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José Ignacio Escobar

Filantropía


No me gusta empezar las historias desde cero. No me gusta empezar una vida desde cero. Aquello de “iniciar una nueva vida” no quiero experimentarlo. La vida es cíclica, y aunque pudo tener un inicio, remoto, antiquísimo, y podrá tener un fin algún día lejano desconocido por todos, prefiero que mis historias entren sin dar aviso en un supuesto hilo conductor. Es decir, me gusta llegar a interrumpir una narración que venía con cierta coherencia desde un inicio. Este cuento tiene antecedentes, que no conozco ni quiero conocer. Probablemente los protagonistas tuvieron un pasado. Eso no importa. Tendrán un futuro que alguien más ducho que yo escribirá. Es probable.


Ahora lo que me interesa es contarles cómo estaba en Madrid en un año cualquiera del siglo XXI. Solo déjense llevar, y verán lo estimulante que son las historias, como drogas que entran en tu torrente sanguíneo y te atrapan en una noche al final del invierno, solo con una chaqueta sobre tu camisa negra, viendo a tu esposa –si la tienes– mirar una película sobre escritores, esa raza extraña que inventó la humanidad para entretener a ciertos incautos.


El dinero preocupa a todos, siempre, aunque lo neguemos, es cierto. Tu vida se reduce algunos días a tener un trabajo, una pareja y tener dinero para divertirte, salir a un bar a beber unas cervezas con tus amigos y ver los partidos de fútbol en la televisión. Se reduce a que faltan veinte minutos en tu reloj y ya piensas que vas a terminar tu jornada laboral, y caminarás a casa, o tomarás una bicicleta para sortear carros y buses hasta bajar una empinada cuesta y llegar.


Y bueno, si te gusta leer, sacar un carné de una biblioteca pública, y acudir cada mes a retirar 3 libros que te llevas a tu casa, aunque tal vez solo puedas o tengas ganas de leerte un libro. Al fin, ¿qué importa si no lees? Todo continúa en su sitio. Ves que los árboles igualmente saludan la primavera en tu calle con hermosas flores rosas pequeñas, y de repente descubres que, estén los libros o no allí, debes salir a trabajar. Y vas al mercado y compras mandarinas, naranjas y una botella de vino, queso, aceite y pastas. Es la vida corriente de todos, así la pasamos. Solo apenas después de unos meses nos acordamos de acudir a la peluquería, y le pides al chico de Marruecos que te haga un corte de “caballero”.


–¿Corto? –te pregunta el chico.


No sabes qué responder porque tienes tu cabello casi sobre los hombros. ¿Qué pensaría tu mujer si la tuvieras? Bueno, no queda más que responder que corto, pero que te dejen más cabello en la parte de arriba, pues deseas algo diferente. Sabes sin embargo que no es diferente, ya en este siglo XXI nadie se puede ufanar de serlo.


No inicié una vida en Madrid. Ya tengo más de cuarenta años y no me parece justo decir que uno empieza algo de cero. Tengo amores en la vida, odios, penas, más amores, gustos, disgustos, una infancia. Sé que me gusta la naturaleza, salir de la ciudad al campo los domingos a tomar un café y ver panorámicas con bosques frondosos. Me gusta beber vodka y tequila, ver programas en la tele de personas que llegaron a África provenientes de Europa y abandonaron todos los lujos con los que vivían; se dedicaron a ayudar a los demás, a dar clases a los niños, a curar a los enfermos. Sé que no tengo esposa y que quiero un trabajo. Sé que el dinero cada día rinde menos.


He hablado estos días con hombres que se dedican a vender libros de segunda en un mercado que tiene muchos años de existencia en esta ciudad. Te venden libros a uno, dos o tres euros. Han pasado por muchos otros oficios, algunos de ellos; otros fueron libreros, porque en Madrid hay miles de librerías que comercializan con libros de segunda o en ediciones antiguas. También otros hombres venden camisas, que compran adolescentes, estampadas con los nombres de varias bandas de rock. Argentinos he encontrado que venden pendientes. Y muchos españoles que piden dinero en los vagones del metro.


En estos días, por ejemplo, un señor pedía de forma desesperada ayuda. Pero insistió, al final, que tenía hambre. “Tengo hambre, señores, tengo hambre, mucha hambre, esto no es fácil, pero tengo que hacerlo porque tengo hambre”. El señor era alto, podría llegar casi a medir 1.90 metros, llevaba el cabello corto desordenado y una barba descuidada de cuatro días. Era delgado y tenía hundidos los pómulos. Nadie en el vagón que yo iba le dio dinero. Uno espera que los demás den una moneda, qué se yo, 20 céntimos, 10, algunos más avezados un euro. ¿Por qué no di yo?


Otro día también otro hombre pedía para llevar de comer a su casa, pues tenía dos chiquillos y una esposa sin comida. Alguien, un hombre, que iba cerca de donde estaba yo sostenido –una barra arriba, en el techo del vagón–, sacó de un morral varias cosas: pan, leche, papas. Fue increíble. Nunca supe si el hombre se sintió bien, pero yo al menos me sentí muy bien, porque pensé que la humanidad todavía tenía salvación.


Esas son las estupideces que piensas en cualquier viaje de metro, sobre todo cuando buscas trabajo, sin encontrarlo. No. Miento, señores, miento con todas las fuerzas. Si lo menciono aquí es porque no me parecen estupideces. Esos pequeños actos salvaron tal vez mi día de la monotonía, de ir de un lado al otro sin fin alguno ni principio. No soy pobre, nunca lo he sido, y en esta ciudad tampoco lo soy. Quiero ser sincero para dejar claro que llegué a España con los ahorros de unos cuantos años de duro trabajo, porque para ello soy especialista: el ahorro. De todas formas, como no tengo novia, ni esposa, a mis 43 años, el dinero rinde.


Alquilé un piso al llegar. Venía de lejos, con mil historias que a nadie contaba porque nunca me ha gustado hablar. A probar suerte, como en otras épocas la gente de mi país iba a Estados Unidos. Eso fue hace muchos años, cuando Europa no era referente para los míos.


Mi maleta fue escasa: diez camisas, otras tantas camisetas, cinco pantalones, tres pares de zapatos y tres sacos. La ropa interior necesaria para sobrevivir. No más. No quería estar en una ciudad grande cargando enormes maletas. A mis amigos que dejé en mi tierra les contaba por correo electrónico lo que me iba sucediendo. Las tecnologías, al principio, no las usé. De hecho siempre he tenido un móvil sencillo, que principalmente me sirve para hacer llamadas o recibirlas, y como despertador.


¿Cómo definir mi situación sin caer en lugares comunes? ¿Por qué tener que decir que pertenezco a un estrato o capa social para que las personas que me conocen en mi país me sitúen y luego entren a juzgar? No. Muchas veces los relatos cercanos a la realidad pueden carecer del vivificante entusiasmo de la ficción. Y muchas veces los relatos ficticios pueden parecernos planos, y el lector buscará historias basadas en hechos reales para conmoverse. En fin, eso es decisión de ellos. Yo solo puedo decir la verdad, y es que mi situación se complicó en cierto momento. Mis ahorros comenzaron a agotarse, como lo suponía. Opté entonces por dejar de andar en metro a diario y combinar los desplazamientos con caminadas.


Lo que hice esos días, ad portas de la primavera, fue repartir currículos. Salía a las nueve de la mañana y tomaba Ronda de Toledo, hasta bajar cerca del Puente de Segovia. Luego daba algunas vueltas por el Palacio de los Reyes y terminaba en la Plaza Tirso de Molina. Lo sé, debía ser más riguroso, pero no me pidan ser lo que no soy. Soy orgulloso, y tenía la certeza de que repartir más de cuatro currículos al día era demasiado. ¿Dónde si no quedaba mi experiencia en mi país de origen? Además, sabía los sueldos tan bajos que se ganaba cualquier persona en un oficio mediano en Madrid. No eran millonadas. Existía más sacrificio de parte de cada trabajador, pero solo porque necesitaba un hogar, un lugar resguardado en el que durmieran su pareja y sus hijos.


Mi caso no se hubiera tornado extremo si no hubiera sido porque comencé a dar dinero a todo el que encontraba en la calle o en el metro. En Vodafone Sol, por ejemplo, estaba un chico que tocaba la guitarra eléctrica, ostentando su cabello largo de rockero moderno y luciendo camisas de la banda que idolatraba: Gun’s and Roses. En uno de mis periplos diarios escuché una de esas canciones con las que crecí, “The wall”, y no me quedó más que depositar en el estuche de su guitarra un euro. Esto solo fue el inicio de una loca carrera hacia la redención de la humanidad. Como dije antes, siempre me preguntaba por qué me daba alegría que los demás ayudaran a la gente necesitada y por qué no lo hacía yo. ¿Había algún temor?


Así que me despaché, y no me importó que mi cuenta bancaria menguara cada día más. En Callao había un trompetista, y en Plaza España una mujer africana embarazada y sin dinero. Para creer más en mis actos me encontré por casualidad en un mercado con un libro de Saroyan usado, que nunca había leído, pero me sorprendió el título: La comedia humana. Eso era lo que sentía, que mi vida y la de los demás era una comedia mal armada. Y una tragedia, si desean darle un aderezo más. En ese libro leí lo siguiente: “El amor es inmortal; el odio muere a cada instante”. ¿Cómo no creer en la humanidad cuando alguien te habla de esa manera?


No quería ni mucho menos pasar a la historia de la humanidad. ¿Quién soy yo, además, para estar en algún libro? Solo contaba con unos cuantos cientos de euros, que para muchos inmigrantes acá en Madrid sé que es una inmensa fortuna. Eso bastaba. Continué mi labor con músicos, hambrientos, desahuciados, gente que necesitaba ayuda. Borrachos, africanos, asiáticos que debían trabajar fuerte hasta medianoche y salir con sus bebés, en el frío invierno, caminando hasta sus casas.


Comprendí que tenía casa, que podía beber un vodka o una cerveza con inmigrantes un día cualquiera a las tres de la madrugada. Eso era mucho. También desayunaba y les escribía a mis amigos, quienes, aunque estaban lejos, trataban de ser cálidos a través de las efímeras y frías palabras de un ordenador. No tenía a quién aferrarme. No quería aferrarme a nadie. Veía a las chicas ya a mediados de marzo sin abrigo, con jeans forrados y descubriendo cuerpos esculturales. Observaba escotes y piernas torneadas. Algunas colegialas pasaban con faldas muy cortas y me sorprendían sus cuerpos armoniosos. Ellas conocían sus encantos; caminaban firmes, ostentando su belleza sobrenatural, sus piernas vírgenes. Yo era un solterón pensando en sexo y en cómo salvar a la humanidad.


Una noche entré a un bar por Lavapiés a tomar unas copas. Me encantaba la música allí: blues, jazz y rock de los 60. A las tres de la mañana ya me disponía a salir. Prendí un cigarrillo fuera del bar y descubrí a un hombre de estatura media que me saludó y me dio la mano. Fue para mí inevitable no hablarle porque ya estaba muy bebido. Me contó que sus padres eran de Marruecos y que él había nacido en Italia. Yo le hablé de mis amigos que tanto quería, le conté que esos días me había cortado el cabello precisamente alguien de ese país africano, y que me había dicho que era muy sencillo ir desde Madrid, pues al llegar a la costa tan solo en media hora podías cruzar en barco a África. De repente me abrazó y me golpeó varias veces la espalda, como queriendo ser amable en exceso. En un momento resbalé en la acera y el hombre me tomó por la espalda, pero al mismo tiempo sentí que hubo un leve roce en la parte de atrás de mi pantalón. Acto seguido llevé mi mano al bolsillo de atrás y descubrí que no tenía mi billetera.


Fue muy tarde, porque estábamos justo en una esquina y ya el hombre corría lejos. Quedé sin papeles, sin tarjeta bancaria, sin mis últimos euros. Sin embargo, pensé que todo eso lo necesitaba más el ladrón que yo. Los días que siguieron tuve que pedir dinero. Comía un bocadillo con una caña y con eso pasaba todo el día. Una noche de esas, luego del robo, me encontró una chica gastándome en cañas 10 euros que me habían dado a la salida de otro bar en Lavapiés. Me preguntó que qué sabía hacer, pero no supe responderle. Me dijo que le diera mi teléfono, ya después hablaríamos. Quedé con la vista nublada, perdida; estaba un poco ebrio. Intenté hacer cuentas pero fui incapaz de saber si podría llegar siquiera al fin de la semana. Con suerte, alguien podría darme en el metro pan o leche. A lo mejor así se sentiría más reconciliado con la humanidad. O menos culpable por gozar su opulencia.



 


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