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Felix Kristia

Acrópolis


I. Nuestras Cariátides


He ahí las imperturbables Cariátides, sus antecesoras. Excelsas, idénticas. Nacidas para cargar sobre sus cabezas el peso que ejerce el embellecimiento de las superficies, y mientras tanto, bajo los recorridos del sol y los rastros de las lluvias que carcomen la piedra, ante el paso del tiempo, se atreven a flexionar la pierna con sutileza: el peso no significa nada.


Así les hablo, Cariátides en nuestra era. Sentenciadas a sostener la carga que otros ponen sobre sus hombros pulcros como el mármol; el peso de las miradas, de la perfección, del estancamiento del tiempo sobre la piel. Sonreír es un mandato, y lo llevan a cabo con la sumisión plebeya al mejor estilo. Jaurías observan, examinan, no cesan de desear; se deleitan con la idea de poseer ese prototipo, ahora replicado en plástico. Los suspiros del público jadeante alimentan su orgullo, encubriendo las grietas de un espíritu tan frágil como el granito fisurado. Les dan fuerzas para seguir adoptando la figura, para flexionar aún más la pierna fuera de los harapos de relleno; para atascar los músculos de sus semblantes mientras la costumbre va moldeando un nuevo rostro.


Y los testigos fueron desocupando las plazas y los monumentos, llevándose consigo los recuerdos de un anhelo que el ser humano siempre ha querido conquistar, el que no han sabido realmente qué significa pero lo han llamado inmortalidad, malentendida bajo el concepto de belleza. Entonces el sueño se expandió entre los corazones de tantas que quisieron evocar su firmeza, tantas personas de mármol crudo esperando el cincel. Y las Artemisas comenzaron a aparecer, y las Venus de Milo. Su salud puede verse afectada, pero su imagen, jamás.


Y entre ovaciones y celebraciones, ya se han olvidado que no son más que roca labrada.


2. Parthenos


Inmaculada, así te sentenciaron. Pionera de tantas. Las formas siguen el ascetismo, tu simpleza encarna la perfección. Entre las tierras que ascienden y descienden, entre el desorden y la irregularidad, emerge la reina, la protectora de la ciudad; madre blanca, en la cima coronada. La acción y la voluntad tienden de tu brazo izquierdo; la victoria se alza sobre la palma derecha. Te sacrificaste al negarte al tacto y por ello en las noches podemos ver la luz.


Sutileza y austeridad reflejan tus pálidas piernas, aún erguidas, tensadas hacia el centro al igual que tus caderas. Distorsionada fue tu divinidad para poder contemplarte a nuestra escala, en este mundo de escombros. La línea recta en la cima curva; la curva implacable en medio de ese mar de rectas. De tantas obras se llenó el mundo, colmadas de adornos para lograr enceguecer, mientras que tú, la sin volutas, la sin hojas de acanto, 2500 años después la gente sigue hablando de ti.


Por culpa tuya la sabiduría se alzó sobre los instintos animales; celebramos el primer juicio y hasta los más apartados supieron que tenían voz. Se dice que sobre tus piedras hasta el más de los despiadados sollozó, por la patria, premonición de derrota; el mito de un estamento perdurable. Madre sobre la montaña, que todavía en ruinas nos recuerdas cuando la mujer tuvo que forzar la curva para que ante nuestros ojos sólo pudiéramos ver pureza.


Tantas vidas salvadas tan solo entregando tu libertad.

3. Discurso fúnebre (o historia de dos ciudades)


Era la peor de las épocas. Viene la peor de las épocas.


Sobre esta tierra se alzó la luz del intelecto, y ahora tribus bárbaras amenazan con engullirla. Cerca de la montaña vigilante se depositaron las voluntades humanas en forma de piedras. Y las blancas vencieron a las negras, espíritus empeñados en frenar la máquina extranjera. Hermanos de tierra y cielo se unieron y se impusieron, custodiando el tesoro, oh madre de nuestros padres. ¡Ἑλλάς!


Pero el hermano se ha refugiado nuevamente en la caverna, mezquino y embriagado de violencia; celosos, siempre, del orden sagrado que emana de esta tierra. Tropas con olor a humo y pudrición continúan su marcha hacia el noreste; el viento ya murmura el terrible hedor de la sangre que humedece sus vestimentas.


¡Damos de comer al pobre!, ellos se alimentan sobre el cuerpo del débil.


Bienvenidos los viajeros que nutren nuestro conocimiento; los otros los han desnudado.


Trabaja, hermano, y goza de los frutos de tu tierra; que en el sur ya no quedan ni frutos ni parcela.


La voz de los ancianos, de los jóvenes, vale tanto como el brillo de la estrella más lejana junto a la más cercana. Para ellos sólo existe el Sol.


¡Celebramos la vida! Excitan la muerte.


Susurro a sus espíritus, ¡θυμός! Juntos nos hemos alzado y no permitiré que en vano se arrojen al precipicio. Que los perdidos en las nieblas del olvido sigan el camino, pacientes nos esperarán; pero en la tierra de los milagros la mancha en la virtud debe desaparecer.


Que nuestros retoños vuelvan a sembrar y a cosechar.


Y demuestren que sólo de guerra no se puede vivir.


Que nos enseñen cómo amar en lugar de combatir.


Que nos guíen para construir paraísos de mármol como el que hoy me regala la voz.


Y que lloren, lloren de alegría.


Porque ya no consigo la respuesta. Porque ya no concibo el porqué de estar aquí.


Nuestros hermanos han manchado de rojo sus piedras blancas.


Y el mármol pierde su color.


Pero no podemos permitir que la bestia lama la tierra.


Les hablo a ustedes, los que ya no están. De lápidas se está formando el nuevo mundo, ¿y hoy quién queda?


Juntos, por nuestra casa, lograremos aquella meta que el ser humano se propuso desde que sabe caminar…


Haremos de este mundo un cementerio.

 

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