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  • Felipe Aguilar

Rubíes







¡No lo soporto más! Es un suplicio tremendo tener que caminar, sentarme, respirar y estar consciente de que ellos están ahí, frente a mí, invitándome a robarlos. Hace ya mucho que su color brillante, tan vivo, a veces sonriente, a veces adormecido, se dedica a atormentarme y devorarme por dentro, como si esa tonalidad suya la adquiriera del hecho de alimentarse de seres como yo, muertos en vida, con la mente podrida y sombría. Pero, contrario de lo que cualquiera podría esperar, ellos, sus labios, al tiempo que me impacientan, también me llenan de vitalidad (pues, no se siente uno realmente vivo, si no es volviéndose loco). ¡Y es que los necesito tanto! Los amo, sí; los anhelo cuando invocan el misterioso crujido de su risa; cuando me voltean a ver como quien ha hecho una travesura; especialmente, los necesito cuando me gritan a portazos que ellos me necesitan también: cuando dudan.


Ilustración de Zaira Saucedo.


Hoy estamos aquí, en el jardín que suelo imaginar. No hay nadie alrededor más que una viejecilla que teje a gancho un camino de mesa blanco con cuadros vacíos (pero ella ha estado siempre sentada, observando, desde que tengo memoria; tejiendo a ritmo relativo, lento, muy len-to, ¡veloz! —Hay días que me gustaría que no acabara nunca de tejer y momentos de angustia en que anhelo que acabe de una buena vez, aunque se vaya y no vea jamás el resultado de su esfuerzo). Entonces ellos comienzan a hablar. A voz baja me dictan preguntas tan directas que me ruborizo y escapo, sólo girando mi rostro al cielo, mientras exhalo palabras al azar: “te veo”. Sigo con mis ojos en dirección a lo alto. En ningún momento me han pedido que mire a la dueña de sus movimientos, pero ya lo hacía de todos modos. Así, mientras ella se eleva como el agua de una fuente, cristalina, fresca, inmaculada, yo la observo castigado como desde la pileta más baja, como si fuera esa agua sucia y maloliente que sus gotas nunca llegan a alcanzar; ésa donde los perros y los borrachos orinan; albergue de lama y vivienda de los cientos de hojas que los árboles desechan como si fueran volantes repartidos por el aire con anuncios de ocasión: “se vende un alma ansiosa y testaruda a mitad de precio”, dictan, “descuento especial a quien me traiga un soplo de sus labios”… ¡De nuevo pienso en esos labios rosados, casi rojizos! ¡Ya no los aguanto! Me he ido llenando de intranquilidad mientras ellos me enamoraban. Sí, con locura lo afirmo, porque así, en la ansiedad, es que se ama. Los ilusos, los dementes, amamos con el alma hasta que ésta se rompe. Entonces seguimos amando y nos morimos vivos, y en la muerte amamos todavía, y no tenemos salvación. Vivimos abnegados por quien nada ofrece. Así es nuestro amar, aunque hiera y mate, aunque queme y nos consuma. Pero ellos, esos desgraciados retazos del caramelo más dulce, aunque me miren y me inviten a asecharlos, no se dejan alcanzar… ¡No-los-a-guan-to! ¡No más! ¡Prefiero escaparme por un largo tiempo!...


Después de tanto, he vuelto a pasar por mi jardín. A lo lejos veo una pareja de viejos sonrientes, quizás enamorados; también una tierna niña jugando inocentemente. Pero, en el oscuro frío que inunda mi intransitiva mañana, no puedo verlos más a ellos, ni me alcanzan a morder con su mirada. La mortífera e inevitable ancianita ya no teje más.


 

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