Cuando me convertí en un perro
I
Ayer traté de matar a mi perro. Le arrojé el libro más pesado de mi biblioteca, pensando que el golpe sería fulminante, sin embargo, un golpe hueco cimbró por todo el apartamento. El perro lanzó un chillido que se me incrustó hasta la médula y cayó al suelo, pero no murió. Una terrible metástasis lo consume día a día. Está lleno de costras y heridas en su enjuta flacidez…
Horas después, le di dos pastillas de Citalopram, las cuales tomé del cajón de mi padre. De inmediato se quedó pasmado. Durmió el resto del día, atontado por el efecto narcotizante de la medicina. Su pecho subía muy despacio como el débil soplido del viento en otoño.
Por un momento pensé que esta vez sí moriría. En la noche, abrió los ojos, dirigiéndome una súplica. Dame unos días más. Estoy cansado, la vida es vida y quiero echarme en mi almohada, olisquear la basura, mirar a la pared y sentirme lo que siempre he sido. Pero no cedí… siempre me lanza esa mirada. La conozco como conozco las voces que me susurran en la cabeza. Y yo le digo que ya pronto, que descanse, que las pastillas para el dolor deben ser suficientes para apaciguar sus terribles dolores. Sin embargo, los comprimidos tan sólo me pintan los dedos de azul y no tienen el más mínimo efecto. Y las madrugadas se llenan de aullidos, de lamentos, de vecinos que piden silencio. Las luciérnagas se asoman por la ventana, junto con enjambres de moscas. Me piden que les abra la puerta. No sé si están aquí por mal augurio o por mi padre, que yace acostado sobre la cama. Tengo la sensación de que las vidas del perro y de mi padre son simbióticas: cuando el perro muera lo hará mi padre. Ese día saldré a la calle y me plantaré en la alameda, y con gritos arcanos contaré esta historia.
Un día antes, anticiparé sus muertes. Mi padre tendrá el rostro gris y confundido. El perro chillará más fuerte que de costumbre, sintiendo cómo la vida se le va en los huesos carcomidos. Luego, se acomodarán juntos, permaneciendo en la penumbra, balbuceando secretos en el óbito de su recuerdo. Ese día, estoy segura, no voy a llorar.
II
Ayer murió el perro. No lo anticipé. Estaba callado observando el suelo, echado sobre el corredor. Al sentir mi presencia trató de pararse sobre sus dos patas para lamerme la mano. Lo acaricié con la punta de los dedos sin saber dónde rascar. Su piel cada día se fragmenta más, y sus orejas se han vuelto dos cueros chiclosos. Con la desorientación del espasmo del tiempo, me acordé cuando era un cachorro vivaz de ojos negros, que bailaba cada vez que corría detrás de una pelota de hule. La visión duró apenas unos segundos: el perro comenzó a convulsionarse. Su lomo se doblaba y su cuello giraba en horribles contorsiones que tronaban como ramas que eran pisoteadas por un endriago en un bosque negro.
Sus ojos no dejaban de mirarme, me di cuenta que me suplicaba acompañarlo hasta el final. Veía su hocico y veía cómo espumaba. La fuerza de vida que lo poseía estaba buscando un escape: era hora de expulsar el aliento profundo que conecta con el universo. Lo abracé fuertemente, sintiendo cada una de sus articulaciones en ese vértigo desesperado. Sus ojos se enrojecieron en una especie de sanguaza que lloraba lágrimas de miedo. Me pedía perdón. Un buen perro no abandona a su dueño. Por un rato lo sostuve entre mis manos con la esperanza de que la convulsión cediera. Su vida luchaba, rompiendo la crisálida de temor y angustia que la mantenía atrapada en ese cuerpo viejo, saco de despojos y úlceras.
Y me pregunté: ¿por qué no aullaba? ¿por qué no expulsaba esos alaridos que solían despertarme por las noches? ¿Por qué quería morir en silencio? ¿Qué impulso de dignidad hacía de su muerte un momento sórdido e intangible? Le susurré unas palabras que ahora no recuerdo (¿Adiós? ¿Descansa? ¿Gracias?). Dejé el cadáver en el piso y fui a avisarle a mi padre.
Él estaba parado al otro extremo del pasillo. Pensé que había visto toda la escena, pero en cuanto me acerqué, me di cuenta de que estaba perdido en una ensoñación de colapsos gravitatorios. Quiso decir algo, pero no dijo nada. Lo abracé y me solté a llorar apretándome contra su pecho y pude escuchar el débil latido de aquella masa fibrosa a punto de estallar. Después de unos segundos caminó lento hacía la cocina. Se sentó y se dispuso a mirar hacía la ventana. De su voz salió un soplido violento y pesado. Debemos tirarlo en una bolsa de basura, dijo. Pero hoy en la mañana, envolví al perro en periódico y lo enterré bajo un árbol de jacarandas cruzando la calle.
Mi padre seguro morirá como el perro, sin saberlo. Le llegará la muerte como una punzada en el pecho, como un jalón frío que lo arrojará al suelo. Su cuerpo se descompondrá en dolores. No lo sabré hasta verlo frío y negro, tirado a un lado de la cama. ¿Qué haré cuando tenga que lavarlo y vestirlo para su funeral? ¿Qué haré con las tías gritando y llorando a sus pies embalsamados? Mi padre morirá sin arreglar lo más importante… ¿dónde viviré cuando el cielo sea un eclipse de ríos enfurecidos?
III
Mi padre salió del departamento. En el comedor había un sobre amarillo, doblado a la mitad. No lo quise abrir. No me gustan las confesiones por las mañanas. Mi padre no suele dejarme recados, ni cartas, ni nada. Mi frente sudaba. Salí corriendo, tratando de olfatear su aroma de bergamota añeja. Los autos se aventaban unos sobre otros y los peatones desencajaban en la avenida, queriendo sobrevivir el maremoto vehicular. Corría de un lado a otro, buscando el rastro de su silueta, el acurruco de sus consejos.
La gente me observaba. Era una mujer, histérica, entre la multitud, confundida en el vértigo de la ciudad. Mi padre es un viejo, seco, sumido en el ahogo del ayer. Sus pies estarán hinchados por las varices. No podrá respirar después de caminar algunos minutos. La circulación de su sangre inyectará todo su veneno.
Busqué hasta que el cielo se desgarró en la noche. Busqué su voz apagada. Mi padre estará escondido en algún lugar, abrazando sus rodillas flacas. ¿Por qué me abandonó de esa manera? ¿Por qué se fue como un animal viejo en busca de un lugar para morir?
Regresé al departamento y caí de golpe sobre mi cama. Dormí toda la noche pensando en las manos resecas y ásperas de mi padre, en su sonrisa cuando leía el periódico, y en las veladoras que le ponía a mi madre junto con el retrato del día de su boda. Tenía la impresión de que mi padre había muerto con el pensamiento vacío, tratando de mirar el pasado de sus pasos. Atrás me dejaba. Atrás me deja y ahora su recamará está vacía.
Si mi padre se hubiera muerto el mismo día que el perro, todo habría sido distinto.
IV
El refrigerador lleva varios días abierto. La leche se ha agriado, vaciando un olor seboso por todo el departamento. Las hormigas levantan tropas entre las paredes. Los jitomates se hunden y explotan. Latas de sardinas aplastadas, panes secos y enmohecidos, botellas de agua verde y suciedad.
Por las mañanas orinaba en el excusado, pero ahora no me queda nada dentro. He dejado de excretar hace días. Una soledad me está comiendo las entrañas, todo lo devora… me deja seca. Tengo la sensación de que me he convertido en una cruz apolillada. Si me dispararan, brotaría aserrín de mis venas. Me parezco a mi padre: tengo las costillas ahuecadas. Mi piel son cenizas, como la piel de un espíritu que ha nacido de un incendio. Soy emociones y recuerdos… tengo que sacar todo, acabarme, desmoronarme.
En las noches lloro, ladro y aulló. Los vecinos han tocado mi puerta, pero al abrirles, desvían la mirada, se disculpan y se van. No les gusta mi aspecto ni el olor que emana de mi piel. Sé que ven a una mujer destruida, al borde de la locura, que vive encerrada entre bloques de concreto repletos de cucarachas. No soy nada de eso… soy yo, asqueada de mí misma.
Del perro queda su colchón sucio con manchas de orín. De mi padre, queda el traje, pulcro y azul, que usaría para vestirlo en su funeral. De mí quedan huesos y una mirada furtiva que piensa y escucha el fluir de la sangre lentamente golpea.
La comida me da asco, el agua me da asco, la calle me da asco, la vida me da asco. No he salido al parque, no he salido al café, no he hablado con mis amigos, no he masticado, no he bebido, no he llorado… Abrazo mi muerte, anuncio mi cataclismo y destruyo a todos con mis dos manos. Comprimo el universo en una fusión apocalíptica de núcleos y abismos.
Ahora que lo pienso, ahora que estoy sola, quiero reconciliarme conmigo misma sin saber cómo hacerlo… quiero acurrucarme y sentir mis dedos acariciándome los hombros. Soy esta mujer y lo seré siempre. Algo en mí me consume, y mientras me veo en el espejo, mi rostro se deforma. Algún día guardaré silencio, dejaré que florezcan los sedimentos, algún día cuando haya comprendido los enigmas del universo… mientras, que mi historia sea escrita, y deje el destino que me convierta en olvido.
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