las cejas, olvidar mis lunares y mis senos pequeños, besarme la espalda en el punto exacto que todos pasan por alto, y decirme al oído todos sus discursos, sus falsas proezas, sus miedos infundados y sus verdades a medias, todo aceptado con sumisión por mis tripas, que no me dejan sacarlo del recuerdo, que incitaron que ese humo me penetrara, que este grupo de vigilantes me observara desnuda, y que me sintiera excitada con una idea que nunca logró cuajar en mi razón.


Han tomado la casa y nadie se quiere mover, el placer los detiene. Quisiera saber el motivo por el que no se mueven, por el que no luchan, por el que se sienten obligados a exprimir hasta el último aliento de esta alegoría, antes de que el gobierno caiga y el régimen se establezca, antes de que maten al tirano e instalen al libertador, antes de que borren el pasado y siembren el futuro, uno del que no hacemos parte.


Tumban la puerta y se oyen gritos. Pero gritos de los revolucionarios, no nuestros, gritos del desagrado que sienten al vernos. Me excito con sus gritos, son el ejemplo claro de que nuestra resistencia es efectiva y nuestra lucha justificada, porque después de hoy no podremos reunirnos a recrear estas cosas, y todo rastro de nuestra libertad, sí, la propia, la creada a partir de la violencia controlada y los fluidos, quedará extinta junto al viejo régimen.


Me siento feliz al verlo de nuevo. Su barba me sonríe antes que su rostro, y le miro los ojos para retarlo, una vez más. Se introducen en el cuarto a la fuerza, animados por su idea de libertad y orden, olvidando la esencia mía y la de los otros, con sus antorchas alumbrando el agua de nuestras frentes, y la maleza creciente de miles de cabellos que convulsos hacen malabares intentando no enredarse, no arrancarse por celos dentro del combate.


Encienden sus tabacos sin bajar las armas. Bajamos nuestros cuerpos sin encender nuestra supervivencia, ―por qué habríamos de mentirnos, los estábamos esperando―. Ricardo me mira, en sus ojos el tabaco no alcanza a ocultarle la herida, la misma que me siento satisfecha de hacer. Al lado su bandera, de su mano y rubia como las nórdicas del aeropuerto, las mismas revolucionarias que le acompañé a recoger semanas antes.


Gritan furibundos. Reímos histéricos. «Bam bam, baila lo tuyo, toma lo nuestro, viértete en eso y sigue la fiesta» grita Armandito desde una esquina que había pasado desapercibida por los revolucionarios. En su cuerpo se unta el aceite con la piel de Mariana, y todos esos, hombres al fin, se pierden en las tetas de Mariana la bella, «bam bam, cosita, la misma que irrita pero a la vez dosifica, la de los ojos negruzcos y la cintura gruesa».



El sabor de una nena que no presenta resistencia, y la vulnerabilidad que expresamos con el don de nuestro sexo, que creen conocer y controlar, pero es apenas el ala de un fósil más grande, presa misma de nosotros y a la vez carnada. Sonrío y le grito a Ricardo «qué rico, sin líos, que nuestra lucha no interrumpe la suya», y que el gobierno se encuentra tres cuadras más adelante, no en este edificio del ministerio, desocupado hace tanto.


Desde la calle gritan «Hijueputas», y un misterio se les sale de las manos a ellos, los fuertes y libertarios, que comienzan a dar bala por todo el cuarto. «Armandito, niño rico que no supo de calle, pobrecito mi amigo que le abrieron el cráneo, bam bam, mata que mata, fusil que lesiona, límpiate la sangre que no buscamos apreciar la herida».


«Marianita, nenita, te dejaron sin pelo, a bala te raparon esas trenzas color cielo». Y ni qué hablar de los otros en la sombra, del moho que temblaba detrás mío, estrellado contra la pared con sus dientes amarillos, orinándose después de muerto cerca de mis pies lisos, los mismos que amarraron con sus cuerdas de marineros ―aunque en estas montañas no haya más mar que el de los ríos canalizados por debajo de los edificios―, elevándome junto a un poste con corriente eléctrica estancada, y justo en la esquina del palacio de gobierno, ya incendiado por los manifestantes y la chusma.


Yo quedé ahí colgada, desnuda y sola frente a los edificios muertos, como un recordatorio de la decadencia que está negada en la libertad de los revolucionarios. Pocos días después proclamaban emocionados: ¡Viva la mujer, compañera y combativa! Libre, linda y loca te queremos, y la bandera de Ricardo mostrando los dientes perfectos, mientras los aguiluchos carcomían el tuétano de mi fémur descompuesto.



 

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