top of page
  • José Luis Sánchez Canseco

Enemigo público II


“Cuando Gregorio Samsa se despertó una

mañana después de un sueño intranquilo,

se encontró sobre su cama convertido

en un monstruoso insecto…

¿Qué me ha ocurrido?, pensó.”

F. Kafka.

Ha recorrido ya muchos desiertos, y esa mañana el enemigo público se da cuenta que está por llegar a las afueras de un frondoso bosque. Rápidamente echa un vistazo a los alrededores. Sabe bien que el peligro acecha en estos lugares. No obstante, también probabilidades de encontrar un arroyo de agua pura. Sin embargo, tiene que estar seguro de que no haya aldeanos o cazadores en el bosque, pues siendo un condenado y enemigo público, sería inmediatamente castigado y arrojado del lugar. Encuentra unas cuantas nueces que recoge en su bolsa de cuero. Reflexiona que es mejor encontrar un refugio y esperar a que anochezca para adentrarse un poco y explorar la selva.


Y como un fantasma se escabulle entre enormes matorrales. El corazón le empieza a latir precipitadamente, ya que escucha que alguien se acerca. Las hojas secas crujen mientras tiembla. Recuerda que en una ocasión fue azotado cruelmente por osar tomar algunas frutas silvestres, permitidas únicamente para los hombres libres. Empieza a correr, corre como un desesperado y en su correr, tropieza una y otra vez.


Ya un tanto bien lejos, toma con angustia aquel sendero que lo llevará hacia el desierto. Otra vez la soledad. Los rayos del sol lo envuelven como si envolvieran a su propio hijo. Empieza a soplar un viento recio y el enemigo público camina como sonámbulo. No le importa hacia dónde va, pues ni siquiera hay camino o rastro que seguir. El suelo tan árido y quemante lo hace desfallecer una vez más.


Ha caminado un buen trecho. El viento sopla muy fuerte y su sonido inquieta al enemigo público. Está por entrar a una tormenta de arena y se ha cubierto la cabeza con su desgastada capa. Su caminar es más lento pues el viento choca con su endeble cuerpo. Es poco probable que haya viajeros en esas tierras. Ya que en la tormenta casi nadie puede moverse, y él sabe que tiene una oportunidad para llegar más allá de las arenas del desierto y buscar refugio. Es casi seguro que nadie lo amedrentará o lo hostigará. ¿Quién en ese lugar tan despiadado podría caminar? sino sólo los infames y desterrados como él.


La tormenta es cada vez más violenta. Sin embargo, debe detenerse y resguardarse en la hendidura de alguna roca hasta que pase la tempestad. Busca por unos minutos, hasta que encuentra unas grandes rocas y en ellas una abertura bastante grande. Se introduce con no menos dificultad. Sacude el polvo y frota los ojos que le arden por la arena. La tormenta afuera ruge como reclamando su víctima. El enemigo público está agotado y se sienta, extiende las piernas, y mira sin atención aquel pequeño refugio.


Grande es su espanto y amargura al descubrir una osamenta, ya casi desecha por la intemperie. Retira la mirada con un brusco movimiento de cabeza, mientras se lleva las manos a los ojos. Luego, ya más resignado, intenta pensar y no logra aclarar su mente. Un silencio penetrante inunda aquel patético lugar. El ruido de la tormenta afuera, parece desaparecer o callar ante tan lastimoso episodio. En su imaginación, algo se ha conectado permitiéndole reflexionar sobre la posibilidad de sobrevivir una vez más.


Tímidamente como si alguien lo estuviera observando inclina la cabeza. La tormenta afuera sigue rugiendo como un devorador. El enemigo público ya ha dejado de soñar en el mañana y ahora está intentando levantarse. Su mirada se encuentra con lo que queda del cadáver de lo que fue alguna vez, ¿un hombre libre quizá, o un renegado como él? Queriendo borrar esa terrible imagen, lentamente se cubre la cabeza con su manto y tomando su cayado sale a descubierto.


La tormenta no ha menguado. Antes de empezar a caminar mira su brazo izquierdo, y recuerda el candente acero que le quemo la piel cuando fue arrojado al exilio. Se palmó aquella marca que lo acompañaría hasta la muerte, una muerte violenta o natural a nadie le importaba. Miró una vez más aquel espantoso sello y empezó su triste caminar.


Siguió la tormenta casi toda la tarde y ya al caer la noche, el enemigo público estaba bastante lejos y en un lugar mejor, pues crecía un poco de pasto y había algunos animales pequeños que cazó con gran esfuerzo. Al menos esa noche comería un poco de carne y algunos cactus que mitigarían su sed.

El cielo se encuentra ahora despejado y la jornada ya terminó. Las estrellas brillan como si fueran pequeños mundos llenos de vida y alegría. Todo vuelve a la normalidad, y ahora está construyendo una fogata. El enemigo público devora su cena mientras una blanca luna lo cubre. Al fondo yacen las gigantescas montañas desde donde remontó. En la noche calmada una pequeña luz brilla en medio de esa inmensa oscuridad y es ahí donde se encuentra aquel hombre defenestrado. Y a muchos, muchos desiertos, valles y montañas de distancia, en aquella terrible oscuridad de su soledad, el enemigo público sólo intenta conciliar el sueño.


Duerme, y mientras duerme tiene una espantosa pesadilla: un hombre está siendo azotado, sus manos están atadas y yace colgado de un techo, mientras un verdugo le hiere el cuerpo con un látigo cargado de grandes espinas de metal que le desgarran la piel. Una multitud se encuentra enloquecida y gritan maldiciones al hombre, mientras el enemigo público está sentado junto a los jueces de la ciudad. Éstos le han entregado un rollo que toma con desconcierto, al abrirlo, lee una sentencia de muerte para aquel infeliz castigado.


La angustia se apodera de él, pues ni siquiera sabe quién es aquel lacerado hombre. Luego, intenta mirarle el rostro, pero éste se encuentra irreconocible, despedazado por las heridas. El verdugo ha cortado las cadenas que sostienen aquel cuerpo mutilado y cae en medio de un charco de sangre, la turba grita frenéticamente al ver convulsionarse aquel cuerpo. En tanto, el enemigo público quiere salir corriendo de aquel espantoso lugar. La multitud se burla de él mientras tropieza arrastrado por la turba. Lo observan sin tomarle la menor importancia, después se vuelven todos al azotado.


En ese momento el enemigo público despierta bañado en sudor. Está temblando. La boca se le ha secado y tiene un sabor de acritud en la garganta. Se encoje en su capa mientras toma un cactus desesperadamente y lo mastica. Tiene fiebre, mucha fiebre, y una gran desesperación le aprisiona el pecho. La cabeza le empieza a dar vueltas y vueltas y se desmaya. Todo el resto de la noche delira.


Ya con los primeros rayos de la mañana está todavía dormido. Un cálido haz de luz le hace despertar y se da cuenta que el sol se está encumbrando. Lastimosamente intenta levantarse, pero no puede. El cuerpo le duele hasta los huesos, sin embargo, lo intenta una vez más y esta vez lo logra. Camina hasta donde el sol calienta y se arrodilla.


Nadie ha visto un hombre como él, casi irreconocible como ser humano, su apariencia es la de una bestia herida, cualquiera que lo mirase sentiría pena de ser su semejante. Y comprende que si no fuera por quién sabe qué misteriosa fuerza, él estaría ya muerto. Levanta sus hundidos ojos y otra vez ve ese hermoso cielo azul que lo mira con indiferencia. Sus manos temblorosas buscan aquel rostro húmedo de lágrimas, un rostro que se niega a deshumanizarse.


Poco a poco, como dolidos por la agonía de aquel desgraciado, los rayos de la mañana lo reconfortan. Y así avanza el penoso día. En la mente del enemigo público surge una esperanzadora inquietud, ya que toda la mañana miró aquella hermosa pradera. Y soñó con construir ahí su hogar, trabajar todos los días y empezar una nueva vida, pero ello sería su sentencia de muerte. Pues la terrible condena era vagar y vagar como una fiera perseguida. Sabía que le estaba prohibido establecerse en lugar alguno.


Más tarde, y casi a pesar suyo, comió un poco de carne cocida en las brasas de la noche pasada. Durmió todo el resto del día. Al atardecer estuvo sentado envuelto en su sucia capa. Volvió a tener fiebre. Y mientras anochecía, su necesidad de calor fue más apremiante, sin embargo, estaba tan débil y enfermo, que únicamente se acorrucó en el pasto, masticó algunas plantas que crecían en el pastizal y se quedó dormido.


A la mañana siguiente se sintió un poco mejor, pero no tuvo ánimos para explorar el territorio. Como al medio día buscó algunos cactus que le proporcionaron alivio a su sed y cogió algunas frutas silvestres del campo. Esa noche la fiebre disminuyó y al amparo de una pequeña fogata masticaba su frugal alimento. El cielo cubierto de estrellas le hizo sentir una tímida esperanza en el corazón. Aquella noche durmió mucho mejor y en los días que siguieron emprendió su jornada ya más fortalecido.


Marchas después su mirada profunda avistaba el horizonte. Recorría un largo sendero natural cubierto de matorrales y helechos. Era la primera montaña que lo intimidaba. Peligrosos peñascos se dejaban ver y el abrupto acenso le imponía un peligro inminente, un paso en falso y caería en los filosos riscos de la montaña. Siguió su empinada travesía.

La brisa caía con ligeros vientos fríos. Por suerte, el enemigo público encontró cadáveres de osos en descomposición, y con la piel intacta se hizo de un grueso abrigo. Aprendió también a cubrirse el cuerpo con la grasa de aquellos animales muertos, lo que le proporcionaba un considerable calor, necesario para sobrevivir en la helada montaña. La noche había caído ya, su primera noche en la montaña.


Semanas más tarde cruzaría la cordillera encontrando a su paso sólo soledad, la fría soledad de la naturaleza, que al menos; con su hostilidad y salvajez, era mejor que la crueldad que demostraban los hombres libres, aquellos mismos que alguna vez departían con él disipando en fiestas y banquetes. El viento frio sopla melancólicamente en aquellas montañas, mientras el enemigo público levanta lentamente el rostro hacia el cielo.


Tal vez, después de todo, su vida acabaría pronto. Se despreció a sí mismo por sentir aquella vergüenza. ¿Cómo podría volver a la normalidad en esa condición y con las marcas del destierro en su cuerpo? ¿Quién comprendería su estado tan deplorable? De pronto, su mirada fue directamente al cuchillo y un pensamiento atávico lo invadió como un relámpago. Sostuvo la respiración y con un impulso, contenido todavía, sujetó el cuchillo con las dos manos hacia sí mismo y acercó peligrosamente el arma contra su pecho.


Con sólo un movimiento y su vida miserable acabaría esa noche. Sin otro testigo que la soledad, la fría soledad de su destino. No pudo contener las lágrimas y en su desesperación gritó como un animal herido. El semblante se le desfiguró y un grito desgarrador se perdió poco a poco haciendo eco en la oscura noche. Soltó el cuchillo mientras se llevaba las manos al rostro. Lloraba como un loco.


 

Entradas relacionadas

Ver todo
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
bottom of page