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Jorge Andrés Gordillo López

Incorporado


Pintura de Ximena Gordillo

03/07/2017

The world does tend to become one, however much its component elements may resist. Indeed, the stronger the resistance the more certain is the outcome. We resist only what is inevitable.

Henry Miller, Big Sur and the Oranges of Hieronymus Bosch, United States, New Directions, 1957, p. 35.

I

En mi estancia como voluntario en “Posada Belén. Casa del Migrante de Saltillo”, hace cinco años (2012-2013), después de unos meses de convivir diariamente con recién llegados provenientes de El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, comprendí que uno de los motivos esenciales por los cuales decidían desplazarse era la imposibilidad de reconocerse en sus zonas de vida. Las prácticas que constituían su “cotidianidad” dejaron de corresponderse entre sí, debido a ciertos cambios de orden y referencia, en los que nuevos códigos demandan ser incorporados a su vez que los quehaceres anteriores son cancelados y arrojados a un limbo donde ya no significan más. Esta operación, propia de la historia, cambia de intensidades y formas dependiendo los lugares, tiempos y sujetos. Las constantes, en estos desfases y desplazamientos, son la violencia y el caos. Es su control aquello que hay que atender, encausar y contener. No hacerlo pospone la seguridad existencial, la ausencia de la significación de la muerte, por tanto, de la vida.


En noviembre del año pasado (2016), en una visita a la Casa del Migrante, mientras fumábamos unos cigarros con un recién llegado proveniente de San Salvador, me comentaba que debido al sometimiento de “pago de piso”, así como a la instauración de una base de venta de droga por parte de la Mara Salvatrucha (MS) en el local donde su madre atendía una miscelánea, ambos tuvieron que huir dado el riesgo que esta nueva práctica representaba en su barrio. De un día a otro, después de dedicarse veinticinco años a su tienda, la madre tuvo que cerrarla para acatar las demandas de la MS. Las relaciones de la madre y su hijo con su localidad cesaron abruptamente. Toda acción no reportada a la MS significaba traición, por consiguiente, la muerte. Tras una balacera con la policía local, debido a la irrupción territorial de ésta en las bases de la MS, pudieron escapar ya que sus vigilantes murieron en el enfrentamiento. La ruptura de aquello que constituyó el reconocimiento del salvadoreño y su madre con su entorno impulsó su viaje en busca de un lugar en el que puedan establecerse y su quehacer, por siempre alterado y diferente, pueda ser reconocido

II

La semana pasada, en un viaje en el metro de la Ciudad de México de Mixcoac a Polanco, acabé las últimas páginas de la novela Ampliación del campo de batalla (1994) de Michel Houellebecq. Eran las 18:00 p.m. La cantidad de personas en los vagones y las estaciones subterráneas me hacía sentir parte de una gran masa de carne cuyos movimientos segregaban viscosidades que aceleraban el proceso de mezcla y fusión de las figuras. Saliendo de los túneles, me pregunté si las palabras y los ruidos de las personas eran conversaciones e intercambios de información, o más bien gemidos y exclamaciones de agonía. Decidí dirigirme a la calle de Masaryk y deambular en sus alrededores. La lectura de la obra de Houellebecq suele alterarme haciéndome sentir en los límites de mi presente, un stalker similar al detective L.B. Jesseries, papel protagonizado por James Stewart quien, en Rear Window (1954) de Alfred Hitchcock, con poca movilidad debido a una fractura en su pierna, es observador, testigo y develador de un crimen que sucede en su condominio, pues su posición le permite captar y ordenar lo que acontece en su presente diseccionando los elementos que lo constituyen para mostrar su operación y, así, dar con sus efectos. En Ampliación del campo de batalla, un ingeniero informático narra su vida como un sujeto inscrito en una sociedad (el campo de batalla) que genera individuos con cada vez menos posibilidad de desear debido a la inmediatez y facilidad que hay en obtener lo que se desea. Esta condición, crea un loop de placeres que, a modo de fármaco, “alivian” (y envenenan) las carencias apenas aparecen. Mientras estos individuos adquieren forma, otros, incapaces de inscribirse en estas corrientes, quedan fuera de toda experiencia placentera posible anhelando, en soledad, pertenecer a esas dinámicas que los mantienen castrados y encerrados, caminando de un lugar a otro, como leones enjaulados en un circo. La batalla se da, según Houellebecq, en la búsqueda del amor, en embestir la erosión del deseo en busca del otro, no para poseerlo, más bien, para estar a un lado, así como logra retratarlo en Plataforma (2001), otra de sus novelas. Saqué la cajetilla de cigarros, estaba vacía. Me dirigí a un Extra en Masaryk, había fila. El olor de este tipo de tiendas me vuelve consciente de estar rodeado de productos que son, potencialmente, basura. Prefiero, por mucho, el de las misceláneas, en especial, el olor de los huacales con frutas y verduras cuya fusión me hace sentir que aún estoy entre los vivos.


Continué mi caminata. Masaryk fue reconstruida hace pocos años. Las calles son amplias y cómodas, hay jardineras en “buen estado”, no hay sección sin iluminación, no hay basura (¿dónde sí?), la fachada de las construcciones está, casi en su totalidad, ocupada por las llamadas “tiendas de marca” y su publicidad. Paso por una tienda de joyas y por otra de ropa para mujeres, hay imágenes de cinco metros de jóvenes blancas con ojos claros y otras con lentes de sol, sus labios son pronunciados con lápiz labial de color rojo, su cuerpo, semi-desnudo, lleva encima de sus senos y genitales un bikini que hace lucir una tonificación corporal “sin grasa”, su sonrisa es “brillante” y sus gestos placenteros, el fondo de la imagen es una playa blanca con horizonte al mar. Me detuve a visualizar el escaparate. Del otro lado de los aparadores, sentí que los seis maniquís del aparador y yo entablábamos una suerte de intercambio, tal vez, la incapacidad de nombrar aquello que nos hacía ser partícipes de esa escena. De inmediato, un sinfín de imágenes iguales a las que presenciaba circulaban por mis recuerdos: mujeres y hombres, todos iguales, Instagram, “pulgar arriba y abajo”, like, comment, filtros, caras sonrientes, selfies, cuerpos al lado de la Torre Eiffel y de catedrales de todo el mundo, músculos, parejas, comida, atardeceres, quotes, gente participando en carreras: ¡10 kilómetros!, gym, “pueblos mágicos”, envases de Starbucks y libros abiertos, piernas depiladas apuntando al horizonte del océano, yoga, conciertos, riscos y personas escalándolos, graduados: ¡felicidades, qué orgullo!, recién nacidos y sus padres: ¡bendiciones todas!, ropa, cortes de cabello, peinados, barbas, poemas, pornografía, animales, arte, derechos humanos: gente blanca abrazando a niños negros, experiencias espirituales, calles empedradas, plantas, disfraces, libros, celebridades, fútbol, ¡followers todos! Recordé, de inmediato, unas líneas de Ampliación… en las que el ingeniero reflexiona sobre las similitudes de la sociedad de Maupassant y la suya (también la nuestra): “[…] se establecía una separación absoluta entre su existencia individual y el resto del mundo. Ésa es la única manera en que podemos pensar el mundo actualmente”. Estamos configurados –pensaba mientras caminaba– para estar continuamente con un sinfín de información, soportes, entornos, compañías, que nos afirme nuestros gustos sin posibilidad de desvío y sorpresa. Facebook, Instagram, Twitter nos ofrecen una paleta de opciones a seguir basada en “nuestras elecciones” anteriores, de modo que continuamente vamos construyendo nuestro mundo “al gusto”. Lo que no es identificable con nosotros, narcisos, es eliminado, ignorado, ni siquiera se toma en cuenta. No hay salidas del yo. Somos usuarios, perfiles preestablecidos cuyas nociones de lo real se reducen a las “recomendaciones”, ¿no es ese el criterio para usar Netflix, ir a un restaurante, escuchar música, tener “amigos”, ligar en Tinder? La consecuencia de no reflexionar y continuar reaccionando: ser el espectáculo que “alguien” más ha construido de nosotros mismos.



III

Cambié de rumbo hacia las calles habitacionales. Nada de publicidad aparente. Michel de Certeau (1925 –1986), historiador francés, publicó hacia 1974 un libro titulado La cultura en plural que, años más tarde, en 1994, Luce Giard re-editó. En el capítulo “El imaginario de la ciudad” (publicado por primera vez en Recherches et débats en 1970), menciona que las ciudades modernas del siglo XX son un “laberinto de imágenes” publicitarias que, debido al rechazo a la realidad de los trabajadores así como de los procesos de producción, generan una ficción de “momentos sucesivos de placer” y, así, posibilitan una fantasía que separa, tajantemente, lo que se dice de lo que se hace, es decir: una fisura que imposibilita el reconocimiento de sí en su zona de vida, pues uno nunca llega a ser como el tipo ideal, el estereotipo al que someten el deseo. Esta idea es posible trasladarla a la sociedad en general en nuestros días. La condición del migrante salvadoreño en busca de un lugar en el cual pueda incorporarse para establecer lazos de reconocimiento y así enunciarse (dar cuenta de su existencia) es, de un modo u otro, una condición general de la sociedad actual.


Hay días –estoy seguro que no he sido, ni soy, ni seré el único–, que, al despertar, lo que menos quiero es salir a la calle a ser partícipe de la maquinaria que mantiene esto en movimiento. Esto no significa que deseé desligarme de lo que sucede, simplemente no me reconozco en la mayoría de los lugares inmediatos en los que hay que estar. Me molesta, al grado del hartazgo, que las personas se refieran a “mi generación” como millenials; nuestra existencia desborda, por mucho, aquellas denominaciones. El hecho de ser los sujetos bisagra entre lo humano y lo cyborg, así como entre un modo de comprender el mundo ligado a las presencias a otro constituido por lo intangible nos posibilita, de modo similar a las figuras de exploración, una forma de vida volcada a la creación. Las relaciones entre seres no las soporto objetuales, como si los otros estuvieran a la espera de un uso irreflexivo para cubrir nuestro encuentro con la nada. Pertenecemos, todos, a un relato, al del Cosmos, nuestra participación en él afecta, en estratos inimaginables y con profundidades tales que alteramos, constantemente, las formaciones de nuevas vidas. He escuchado la expresión: hacer mundo, para denominar a una red de trabajo que genere lazos sociales de bienestar. Estoy de acuerdo, sin embargo, no me convence del todo. Diría (tampoco convencido) que hagamos Cosmos. Eso significa ingresar al nervio de nuestra concepción de lo real y agitarlo, de una vez por todas, para dislocarlo y posibilitar lazos entre todos cuya intención sea inscribirnos en la fuerza del estallido originario: la perpetuación de la vida, las descargas cuyos alumbramientos esparcen y retraen, siempre en fusión, las manifestaciones del ser. Atender el malestar es enfrentarlo con todas las fuerzas, no atender y desplegar en los síntomas economías de arraigo. Lo único que puede ocasionar ese tipo de actitudes cobardes es, como escribió Guy Debord, la propagación de El planeta enfermo (2004).


No me siento identificado ya con el éxito. ¡Qué importa! Estudiar en X, con posgrados en Y dice absolutamente nada. Entre lo que se dice y lo que se hace, recordemos todos: hay diferencia. De qué sirve ingresar al posgrado, becado por alguna institución, y no tener idea sobre cómo nuestra existencia se liga con las demás. No importa ya sacar diez ni tener reconocimientos de excelencia, habría que dudar de aquellos quienes los dan y quienes los reciben. No hay estudio posible que nos arroje, a todos, a enfrentar nuestra vida que no es más que un constante cambio, en el que la única verdad es que aquí y/o allá, estamos siendo un estallido repentino de nuevas mezclas. Construir Cosmos es errar, para ello no hay horarios, calificaciones, becas, ni mucho menos, reconocimientos narcisos. Apuesto, aquí, por el logro y no por el éxito, en el sentido en el que Alberto Moreiras propuso en “Universidad. El principio de equivalencia” (2016). Al salir a las calles, no me reconozco en una colonia en la que suelen estar las oficinas de los corporativos más poderosos del planeta sin que haya un lugar en el que los oficinistas puedan estar más allá del fast food y el track comercial. No acepto que, para informarme de algún tema, Play Ground –al disponer las imágenes y sonidos más estimulantes posibles– sea mi fuente. No me reconozco en la atmósfera de amargura que busca totalizar a nuestra era.


IV

No reconocerse en la zona de vida debido a la interferencia entre lo que se dice y lo que se hace, si bien genera violencias, también subraya el campo de posibilidades en el que nos situamos, del que, desde siempre, venimos y vamos. Errando por las calles de San Pedro Cholula – Puebla, hace algunas semanas, mientras veía las fisuras de los muros de adobe, los asocié con Disintegration (1989), el álbum de The Cure. En especial con la canción homónima. Imaginé qué sería de todas mis preocupaciones si en ese momento, de la nada, la gravedad se fuera desvaneciendo de modo que las cosas comenzaran a desprenderse de su lugar atraídas hacia el cielo. El planeta desgarrado, desintegrado. Con los vivos y las materias, me elevaría sin poder sostenerme de nada: angustia y éxtasis de saberse arrojado al Cosmos –como siempre lo hemos estado–. Mareado por la sensación, me tumbé al pasto en medio de la plaza central. Las imágenes sin gravedad continuaban en mi cabeza y el sentimiento de levitación, eyección, también. Recuerdo que intenté crear las imágenes del Big Bang, sólo asociaba caos y las transfiguraciones de lo que hasta ese momento había concebido como materia. Enlacé, al mismo tiempo, los sonidos que escuchaba en ese momento: campanas del exconvento de San Gabriel –construido en el siglo XVI–, un par de ardillas roer, pájaros acomodándose en sus nidos, la risa de mujeres en algún lugar, el viento. Alumbramientos todos. Mi nacimiento, mi acontecer allí, ahora. No somos más que el entre de un momento a otro. El encadenamiento de momentos no está planeado, es una asociación dispar y múltiple de espacios, tiempos, referencias, y enunciaciones. El planeta, así como nuestras vidas y todo lo que nos constituye y viceversa se dirige hacía múltiples lugares. Inscritos en la vorágine del cambio, el desfase entre el decir y el hacer, ¿no será una señal para hacernos sentir, reflexionar, una vez al margen de nuestro hogar, acerca de nuestra condición como cuerpos celestes y nuestra relación con aquello, otro, que nos constituye? ¿Será nuestro estado caído un llamado a generar nuevos lazos que integren, en su dinámica, los reconocimientos de lo hasta ese momento sin lugar?



 



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