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  • Julio César Toledo

Fracasamos también como amorosos amos



De todas las cosas importantes que hemos hecho los seres humanos, nada me parece tan culminante, tan excelso y tan definitorio como el amor. Es en el amor donde pudiera resumirse nuestra aparente hegemonía sobre las demás especies que habitan este planeta. Y, sin embargo, o tal vez acorde con lo que acabo de decir, nada hemos dejado a la deriva de las suposiciones, tan lejano de nuestra propia reflexión y acercamiento, como eso mismo que no define. Es una tontería y al mismo tiempo una desfachatez. Pensar el amor es un exceso innecesario, pues acontece en nosotros de cualquier manera. Pero haberlo dejado a la deriva del obtuso entendimiento de las mayorías, es un error que las futuras generaciones pagarán caro, por culpa nuestra. Urge pensar el amor, sí, mas cuánta soberbia hay en lo que creemos los seres humanos saber del mundo. Entre más nos familiarizamos con un concepto u objeto de estudio, parece que con mayor fuerza lo destruimos. Como si nuestro aparente dominio de las cosas escondiera su inminente extinción. En ese tenor, escribo esto a sabiendas de que el amor nada tiene que ver con amor. Más cerca de la ingeniería civil o la aeronáutica que de la poesía, el amor es una disciplina llana que se puede ejercer con la debida certificación de los expertos. Entenderlo, por ello, es una tarea que requiere de una técnica precisa, tangible, que no deje posibilidad a la cavilación especulativa y, mucho menos, a la interpretación. Si el poeta Zaidenwerg (2011: 3) afirma que “lo que el amor les hace a los poetas es atroz”, yo estoy en condiciones de decir justamente lo contrario: los poetas (además de otros descreídos de la rigurosidad) le han hecho un daño atroz al amor, lo han banalizado y puesto como reducto incalculable de la charlatanería.


El amor en realidad es uno sólo, irrepetible y contundente. Es aquél que entre iguales fecunda su semilla también de forma equitativa (en un principio al menos) en los susodichos. Bajo un enfoque rígido y ortodoxo, a nada fuera de este límite, enorme límite por cierto, habrá de llamársele amor por ningún motivo. Y, sin embargo, las sociedades modernas que han tendido a la suavidad de las miradas, al laxamiento de cualquier eje o frontera en donde todo concepto mientras sea políticamente correcto – demagógicamente correcto – es permitido, llaman amor a una cantidad alarmante de relaciones. No hay elementos de comparación, su taxonomía se vuelve francamente imposible y ridícula. Esas otras muchas relaciones que por, quizá pereza, llamamos amor igual que al amor mismo, no deberían contemplarse en este trabajo si quisiéramos ser consecuentes con nuestro propio discurso. Pero no queremos serlo. Por el contrario, lo que buscamos es la blanda perspectiva de la sociedad comodona, la odiosa inclusión que se escuda en el concepto de tolerancia para permitirlo todo. Por ello hemos adjuntado también estas breves disertaciones sobre falsos amores que predominan en las prácticas sentimentales de los ciudadanos del mundo contemporáneo.


Anden, pasen, regocíjense, con la flexible ideología donde nada puede sostenerse por sí mismo, donde el absoluto es un puñado de billetes que pueden comprar cualquier intención. Dense vuelo, a la luz de la inclusión, diciendo que aman.


En la sociedad del simulacro y el engaño, resultaría infinita (un despropósito) la tarea de enunciar siquiera todo cuanto en nombre del amor ha sido trastocado, y malentendido. No es, tampoco, la intención aquí elaborar una sesuda enciclopedia de todo eso; baste decir que los errores de los que a continuación se habla, son aquellos que más morbo o placer nos causan. Porque el amor, aunque poco se ha hablado en este trabajo de ello, está íntimamente relacionado con el placer. En nombre de ello se ha deformado también aquello que se espera que el amor sea y cause. Aunque siempre defenderé el valor del hedonismo, habría que decir que la pobrecita civilización a la que pertenecemos, ha privilegiado un placer facilón que, al alcance de todos, se da por bien servido en la superficie, dejando de lado (u oculto, mejor dicho) aquellos misterios que en la profundidad se aguardan para nosotros.


Esto no quiere ser un canon, ni un juicio de moralidad. No es, mucho menos, un manual. Es un espejo al que invitamos a todo lector, como se invita en bocinas viejas por las calles de los pueblos a los espectáculos de engendros y fenómenos, con la esperanza de que los asistentes puedan hallar en dicho horror algo de su propia hechura.


Es enternecedor ver cómo nos relacionamos con ciertos animales en la cotidianidad de la vida contemporánea. Hemos elaborado un discurso complejísimo que avala, y hasta alienta, la tenencia de animales de compañía a las que llamamos mascotas. Merecería un ensayo aparte dilucidar las razones perversas (porque tienen que serlo) que se ponen de manifiesto en la idea de que la propiedad privada puede y debe abarcar también a otros seres vivos. Pero de todas las atrocidades que comentemos con el resto de la fauna del planeta, la que es quizá más aberrante es la de creer que existe un intercambio sentimental entre ellos y nosotros. Todas las ideas que se han ido sumando a este discurso giran en torno a la justificación de tener a los animales cerca de nosotros configurando su bienestar alrededor de la mirada del humano, con excesos insostenibles que sólo ponen de manifiesto la tirana hegemonía de nuestras acciones. Como la mayoría de los atropellos, éste, está tramposa y delicadamente enmarcado por la idea del amor.


El amor es quizá la invención más interesante de la cultura. Atiende a necesidades importantes en la vida social y responde, de paso, ciertas interrogantes que sobre cuestiones orgánicas especificas nos hacemos como especie. Me atrevería a decir que, de todas las producciones simbólicas de la civilización, es el amor la más importante; por ende, no existe, acorde a esta aseveración, nada más humano que el amor. El buen entendedor habrá previsto ya que no es necesaria mayor explicación del argumento: de ninguna forma, bajo ninguna circunstancia puede existir el amor (entendido como el intercambio significativo de todo lo que anteriormente se ha hablado) entre un hombre y “su” animal. Agregaría que ningún animal puede ser, tampoco, de ninguno de los hombres.


Es quizá el miedo al enfrentamiento con uno mismo, y luego con el otro (que también nos define) el que ha deformado el entendimiento de las relaciones amorosas. Habrá quien defienda, en ese caso, que el amor, al ser una invención cultural, cambie con el tiempo y con la conformación de nuevas sociedades. Esto es también un error. Sería tanto como decir que el soneto, con sus reglas y minucias técnicas, puede cambiar según convenga o se acomode a las modas pasajeras y tendencias que dicten los que en turno deciden. No, la poesía evoluciona y se hace de formas actuales para poder sobrevivir; pero el soneto habrá de ser el mismo así pasen los años.


A los animales se les adquiere en un mercado formal, donde el humano siempre tiene el control de dicho acto. Lo que acontece es en extremo un ardid para que el “amor” que les profesaremos aflore. Se pagaba una cantidad de dinero por adquirir al sujeto del afecto (perro, gato, hurón, perico…) pero el discurso amoroso ha hecho, a últimas fechas, que eso se vea como un acto deleznable, y para tranquilidad de protectores y almas buenas, hoy es mejor visto adoptarlos. Ahí se reproduce inconscientemente el momento cero: el primer encuentro entre uno y el cachorro, donde el supuesto amor nace y reverbera. Se inventan sensaciones para ello, de lo que se sintió al ver los tristes ojos del cachorrillo, o escuchar en lontananza el gorjeo sereno del ave que, a partir de ese día, y hecha esa justificación, nos acompañará en jaulas o en patios malolientes por el resto de su vida. Claro que también existe la variante de las mascotas que dormirán en mullidas almohadas y tapetes de precios incomprensibles, comiendo excelsas mezclas orgánicas, sanas, sabrosísimas, hasta (también) el final de sus días, con ciertas marcas (collares, tatuajes, chips electrónicos incluso) que hagan notar en todo momento y a toda costa que nos pertenecen, pero los amamos.

Les pondremos nombres cada vez más parecidos a los nuestros, con cierta gracia o referencia histórica determinada que ayude al animal a ser sujeto de nuestro afecto. Ese nombre que –si tuviéramos– nunca podríamos usarlo para llamar a nuestras parejas. Tal como las bailarinas exóticas escogen para sus actos nombres ficticios, rimbombantes, nosotros ejercemos el poder enorme de llamar como se nos plazca a esos peludos (o emplumados) seres en los que descargaremos todo el afecto que nos sobra, dándonos coba en el engaño de que eso es amor.


…sonríe con todo el cuerpo, abre la delicatessen de una patada y grita: “¡Alto a la explotación animal!”, “¡Abolición de la esclavitud para los animales!”, y suelta una ráfaga de disparos contra los estantes de comida, los jamones y chorizos que cuelgan de los ganchos, y la “compra” de Laura que descansa sobre el mostrador, tratando en todo momento de no lastimar a los viejos que se tiran al suelo. Laura aprovecha para echarse a la bolsa dos paquetes de tofu y se pone a buscar entre unas cajas de té (Rodríguez Barrón, 2014: 46).


Pero no somos unos manipuladores que abusan de otras especies, no. Con el tiempo hemos desarrollado teorías y métodos que nos ayudan a educarlos de manera amorosa; tendencias psicológicas que revierten el daño provocado, o que ofrecen una alternativa más humana de mirar su comportamiento y sus necesidades (con respecto a lo que nosotros esperamos de ellos), como si eso justamente, lo humano, fuera por encima de cualquier otro criterio el mandante a seguir para todas las especies. Emulando las terapias de pareja que pretenden establecer estándares de lo bueno y malo en el amor, leemos estrategias juiciosas, dedicamos horas a tutoriales y programas donde aprendemos la manera más fácil o práctica de hacer del animal eso que nos vendieron en catálogos de especies domésticas, y que, a toda cosa, vienen a redondear el estilo de vida al que aspiramos, siempre y cuando no cueste más del quince por ciento de nuestro sueldo anual.


Nosotros somos la hidra del cuento. Pero les amamos. Hemos puesto en ellos mucho de nosotros y nuestra cultura, a tal grado que creemos entender cómo piensan, y su porvenir lo hemos ligado al de nosotros. En nombre –falso– del amor, los perpetuamos.


Cerca del aeropuerto de la ciudad vive un hombre que, aparte de ser un hombre inmóvil –en otras palabras un hombre impedido de moverse–, es considerado uno de los mejores entrenadores de Pastor Belga Malinois del país. Comparte la casa con su madre, una hermana, su enfermero-entrenador y treinta Pastor Belga Malinois adiestrados para matar a cualquiera de un solo mordisco en la yugular. No se conocen las razones por las que cuando se ingresa en la habitación donde aquel hombre pasa los días recluido, algunos visitantes intuyen una atmósfera que guarda relación con lo que podría considerarse el futuro de América Latina (Bellatin, 2003: 119).


 

Referencias


Bellatin, Mario (2003). Perros Héroes. México: Alfaguara.

Rodríguez Barrón, Daniel (2014). La soledad de los animales. México: La Cifra Editorial.

Zaidenwerg, Ezequiel (2011). La lírica está muerta. Bahía Blanca : Vox Senda.

 

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