De este lado del mar: consideraciones lingüístico-políticas en torno a la Torre de Babel
Una introducción necesaria
Antes del 12 de octubre de 1492, el Diario de a bordo de Cristóbal Colón (1985) se inclina por un solo sentido: la vista. Es entendible: el mar que lo rodeaban solamente le decía algo a los ojos, pues esa extensión azulada que se extendía como un campo era tan insondable como misteriosa. Era una mancha azul primitiva que escondía pasajes innumerables y tal vez secretos incomunicables. La perfidia de sus mareas, los señuelos de alguna destrucción anunciada: el mar, crueldad ilegible. Tal vez por eso Colón se dedica a verlo y a contemplarlo a lo largo de la primera parte de su Diario: porque no sabía si alguna vez vería un guiño insular, acaso la sonrisa de algún archipiélago o simplemente la extensión macabra interminable de sus horizontes acuáticos.
¿Y más allá del mar? ¿Qué es lo que había? ¿Un comercio sin límites? ¿Nuevas posesiones? ¿Descubrimientos inenarrables? ¿Lenguas extrañas que el Almirante no conocía pero que suponía hablarían sus habitantes? ¿Es por esto último que Cristóbal Colón llevaba a Luis de Torres quien, -de acuerdo a Dora Pellicer (2010, 625)-, hablaba hebreo, árabe y caldeo?
Este ensayo llega con Cristóbal Colón a América pero pronto se desdobla y se multiplica. Toma posesión, junto con el Almirante, de las tierras de los indígenas y se adentra con Hernán Cortés y la Corona en ese vasto territorio inexplorado lleno de señales atávicas, signos propiciatorios y las claves anegadas de haber encontrado algo nuevo. Son inimaginables las consecuencias de ese primer contacto como para apuntarlas todas aunque se pretenda unirlas bajo un trasfondo común. ¿Y es que no es todo ejercicio crítico precisamente esto: un plexo reticular que se expande por todas las ramas posibles? Este texto busca preguntar, ante todo, y responder, aunque sea misión febril y compleja, a una pregunta: ¿Cuál es -y más importante: porque- la ideología que subyace detrás del celo lingüístico por homogeneizar las lenguas -las lenguas indígenas en la Nueva España durante la Conquista? Pido que el lector me acompañe con esto en mente: este texto puede estar dirigido a un aspecto específico -la lengua- de la constitución de un estado históricamente específico, pero bien puede ampliarse a otros sectores. Si utilizo la lengua para explicar la ideología que subyace -es decir, el etnocidio[1]- profunda y provocativa en el Estado Occidental es porque cada dispositivo estatal -economía, cultura, política, sociedad, territorio- tiene su propia historia y una manera de ser contada.
Para vincular los discursos de lengua y poder utilizo al antropólogo francés Pierre Clastres y me adentro en sus ideas respecto a las sociedades sin Estado y sus múltiples, originales secretos. Propongo que la memoria y la ordenación de los mitos en las sociedades pre-estatales pudieron ser una de las causas -no la única- de la aparición del Estado. Enlazo este discurso con la Cédula Real de 1770 la cual ordena que el español será la única lengua oficial en las coloniales españolas de América. El mito de la Torre de Babel se encuentra en el fondo de esta Cédula y su recuerdo prístino y original de un mundo ordenado puede ser una de las razones por las que llevó al Rey a su establecimiento. Una miríada de discursos se entrelazan: no busco sorprender a nadie con una respuesta unívoca -no se podría- ya que la Cédula Real es un artefacto histórico determinado y bombardeado por múltiples fenómenos.
Este ensayo es, pues, un susurro en medio del vozarrón que es la Historia.
Breve historia de lo que ya sabemos
Comenzaré esta historia con la lengua en la que fue pensada e imaginada una de las novelas -cuatrocientos años de tradición crítica han hecho de Don Quijote de la Mancha un inspirador cenáculo de lectores[2] - más importantes que jamás se han escrito en la historia de la humanidad y que representó una revolución literaria, artística y epistemológica sin precedentes. La fuerza del español en muchas obras literarias es tal que si La Mancha se construyó desde el español, Macondo adquirió estatus de realidad gracias a ello.
Una lengua no solamente imagina mundos sino también determina continentes: América nació con el español, el cual entró, en un principio, por motivos de evangelización. Claudia Parodi (2010: 330-331) recuerda que durante la Colonia la política lingüística de la Corona respecto a las lenguas indígenas fue contradictoria. Dado que las autoridades eclesiásticas prefirieron evangelizar en las lenguas vernáculas la decisión de la Corona se encaminó, en un primer momento, en ese mismo sentido. No sería sino hasta 1770 cuando se decidió extender, ya definitivamente, el español. Juan R. Lodares (2006: 2236) cree que esta legislación tan contradictoria se debió a los intereses de distintos grupos sociales o “estamentos comprometidos” al interior del gobierno y de “explotación de recursos indianos”.
La cuestión de las políticas para controlar las lenguas no es nueva. Los hombres, cuyas construcciones humanas siempre han merecido ser el centro del universo, difieren de otras especies por los contenidos que generamos y por las formas en que esos contenidos revelan un estado del mundo, una estructura del cosmos o el levantamiento de imperios basados en supremacías históricamente relevantes para cierto grupo. Entre esas supremacías, la lengua ocupa un lugar preeminente para la construcción de un sentido de pertenencia:
Como ha indicado Hobsbawm, el proceso de unificación que entraña el desarrollo nacional implica la homogeneización de la ciudadanía, es decir, la reducción al mínimo de las diferencias internas: las particularidades individuales y locales deben quedar subordinadas (y si es necesario sacrificadas incluso) a la identidad colectiva. A partir del Romanticismo, (…), la lengua tiende a concebirse como la encarnación del Volksgeist y por lo tanto como instrumento preferido por los nacionalismos para construir la identidad del grupo (Del Valle y Stheeman, 2004: 25).
No solamente con la lengua logramos encauzar ciertos proyectos. Los seres humanos cambiamos la morfología y la semántica del paisaje natural a través de técnicas de construcción que lo renuevan. La tradición modificadora tiene que ver con una manera del mundo y un fervor acomodaticio de la realidad a nuestro ser. El legado del hombre es una hipérbole deformada de la Naturaleza. Algunas tradiciones han sido más enfáticas que otras respecto a este tema.
Edmundo O’Gorman dice que a “la hostilidad” entre Inglaterra y España en los siglos XVI y XVII se le sumaron dos modos distintos de ver el mundo. Modernidad y tradición, respectivamente. Mientras que el “programa inglés” buscaba reformar el “ambiente natural” para que el hombre pudiera aprovecharse de él, el programa ibérico, en cambio, creí que la empresa de “transformar la naturaleza” era un “acto de soberbia” (O’Gorman, 1977: 7-8).
La visión inglesa era una traducción moderna de la religión; la ibérica, el respeto a un pasado adánico que nadie había visto pero que acaso todos añoraban. Este supuesto respeto absoluto a la Naturaleza tiene que matizarse: esta concepción de España no era absoluta, pues recordemos que en ese momento
…Europa, Occidente, vivía su secular transición al capitalismo y emprendía una inédita expansión al conjunto del planeta, que determinó una tendencia a la unificación biológica, económica y cultura global (Martínez, 1993: 16).
Mientras que los ingleses tenían la vista puesta en el camino que se les presentaba, España quizá quería demostrar que había una forma más o menos cauta de ser imperio: abrevarse del pasado, especialmente de ese de la Reconquista que, irónicamente, al tratar de unir a la España católica contra el musulmán, la dividió.
La gran nobleza acentúa su poder como resultado de retener el territorio arrebatado a los árabes. En este sentido, la guerra de Reconquista no integra, sino que constituye la simiente de una España fragmentada en la que, si bien alianzas políticas posteriores en un largo y conflictivo proceso histórico acabarán por conformar un Estado unificado, no impedirán el acendrado espíritu regionalista que hasta el día de hoy es característico de sus provincias (Bogard, 2010: 211).
Como Bogard más adelante dirá, el español que va al “Nuevo Mundo” es el español armado de la Reconquista: el espíritu de avanzar sobre el territorio que les correspondía parecía que lo concebían como una prueba de Dios y no como un proceso histórico de expansión y migración que debía ser detenido por cuestiones diversas. Es decir, y como dice Bogard (2010: 211), que el motivo político de la Reconquista estaba vinculado a una visión religiosa del mundo.
Había en la mente española una especie de vicariato mesiánico que enlazaba religión e Historia, una especie de providencia divina animaba el espíritu conquistador español. El propio Colón quiso darle al año de 1492 una “coherencia ideológica”, como lo ha llamado Margarita Zamora (1993: 32-34), al mencionar múltiples veces, en el prólogo a su Diario, el año 1492 junto con errores históricos tan obvios[3] que se llega a pensar que estos son intencionados:
Pero la repetición (repetitio) del año 1492 (“éste presente año de 1492,” “del mesmo año de 1492,” “a tres días el mes de agosto del dicho año”), el mes “a dos días del mes de enero,” “en aquel presente mes,” “en el mismo mes de enero”), y el lugar (“en la muy grande çiudad de Granada,” “en las torres de la Alfambra, que es la fortaleza de la dicha ciudad,” “y partí yo de la ciudad de Granada”) sugiere que la ilusión literaria de coincidencia (es decir, en el mismo tiempo y en el mismo lugar), y no la exactitud histórica, era lo que el autor buscaba crear.
Según Zamora, Cristóbal Colón, con estos errores, buscaba poner estos errores históricos como parte de un “todo más grande”. Es decir,
…la misión evangélica considerada un deber fundamental de todos los Cristianos bajo el catolicismo ecuménico militante que inspiró las Cruzadas, la Reconquista y la expulsión de elementos heterodoxos de la comunidad Cristiana. En el siglo XV los reinos unidos de Castilla y Aragón eran la vanguardia de esa misión.
Bajo el lente de la religión todo parecía escapar a cualquier determinación humana y entrar, de lleno, en el rellano sagrado del destino divino. Por supuesto, no todos los españoles podrían estar interesados en expulsar al infiel de sus tierras. Bogard dice que especialmente aquellos alejados de los estamentos del poder político y religioso serían los que podían convivir con el enemigo e incluso “darle la espalda a sus correligionarios”. Recordemos que en Don Quijote de la Mancha es el caballero andante quien, ante el estupor de Sancho por la palabra albogues, y con la familiaridad que provoca la cercanía, es el que da una lección de lingüística diciendo que todas las palabras que empiezan con al son de origen morisco (Cervantes, 2008: 1062).
Pero, ¿quiénes eran esos hombres que decidieron emprender la Conquista de un territorio inexplorado, naturalmente inescrutable, una especie de Vacío Histórico[4] que tenía que ser llenado?
Por su parte, la pequeña nobleza -infanzones y caballeros-, más numerosa y mucho menos rica, representó el apoyo más efectivo en el campo de batalla, en el que encontró su razón social de ser. Como clase, atrajo a los excluidos por los mayorazgos, es decir, a los “segundones” de las grandes familias, y se convirtió en la base de los ejércitos del rey y de la gran nobleza. Éste es el grupo que habrá de llevar a efecto la conquista del Nuevo Mundo (Zamora, 1993).
Confiados por este triunfo sobre el infiel, la Conquista de América no sería otra cosa más que otro brazo glorioso de ese proceso, únicamente separado por la mancha azul que de ninguna manera se convirtió en un obstáculo sino en un reto que tenía que ser superado. Cuando el indígena fue finalmente aplastado bajo la técnica armamentista superior del español y la cruz santa de Jesucristo, el peninsular utilizó sus dos armas predilectas.
Los europeos descubrieron el continente americano, pero los pueblos indígenas de las Américas también descubrieron a los europeos, preguntándose si estos hombres blancos barbados eran dioses o mortales, y si eran tan piadosos como lo proclamaban sus cruces, o tan despiadados como lo demostraron sus espadas (Fuentes, 2010: 108-109).
Sergio González Rodríguez demuestra que esto se debió a la recepción -quizá un tanto alucinatoria y exagerada- de los relatos que se traían de América. A partir de ellos “se concluyó” que esos pueblos eran “paganos, idólatras, demoniacos, espectrales y perversos[5]”. Como más adelante expondremos, se buscaron explicaciones para integrar al mundo indígena al proceso religioso occidental; por lo mismo, “…la Conquista y la Colonia no fueron tanto procesos de aculturación sino de occidentalización; no se rigieron por imperativos locales sino por obediencias de dominio de la historia europea” (González Rodríguez, 1993: 241).
La dominación de los seres humanos por otros se relaciona con la extrañeza antropológica de culturas que chocan con nuestro aparato cultural preexistente. No es ninguna sorpresa, entonces, lo que dice Edmundo O’Gorman (1977: 4-5) acerca del descubrimiento de América:
El indígena -pese a sus logros que, en opinión de algunos, cumplían los requisitos aristotélicos de la sociedad civil perfecta- fue conceptuado, en definitiva, como una realidad histórica en estado de mera potencia que debería actualizarse mediante la incorporación del indio a la cultura europea y en todo caso, al cristianismo. Soslayada de ese modo la singularidad moral autóctona del continente americano, quedó éste entendido como una ampliación del escenario histórico de la cultura europea…[6]
Se interpone la visión de la Historia como unívoca: una misma corriente que fluye a través de todo el orbe, indisociable de una historia común, patria de todos, descanso compartido. Al indígena había que meterlo de lleno al escenario católico europeo para entenderlo bajo conceptos religiosos y culturales pero también en el escenario social para dominarlo. El mundo indígena formaba parte de la historia europea.
Para poder empezar a calibrar lo que supuso ese primer contacto, hay que recordar lo que escribió Stephen Greenblatt (1991: 54), respecto a que si bien era cierto que lo europeos habían tenido contactos con otras culturas antes del descubrimiento de América.
Virtualmente todos los encuentros pasados entre europeos y otras culturas tomaron lugar entre fronteras que eran, hasta cierto punto, aunque pequeñas, también porosas; esto significa que todos los encuentros previos habían sido hasta cierto punto, aunque pequeños, anticipados.
Más adelante Greenblatt (1991: 55) irá otra vez sobre este punto para reforzar la idea de que ese encuentro había sido único en la Historia, debido, entre otras cosas, a la distancia del viaje y a la “absoluta ignorancia de las culturas de los habitantes, lenguajes, organización sociopolítica y creencias…”.
¿Cómo concebir a ese Otro aislado, marginal, arcano humano que tenía que ser descifrado bajo el lenguaje europeo? Conquistados y conquistadores se encontraron en un abismo cultural que fue llenado con sangre, dominación y catolicismo.
En lo que nos importa, y para finales del siglo XVII, se veía ya que la política de preeminencia del español sobre el indígena daba bandazos de incertidumbre y división. Es decir, Cristo hablaba español y no había sido derrotado sino camuflado, metido a escondidas entre los ropajes auténticos de dioses antiguos.
Las utopías del imperio
El lenguaje es la manera en que las cosas de la realidad cobran sentido. Sin él, nuestra percepción del mundo se limitaría a señalarlas. Este eco, encontrado en las primeras páginas de Cien años de soledad del escritor colombiano Gabriel García Márquez, es motivo suficiente para celebrarlo. El orgullo regionalista de escritores que han revolucionado sus comunidades encuentra un eco superior por el idioma en el que dichas obras fueron escritas originalmente. Y es que un lenguaje, además de sus posibilidades de comunicación, es un instrumento esencial en la construcción de cosmovisiones. Cualquier lengua es una forma del mundo. Las metáforas de los antiguos por explicar nuestros orígenes no deben ser olvidadas por el simple hecho de poseer telescopios y teorías robustas que nos colocan como una mancha con suerte dentro de un Universo inexplicable. Mismo principio se podría aplicar a Los nueve libros de la Historia de Herodoto que, no por contener algunos pasajes inverosímiles, deben ser desechados de un plumazo. La importancia de los que nos antecedieron radica en su función catalizadora de ideas y correctora de las mismas. Trabajamos sobre hipótesis construidas y no sobre trayectorias sociales, históricas o filosóficas vírgenes e impolutas. Es decir: somos los residuos de la Historia que hemos construido por medio de representaciones que a cada rato nos acechan.
Las representaciones que tenemos del mundo exterior en el cerebro son construcciones del cerebro. Estimulado por los impulsos y las percepciones difusas, el cerebro produce “construcciones de la realidad (Zimmermman, 2008: 23).
Nuestro mundo humano, construido por humanos, necesariamente se compone de los impulsos que nos determinan. No puede ser de otro modo. Expandir la realidad y nombrarla es tarea de las artes. Estamos determinados por taras imposibles de negar.
El mundo de la percepción está construido en un sentido no trivial, ya que el ser humano descompone y divide los acontecimientos del mundo exterior en acontecimientos elementales y los recompone según criterios genéticos así como según reglas de experiencias personales[7].
En este artículo Zimmermann (2008: 25) explica cómo es que cada cerebro elabora una especie de realidad acorde al individuo (los procesos emocionales por los que cada ser humano pasa son únicos; espoleados, además, por experiencias personales) y que “no debemos creer que el mismo objeto produce la misma construcción en dos cerebros diferentes por el mismo objeto”. Esto no significa que la comunicación sea inviable, ni mucho menos, pues nuestras “construcciones individuales” se reafirman cada vez que las aplicamos al mundo físico, común a todos. Este proceso, que Zimmermann llama viabilización es un proceso de prueba y error. Nuestra lengua funciona porque aplicamos a la realidad un rasero similar de construcciones que, apoyadas por todos, permiten que nuestra comunicación se vuelva una herramienta eficaz o, al menos, no completamente inútil.
Los seres humanos, (…) tienen la impresión de que existe una transmisión de significados y comprensión cuando se comunican y que tienen lo que llamamos comúnmente un “código común” (lengua). Pero desde el punto de vista neurobiológico la comunicación no debe concebirse como la transferencia de significados idénticos, sino como “construcción mutua y paralela de significados entre dos o más interlocutores”[8].
La lengua es una construcción humana y como tal se comporta: refleja vaivenes históricos, victorias o derrotas culturales y conquista espacios para expresarse. La lengua también es constructora de identidad. Con esto en mente, el degradar una lengua es también el rebajar una identidad, convertirla en un amasijo de experiencias que no vale la pena indagar. ¿De dónde viene este ataque frontal a las lenguas, a los pueblos, a otras formas de cultura? Principalmente, de la manera de ser del Hombre: una especie que debido a ciertas particularidades históricas y a cierto desarrollo biológico-cerebral
…la percepción misma no es neutral, sino que está guiada por la aplicación del fenómeno de relevancia antropocéntrica y egocéntrica (yo diría también que etno-y sociocéntrica) y es selectiva (Zimmermann, 2008: 24).
Es precisamente esta “relevancia etnocéntrica” la que ha construido a su alrededor un único tipo de sociedad: la sociedad con Estado. La democracia y los estados modernos nos han hecho el favor de hacernos iguales, abstractos e irónicamente multi estereotipados. Hoy, más que nunca, el ser humano carga consigo una cantidad sorprendente de adjetivos y la cultura occidental reinante parece regodearse en encontrar tags político y socioculturales ultra contemporáneos -azuzados por la mercadotecnia y su obsesión por encontrar mercados- para acentuar las diferencias que terminan por hacernos iguales, pues señalarlas es la manera de tragar la rutina enajenante de marcas, programas de televisión y el deporte como una manera de regresar a un estado de cosas en donde se avanza hacia algo, es decir, a un marcador, a una final, a una copa. El deporte enajena a tantos porque permite una conclusión dentro de un mundo en constante renovación. Hace falta una cultura que vuelva a pensar lo humano.
Vivimos en una cultura etnocida que se vuelve contra nosotros mismos al utilizar nuestra unicidad para dictaminar nuestro presente dentro del propio sistema y, al final, comerse a sí mismo para vomitar algo nuevo, aunque reciclado. El espíritu etnocida no busca destruir sino problematizar lo diferente y convertirlo en algo utilizable.
Pierre Clastres (1981: 58), el antropólogo francés autor de las Investigaciones en antropología política escribió:
Para ilustrar con algunos ejemplos este rasgo cultural recordaremos que los indios Guaraníes se llaman Ava, que significa los “Hombres”; que los Guayaki dice que son Aché, las “Personas”; que los Waika de Venezuela se proclaman Yanomami, la “Gente”; que los Esquimales son los Innuit, los “Hombres”. Se podría alargar indefinidamente la lista de estos nombres propios que componen un diccionario de todas las palabras con el mismo sentido: hombres. Por el contrario, cada sociedad designa sistemáticamente a sus vecinos con nombres peyorativos, cargados de desprecio, injuriantes.
La característica cultural más importante de cualquier comunidad humana es la autoafirmación del ser Uno contra ser Otro. Si esto es cierto entonces las identidades que nos creamos a nosotros mismos y a los demás no son más que construcciones que perviven debido a un exceso de autoafirmación e individualidad. Lo que ha logrado el Estado, entonces, es tratar de eliminar esta glorificación mediante decretos, leyes, sentencias judiciales, etcétera. La convivencia logra que se niegue la negación del Otro y, a través de la democratización de los gustos por medio de una cultura que comienza a visualizar a otras culturas por medio de pantallas que ofrecen vistazos turísticos a cosmovisiones milenarias, hemos conseguido -al menos en una parte del mundo- un consenso lo suficientemente amplio como para tratar de integrar a todas las comunidades al espíritu moderno de Occidente y su Técnica.
Esta autoafirmación -etnocentrismo- no es exclusivo de Occidente sino de cualquier tipo de cultura. Lo que Pierre Clastres (1981: 59)viene a decir es que “si bien es cierto que toda cultura es etnocéntrica, sólo la occidental es etnocida”. A Pierre Clastres le interesaba, entre cosas, la pregunta de cómo las sociedades primitivas evitaban la aparición del Estado. No eran sociedades sin Estado sino sociedades contra el Estado. Lo primero supone una especie de “atraso” político; lo segundo, una actividad tendiente a evitarlo. ¿Cómo es que las sociedades primitivas conjuraban su llegada? Entre otras cosas, por medio de la guerra: para el antropólogo francés la sociedad primitiva es una comunidad no dividida en donde lo centrífugo juega un papel fundamental.
Es la guerra, como verdad de las relaciones entre las comunidades, como principal medio sociológico de promover la fuerza centrífuga de dispersión contra la fuerza centrípeta de unificación. La máquina de guerra es el motor de la máquina social, el ser social primitivo se funda íntegramente en la guerra, la sociedad primitiva no puede subsistir sin ella. Cuanto mayor es la envergadura de la guerra, menor es la unificación, y el mejor enemigo del Estado es la guerra. La sociedad primitiva es una sociedad contra el Estado en tanto es sociedad-para-la-guerra (Clastres, 1981: 215).
En otro momento, Clastres (1981: 60) apunta que:
El Estado se pretende y se autoproclama centro de la sociedad, el todo del cuerpo social, el señor absoluto de los diversos órganos de ese cuerpo. Se descubre así, en el corazón mismo de la sustancia de Estado, la potencia actuante de lo Uno, la vocación de negación de lo múltiple, el horror a la diferencia.
Además de estos dos requerimientos Clastres agrega que la verdadera diferencia entre Estados bárbaros y Estados Occidentales es que en estos últimos la capacidad etnocida no tiene límites pues su régimen de producción económico no tiene límites, es infinito, todo lo utiliza, todo lo aplana, todo lo contiene.
Razas, sociedades, individuos, espacio, naturaleza, mares, bosques, subsuelo: todo es útil, todo debe ser utilizado, todo de ser productivo, ganado para una productividad llevada a su máxima intensidad (Clastres, 1981: 63).
Clastres pone como ejemplo el caso del estado francés, en donde después de la Revolución francesa, las particularidades tradicionales de cada una de las provincias fueron sustituidas por “la distribución abstracta en departamentos, apta para quebrar toda referencia a particularismo locales… (Clastres, 1981: 61)”. Las lenguas tradicionales se vieron afectadas por este aplanamiento.
Si el horror a la diferencia ontológica proviene de una visión etnocéntrica que los hombres han construido, el terror a la diferencia lingüística, en nuestro caso, proviene de una visión religiosa mal entendida[9] cuya génesis bíblica traza sus horizontes hasta el mito de Babel. Klaus Zimmermann (1999: 27) revisita Babel -siguiendo la versión de la Biblia de Casidoro de Reina y revisada por Cipriano de Valera- y establece que
La alta torre como marca visible de orientación y al mismo tiempo como producto de un logro extraordinario se tiene que interpretar entonces a partir de su función para el propio grupo, es decir, como símbolo de identidad, que tiene como efecto sentimientos de cohesión social. La reacción de Dios a este deseo toma en cuenta solamente el aspecto del esparcimiento, mientras que el deseo de evitar el esparcimiento precisamente se transforma en lo contrario: “…y desde allí los esparció sobre la faz de la tierra.
Sin embargo, en cuanto a la confusión lingüística Zimmermann no encuentra en ningún lado que sea algo negativo, pues en el texto “no se utiliza ningún concepto relacionado con castigo” y que solamente por una cuestión de significado es posible inferir, narrativamente, que lo negativo se encuentra en la representación de ciertas situaciones, a saber, “no dejarán de hacer todo lo que se habían propuesto hacer”, y “confundir las lenguas” y “desparcirse sobre la faz de la tierra[10]”.
Si el monolingüismo no es una falta, entonces, ¿por qué cambiarlo? Precisamente porque algo en la construcción de la Torre no le gustó a Dios. Esto, sin embargo, nada tiene que ver con el idioma que se hablaba o los idiomas que se hablaron después, sino quizá con lo que la Torre representaba para Dios. Es decir, el plurilingüismo en la Biblia no es un castigo sino simplemente un impedimento. El castigo de Dios no era lingüístico sino acaso moral, relacionado con algún pecado.
De este lado del mar llegó, tarde o temprano, esta interpretación malentendida del mito de Babel. Miguel Cabello Balboa, un sacerdote que llegó a las Indias en 1566, y que se encargó de pacificar esclavos y mulatos en Ecuador, escribió dos textos importantes que nos sirven de contexto: la Miscelánea Antártica y Verdadera descripción y relación larga de la provincia de Las Esmeraldas. En una de sus expediciones Cabello negoció con Alonso de Illescas, un ex esclavo que prometió someterse -él y otros- pacíficamente. Cabello esperaría pero nunca llegarían aquellos “bárbaros infieles”. Mientras esperaba, el sacerdote tradujo el salmo 137 que adaptaría a su realidad americana. Escribe Paul Firbas (2013: 143-144):
América “naturalmente” recuerda el caos babilónico y (a) la Torre de Babel, dos imágenes de extraordinaria importancia en el contexto del poliglotismo extremo de las colonias. Los cronistas de las Indias usaron repetidamente la imagen de Babel para ilustrar la condición lingüística y moral del mundo indígena y posicionaron a los cristianos como la encarnación del evangelio unificador.
Además,
Cabello describe Babilonia como “la madre de la confusión, un monstruo que dio luz a abominaciones monstruosas”. Además de castigar a la humanidad al quitarle su lengua maternal e imponer la fragmentación lingüística, Dios castigó a la humanidad al remover la memoria de las letras, un conocimiento otorgado desde tiempos de Adán (…) aquí Cabello tenía un propósito específico en mente: él pretendía interpretar la ausencia o amnesia de las letras entre los nativos de Perú por medio de una interpretación sagrada de la Historia Judeo-Cristiana.
¿Por qué es relevante para nuestro estudio este galimatías semántico bíblico? Porque el decreto que comienza con el etnocidio lingüístico americano -es decir, la Cédula Real de 1770- se apoya en este mito para legitimar su decisión. Es decir: la españolización lingüística de América, siguiendo a Zimmermann, está basada en una interpretación errónea de la Biblia.
El nacimiento de esta orden real tiene una ideología que la respalda y que se relaciona directamente con la forma de ser etnocida: me refiero al regalismo, una nueva forma de mirarle la cara al poder, los tentáculos que ya no vacilan en succionar lo que es suyo: espejo que es anterior al súbdito y en donde éste debía de mirar al padre -el Rey- que lo cuidaría y lo protegería desde antes y para siempre. Se comienzan a borrar las fronteras entre lo público y lo privado y el cuerpo comienza a ser sujeto de extorsión real, lo que antes le pertenecía a Dios y a la iglesia, ahora al Rey y a su poder. Si el cuerpo podía ser objeto de reproche regio, la lengua también podía ser dirigida. Lo que importa ya no es el número de cuerpos sino la cantidad de lugares en donde los súbditos pueden ser controlados. Esta forma de ver el poder[11] llevó a Carlos III[12] a decidirse a extender el español en sus colonias americanas.
Solo desde 1770 (…) puede hablarse de una legislación decididamente encaminada hacia la extensión del español, sin los vaivenes de épocas precedentes. La legislación pro-español de los años de Carlos III (…) tiene, sin embargo, una explicación clara: independientemente de las razones económicas del momento, relacionadas con los decretos de libre comercio, la corona decide superar la etapa de vicariato, es decir, de sumisión de la empresa evangelizadora americana a la autoridad papal y promover el regalismo, o sea el reforzamiento de la autoridad regia en los asuntos eclesiales (Lodares, 2006: 2235).
Alberto Medina (2013) establece una relación entre la creación de la Real Academia Española (RAE) fundada en 1713 y el regalismo, en donde gracias a la intervención de Juan Manuel Fernández Pacheco, Marqués de Villena y su mano derecha, el abogado Melchor de Macanaz, la RAE nació en medio de una lucha política en donde la iglesia buscaba mantener sus cotos y la nueva corriente política, surgida del absolutismo francés, que buscaba aumentar los suyos. Fue en las tertulias organizadas por el marqués de Villena en donde surgiría la idea de crear la RAE. El equipo regalista quería del marqués una participación más explícita pero éste, enfermo después de años de prisión, decidió apoyar la causa pero desde el lenguaje.
Su proyecto de institucionalizar el lenguaje través de la RAE serviría a la causa, no al nivel de una intervención política directa y explícita sino más bien como una manera de extender la sujeción política a procesos de interpelación y construcción de identidad como el caso del propio lenguaje (Medina, 2013: 84).
Institucionalizar un lenguaje es una forma de ordenación y control. Dispersa el caos y le da coherencia semántica: lo contrario al mito de la Torre de Babel. José J. Gómez Asencio (2011: 46) al comentar diversos aspectos de la primera Gramática de la RAE -publicada en 1771- escribe:
Los académicos gramáticos de 1771 fueron conscientes del poder y prestigio a los que se accede por medio de la corrección gramatical y la adecuación lingüística; y, fieles a uno de los ideales de la Ilustración, abogaron por un tipo de igualación socio-cultural para la cual la gramática era instrumento de primer orden….
Ahí está la ilusión etnocida: igualación, adecuación, corrección. La lengua se convertiría en uno de los aspectos etnocitarios que había que controlar para empezar a soñar en un nuevo orden y en un nuevo mundo imperial más coherente, menos extraño y, por supuesto, más español.
Etnocidio y Occidente: la sangre compartida.
Hasta ahora hemos adelantado la idea de que existe una relación entre la forma de ser etnocida y la Cédula Real de 1770 que busca extender el español en las colonias americanas. Veamos ahora qué es lo que sustenta al etnocidio como idea y cómo ésta idea está presente en los instrumentos reales para expandir el español.
Antes que nada, recordemos que Pierre Clastres se preguntaba la razón -junto a La Boétie- de por qué el Estado había surgido en primer lugar. Escribió el joven La Boétie (1975: 42) en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria:
¡Pero oh buen Señor! ¿Qué extraño fenómeno es éste? ¿Qué nombre le daremos? ¿Cuál es la naturaleza de esta desgracia? ¿Qué vicio es éste o, más bien, qué degradación? ¿El ver a una gran multitud de gente no solo obedeciendo sino conducida a servir? ¿No gobernados sino tiranizados?
Lo que Pierre Clastres admiró de La Bóetie es que éste se salía de la Historia y concebía el inicio de la división y de la dominación como un momento históricamente determinado. Clastres entendió esto muy bien así como los mecanismos por medio de los cuales las sociedades primitivas -o sociedades sin Estado- conjuraban la aparición del Estado.
1) En primer lugar, estas sociedades evitaban los excedentes en la producción. Se trataban, pues, no de sociedades miserables sino que producían lo mínimo para dedicarse a otras cosas[13]. Si no se generaba excedente era porque “no había poder político externo al cuerpo comunitario que forzara tal actividad” (Barros, 2013: 124-125).
2) En la sociedad primitiva, el poder y la política son usados contra el Estado, para evitar su aparición. La sociedad primitiva es Una e Indivisa porque así lo quiere. Los primitivos sabían que si no conjuraban la aparición del Estado el surgimiento de las desigualdades era inevitable:
El esfuerzo de los pueblos Clastres estaba, según él, dirigido a impedir precisamente el surgimiento de ese poder diferenciador, ya que el poder no surge de la interacción entre diferencias, sino que las origina. El poder político es la matriz de todas las diferencias (Barros, 2013: 126).
3) La guerra en la sociedad primitiva contribuía a conjurar el Estado debido a su poder unificador de la sociedad: se guerreaba contra el Otro para firmar lo Uno, la sociedad indivisa.
Los mecanismos contra el Estado estaban claros para nuestro antropólogo francés, no así los motivos de su aparición. ¿Cómo empezar a teorizar acerca de algo que difícilmente podemos ver y que Occidente había decidido ignorar por este impulso hacia adelante que siempre lo oxigena? Aun así, Pierre Clastres lo intentó: desde una explicación demográfica hasta una explicación económica (Moyn, 2004: 55-60), nunca sabremos realmente adónde hubiera llegado Clastres de no ser por su trágica y prematura muerte. De esta manera el antropólogo francés introducía en el pensamiento político occidental una ruptura fascinante que ponía a temblar las visiones mecanicistas de la Historia como un impulso siempre hacia adelante cuyo resultado inevitable era el Estado. Quizá el propio Clastres avizoraba esta revolución intelectual cuando escribió:
Por lo tanto sería necesario invertir resueltamente la idea de Durkheim (o sea colocarla de pie), para quien el poder político presuponía la diferenciación social: ¿No es acaso el poder político lo que constituye la diferencia absoluta de la sociedad? ¿No estriba ahí la escisión radical en tanto que raíz de lo social, la ruptura inaugural de todo movimiento y de toda historia, el desdoblamiento original como matriz de todas las diferencias? Se trata desde luego de revolución copérnica (Clastres, 1978: 24).
Con Pierre Clastres a nuestro lado tenemos que seguir y enlazar los dos discursos que animan este trabajo, es decir: el etnocidio y la conquista española de América. Diremos ahora que una vez instalados en la órbita de regalismo e institucionalización lingüística que ya describimos líneas más arriba, se dio la orden, en 1770, de extender el español en las colonias americanas. Que la conquista española en México supuso un etnocidio lingüístico y que, como dice Pierre Clastres, todo estado es etnocéntrico pero solo el Occidental es etnocida, es claro, sin embargo, hay que añadir que todo estado es etnocida hasta que cobra conciencia de ello, como en nuestro caso. Irónicamente, no hay estado etnocida que no sepa que lo es porque toda su determinación se enfoca en aplastar a lo Otro y apropiárselo.
Esta toma de conciencia es inevitable y etnocida, pues el Estado adopta el término y lo amolda a la realidad histórica que, no importa cuál sea, la culpabiliza de su imperfección y busca arreglarla. El etnocidio es lo único dentro del Estado etnocida que se permite ser diferente, pues es el inicio de “esa potencia actuante de lo Uno” (Clastres, 1981: 60) y solo en ese sentido el etnocidio escapa a su propia determinación como máquina que todo lo aplasta.
¿Qué significa esto? Que el etnocidio puede pensarse separado del Estado como una categoría autónoma, que no depende de una estructura estatal para manifestarse. Esto es así porque el etnocidio siempre ha estado ahí, independiente del Estado: no es inherente a la Historia del hombre sino a la constitución natural de éste como ser que se autodenomina Uno. El etnocidio utiliza al Estado porque sus procedimientos técnico-administrativos le permiten presentarse con más facilidad y por ello su manifestación es inherente al Estado aunque no empiece con él: parientes, pero no gemelos. Quizá por eso Pierre Clastres o los antropólogos reunidos por Robert Jaulin en El etnocidio a través de las Américas lo pudieron ver con tanta facilidad aplicado a las comunidades indígenas y su destrucción, ya que el etnocidio presenta su cara más explosiva mediante lo estatal y el poder. Daremos un paso más adelante que nuestro antropólogo francés: no es que el hombre primitivo supiera de antemano que el etnocidio fuera posible, sino que junto al Estado la sociedad primitiva también conjuraba sus efectos: desigualdad, división, etnocidio. No hablamos de una función profética o cuasi profética del hombre primitivo sino del temor esencial a ver lo que había más allá: sabía el hombre primitivo que la aparición del Estado detonaría una serie de consecuencias terribles.
El Estado Occidental, pues, expresa el etnocidio en su seno. El Salvaje entiende que con la aparición del Estado no solamente surge la desigualdad sino una serie de efectos indeseables. El germen del etnocidio es acaso transhistórico aunque siempre abortado; el etnocidio en su praxis es Occidental. En las sociedades primitivas, el hecho de que la tribu se afirme en su ser no significa que eso implique la negación de la otra tribu: al contrario, la reafirma al grado de rechazarla. Este rechazo no es instrumental, ni programático sino cultural. La tribu lo usa para reconocerse a sí misma: es el espejo deformado de su propia humanidad. A la pregunta de porque surgió el Estado hay que añadir la de porque Occidente le teme tanto a la diferencia si al interior la reafirma bajo productos individualizados e hiper personalizados. Porque una vez que se cumpla el sueño etnocida -todos ciudadanos occidentales-, ¿qué es lo que sigue?
La ironía máxima al hablar del etnocidio es que incluso sus productos más críticos son circulares: este ensayo es también etnocida pues es un discurso pensado en el corazón de Occidente y usando conceptos formulados por Occidente. Es decir: yo podré entender la humanidad del Otro y reconocer hasta las últimas consecuencias su sistema cultural y el respeto por su otredad, pero siempre bajo la óptica específica de la antropología y su inacción[14]. La única forma no etnocida de hablar del etnocidio es callando, pues de esta manera no estaremos implantando un lenguaje ajeno a una realidad que pertenece fuera de la Historia.
En sus Investigaciones en antropología política Pierre Clastres se pregunta porque el hombre, a pesar de la destrucción de muchos Estados a lo largo de la Historia, sigue yendo hacia él, como una fuerza magnética cuyo cauce es tan poderoso que no le permite escapar. ¿Qué encontraremos si intentamos sacar al Estado de la Historia? Nada: porque no hay Historia sin Estado, y si éste último no ha perecido no es porque el hombre tienda hacia él sino porque el Estado tiende hacia el hombre. Esta afirmación puede parecer metafísica y un decoro retórico para responder a este problema. No es, sin embargo, el caso. Creo que la memoria juega un papel fundamental en esta tendencia.
¿Por qué afirmamos que es posible pensar en una atracción magnética del Estado hacia el Hombre? ¿Cuáles son las consecuencias de esta proposición? La primera, que el Estado se encuentra increado en la mente del hombre salvaje pero éste lo rechaza. Recordemos lo que dice Clastres (1981: 115):
…las sociedades primitivas carecen de Estado porque se niegan a ello, porque rechazan la división del cuerpo social en dominadores y dominados. La política de los Salvajes se opone constantemente a la aparición de un órgano de poder separado, impide el encuentro siempre fatal entre la institución de la jefatura y el ejercicio del poder. En la sociedad primitiva no hay órgano de poder separado porque el poder no está separado de la sociedad, porque es ella quien lo detenta como totalidad, con vistas a mantener su ser indiviso, de conjurar la aparición en su seno de la desigualdad entre señores y sujetos, entre el jefe y la tribu.
Idea genial esta de Clastres que nos permite ver ahora a los salvajes bajo una nueva luz, mucho menos básica, más profunda, históricamente desdoblada: las civilizaciones salvajes ya habían intentado el Estado pero al ver sus efectos catastróficos -aunque, quizá, no todos- decidieron rechazarlo. Este feto político se encuentra ahí, siempre latente, siempre vivo pero siempre abortado por las civilizaciones sin Estado. El Estado quiere aparecer pero el Salvaje se lo niega. Si esto es cierto surge una pregunta: ¿Por qué, entonces, el Estado apareció finalmente? Pregunta milenaria que va directo al corazón de lo que somos. Mi propuesta consiste en intentar aproximarme a este punto de embriología política desde la cuestión de la memoria. Lo interesante de la propuesta de Pierre Clastres es que nos lleva a pensar las cosas desde fuera de lo que conocemos: hay que ahistorizarnos para emprender el camino del Salvaje. Salirnos de la esfera fatal de lo estatal que siempre nos ha rodeado.
Lo primero que diré es que en el fondo la memoria siempre ha jugado un papel fundamental[15] en la construcción de las naciones -que no necesariamente de los Estados. Anthony D. Smith (2000: 3) escribe:
Por el término nación, yo entiendo una determinada población humana que ocupa un territorio histórico o una patria y que comparten mitos y memorias comunes; una cultura masificada, una economía única y derechos y deberes comunes para todos sus miembros.
A pesar de que la intención de Smith no es -me parece- la de proponer sino más bien la de describir a la nación a lo largo de la Historia, el rasgo de la memoria en la construcción de una nación se repite varias veces a lo largo del libro -como muchos otros atributos, por supuesto. ¿Por qué creo que la memoria es un componente fundamental -ignoro si el único- para que el Estado apareciera? Porque la ordenación de los mitos fundacionales de la sociedad, al estar basados, según Clastres[16], en lo meta-social o lo pre-social, bien pudieron ser motivo de conflicto al interior de las comunidades: la manera en cómo se contaron esas historias desde el principio bien pudo ser motivo de división entre aquellos que recordaban de cierta forma y entre otros que recordaban de otra forma. El afirmar que el Estado era el destino inevitable del hombre legitima una forma de explotación eterna pues presupone que la dominación es natural al hombre: Pierre Clastres -y La Boétie- nos han demostrado que esto no es cierto. No puedo insistir demasiado en este punto: una ética de la no dominación tiene que empezar por destruir la idea absurda de que algunos hombres tienen que mandar y otros que obedecer porque así ha sido siempre. La disrupción intelectual de Pierre Clastres es que nos permite pensar en un futuro diferente, especialmente en una época acechada continuamente por eso contra lo que las sociedades primitivas luchaban: la desigualdad. Es posible, entonces, un presente de iguales[17].
Volvamos al asunto de la memoria. El Estado es un dador de memoria colectiva que la ordena y la encauza. Es decir: le da un sentido al recuerdo. El hombre tiene miedo a perder la colectividad de su individualidad: nos pertenecemos como especie. En las sociedades primitivas de Clastres la memoria no importa porque el poder no existe, sino más bien el prestigio del jefe. La memoria en ese tipo de sociedades no puede aspirar a mucho porque no hay nadie que la ordene ni que le dé sentido. El etnocidio es, en ese aspecto, la lucha entre dos formas de recordar y reordenar el mundo: la primitiva, que supone una no-memoria; y la estatal, que supone una súper-memoria[18]: la aparición del Estado no solo tiene que ver con la división que nace entre gobernantes y gobernados sino entre la distinción que nace de las formas en cómo historiamos la Historia, en decidir quién fue derrotado, cómo sucedieron las cosas, cuáles son, en suma, nuestras herencias.
Quizá el Estado nazca de la pulsión de un hombre de ordenar las tradiciones y el impulso contrario, el de dejarlas como eran. Karen Armstrong (2005: 4) dice que una de las principales características de los mitos es que éstos no se cuentan nada más porque sí, sino que nos muestran “cómo comportarnos”. En las tumbas de los neandertales, continúa, el cuerpo se ponía en posición fetal, como un renacimiento, y por tanto, “…el recién fallecido tenía que tomar el próximo paso por sí mismo”. ¿Puede estar aquí el germen de la división que Clastres buscaba? ¿Puede ser que el mito, al enseñarnos “cómo comportarnos”, contenga en sí una división anunciada respecto a cómo la sociedad pensaba el cosmos?
En un artículo, Jonathan Friedman (1992: 197) afirma que en muchas partes del mundo, como África o la Polinesia, los mitos acerca de la soberanía son muy parecidos. Hablan, al principio, de una comunidad de gente nativa, una comunidad religiosa que era una con la naturaleza, en donde si había jefes eran verdaderos representantes de la gente. Después, en algún punto, vinieron los Otros, los extranjeros. Éstos trajeron un nuevo orden político basado en un “dominio real y en expansión” Estos nuevos extranjeros fueron “domados” por la comunidad pero no sin antes “monopolizar legítimamente el poder político”. Hay ya en estos mitos el germen de la división, quizá esa “desgracia” de La Boétie. El que hagan referencia a una división y a un poder real puede encaminarnos a pensar que quizá la función ordenadora de los mitos y su recuerdo específico pudo ser el responsable de la aparición de la división y del poder.
El que la Cédula Real de 1770 haga referencia al mito de la Torre de Babel es porque también existe en ese momento previo a la confusión lingüística una memoria nostálgica de un mundo más ordenado, coherente, igual:
Durante tres siglos de colonización española, toda la política de la Corona y de la Iglesia consistió en negar jurídica y políticamente esta diversidad étnica, resultado de evoluciones históricas diversas en los Andes, y en tratar de unificar a fuerza, por las leyes, la Inquisición o la coerción, a la masa de población andina o subandina dominada, necesaria al funcionamiento de la economía y de la finalidad coloniales (Piel, 1976: 95).
La Cédula Real afirma que el cura que no habla castellano
…mira con poco aprecio el castellano, enseña la doctrina en el idioma, y no pocas deslizándose en errores, porque es mui difícil, o casi imposible esplicar bien en otro idioma los dogmas de Nuestra Santa Fe, Católica…[19]
Hay un aprecio por el español para adelantar mejor ciertas ideas: el recuerdo de la Fe y su tradición es mejor si se explica en voces castellanas y no indígenas. La memoria de nuestra creencia se explica mejor desde el español. Si se le teme a la Torre de Babel en América no es tanto por la confusión lingüística que provoca -aunque sin duda es una razón poderosa- sino porque no es capaz de explicar los misterios de la fe católica. La profundidad de la creencia católica y de sus misterios no podía dejarse al arbitrio de las lenguas indígenas porque la Iglesia y la Corona serían incapaces de controlar sus significados y sobre todo entenderlos: la memoria de esa tradición, al ser recuperada por las lenguas indígenas, bien podría corromperse.
Recordemos la famosa sentencia de Antonio de Nebrija (1980: 97) en el Prólogo a su Gramática en el sentido de que “Siempre la lengua fue compañera del Imperio”. Nebrija le presenta su Gramática a Isabel de Castilla y hace un repaso brevísimo de cómo la lengua, una vez disueltos los imperios, se pierde. Saca a colación los casos de la “lengua ebraica”, y dice: “Más después que se començo a desmembrar el reino de los judíos, junta mente se començo a perder la lengua…” (Nebrija, 1980: 98). Mismo caso sucedió con las lenguas griega y latina. Nebrija argumentará más adelante que después de vencidos “los enemigos de nuestra fe”, “no queda ia otra cosa sino que florezcan las artes de la paz”. Se lamenta que “hasta nuestra edad” la lengua ha sido sujeta de muchos cambios y que su sentir siempre ha sido el de “engrandecer las cosas de nuestra nación” (Nebrija, 1980: 100). Por ello,
…acordé ante todas las cosas reducir en artificio este nuestro lenguaje castellano, para que lo que agora de aquí adelante en él se escriviere pueda quedar en un tenor, estender se en toda la duración de los tiempos que están por venir, como vemos que se a hecho en la lengua griega y latina, las cuales por aver estado debaxo de arte, aun que sobre ellas an passado muchos siglos, toda vía quedan en una uniformidad.
Finalmente, vinculará lengua y memoria:
Por qué si otro tanto en nuestra lengua no se haze como en aquéllas, en vano vuestro cronistas y historiadores escriven y encomiendas a inmortalidad la memoria de vuestros loables hechos…(Nebrija, 1980: 101)
Veo en Nebrija un impulso lingüístico que busca ordenar el castellano para evitar su mudanza. Hay un vitalismo lingüístico estrechamente vinculado con un criterio geográfico: es como si Nebrija viera en la lengua un fenómeno determinado por el poder e irremisiblemente unido al destino de los imperios. Nebrija quiere controlar la lengua a través de la gramática así como la Cédula Real quiere controlar la lengua a través de su expansión. Lo que Nebrija quiere, en el fondo, es que la lengua castellana, a través de su Gramática, sobreviva a pesar del Imperio. Que se recuerde para siempre. Quiere reformular su propia sentencia. Escapar a la Historia, preservar el recuerdo y la memoria de una lengua y, al igual que la Cédula Real, conseguir que la memoria del español se asiente en sus conquistas. La forma de ser etnocida, entonces, opera hacia el pasado, recuperando una memoria bíblica y advirtiendo acerca de los peligros de perder la lengua una vez desecho el imperio y, una vez que el sujeto -el indígena- se encuentra integrado al sistema etnocida, entonces no queda más que homogeneizarlo y mirar hacia el futuro. Queda suprimido, así, el Otro inferior. Ésta es, y no otra, la ideología detrás del etnocidio: crear o recuperar una memoria y trascenderla en el horizonte infinito que la Historia nos presenta para olvidar la cultura del Otro, su inferioridad, y proyectarla bajo los modelos civilizatorios “correctos”.
Pero no solo había que rescatar a la fe -y de paso la lengua- de la posible contaminación que provenía de las lenguas indígenas: se pensaba que había que sacar al indígena de su estado embrionario, infrapolítico, como si las sociedades primitivas necesitaran la ayuda de la civilización para salir de su estado de “barbarie”. El etnocidio se esconde bajo el disfraz occidental del progreso. Es imposible para el hombre occidental ver una sociedad primitiva y no sentir el deseo de ayudarla a moverse de su infancia política o social[20].
Recordemos lo que dice Michele Duchet (1976: 224):
Los principios de esta política están sacados de la experiencia: es posible civilizar a las naciones salvajes, puesto que los jesuitas ya lo han hecho. Encuentran también un fundamento teórico en la antropología de los filósofos, en particular, en la de Buffon: el estado salvaje no es, ni un estado de inocencia, ni un estado de equilibrio, sino un momento en la historia de las sociedades, del que es necesario salir.
El etnocidio busca actuar sobre, penetrar a, aprovecharse de: todo es un movimiento hacia adelante. Trágica dinámica que termina por engullirnos también a nosotros: al igual que las sociedades primitivas, esta cultura, la nuestra, que orbita ufana en los límites de la Historia, no es otra cosa más que la producción cultural de basura, de inmediatez en los espacios de frontera: Occidente siempre se encuentra en la frontera entre la realidad y la fantasía, cruzándola continuamente, lo que le permite alargar indefinidamente sus crisis cada vez más obvias: violencia, desigualdad económica, estupidez cultural. Vivimos continuamente acechados por la producción rosa y light de productos maquillados que terminarán por no satisfacernos a pesar de hacerlo al momento de su consumo: estamos inmersos en el mercado de la utopía cotidiana, en donde consumir es posible y deseable y también etnocida, pues los productos que Occidente produce terminan por engullir a quien los consume, democratizándonos, abstrayéndonos, actualizando la ilusión de ser Único cuando en realidad todos somos Uno: lo mismo. El mercado -botón principal del etnocidio aunque no el único- fascina tanto porque promete una reinvención del consumidor a través de sus productos. Así como las sociedades primitivas conjuraban la aparición del Estado por medio de diversos mecanismos, Occidente conjura la aparición de la diferencia por medio del consumo, de la experiencia de los productos como utopía, del rejuvenecimiento continuo, el mercado de la felicidad como muleta, el turismo de zonas higiénicas rodeadas de miseria[21].
Resulta irónico que dentro del mismo Estado democrático occidental se busque a toda costa defender lo diferente cuando es el propio Estado el que ha forzado a hacernos todos iguales. Vivimos en un mundo de diferencias artificiales, de lenguajes construidos a partir de traumas históricos y reducciones culturales. Lo verdaderamente diferente se encuentra en los márgenes de la Historia, allí donde el Estado no ha podido penetrar en su totalidad. Estamos irrevocablemente anclados a un proceso paralizador que irónicamente siempre impulsa las cosas hacia adelante, pero solamente para ampliar el régimen de consolidación político existente y/o para unificar aún más los límites de aquellos que se sitúan dentro de los márgenes del propio sistema. Integración y no supresión es, me parece, el verdadero objetivo del Estado etnocida. Es decir: el etnocidio nivela lo diferente pero lo utiliza, aunque sea para presentarlo como turismo exótico.
En ese punto de nivelación comienza la identificación unimática[22] entre el Estado y lo que pretende aplanar, igualar o integrar. En el caso del estado español en América, la unimaticidad consistió en fraguar la Cédula Real de 1770 con la realidad histórica y antropológica de los pueblos indígenas, pues éstos nunca más se recuperaron de la derrota de Cortés y de la traición de La Malinche[23]: basta ver el estado de las lenguas indígenas en México para darnos cuenta que se encuentran acosadas y disminuidas.
Pero no importa el número de hablantes de lenguas amerindias. No tiene demasiado sentido preguntarse si tal lengua está amenazada o no. (…) El grupo numéricamente más importante en México, los hablantes de náhuatl, con más de un millón de miembros también está amenazado (…) ¿Por qué? Porque no constituyen un grupo integral con un territorio propio, con instituciones propias y una red de comunicación interna, sino que representan de hecho un sinnúmero de comunidades locales aisladas entre sí, cada una de las cuales tiene relaciones con la sociedad dominante (Zimmermann, 1999: 111).
Por otro lado, si el regalismo buscaba penetrar en la vida privada de los súbditos, hoy los ciudadanos entregan información voluntariamente a empresas privadas, organizaciones estatales y el ciberespacio como un medio ubicuo de recepción e intercambio. Es decir: las formas de control nunca disminuyen: simplemente mutan.
En 1770, el proceso lingüístico etnocida comenzaba. Gracias a que el regalismo buscaba ampliar la autoridad regia y escabullirse en la vida privada de los súbditos, su extensión tenía también que tocar el lenguaje, un símbolo de posesión colonial que funcionó como parte de esta “invisibilidad” (Medina, 2013: 77) a la que el poder tendía en aquella época y que se volvió realidad bajo el resguardo omnipotente del Rey y sus directrices.
…el mantenimiento de lenguas amerindias en amplias zonas de misión y la tutela de pueblos indígenas por parte de órdenes religiosas se consideró, precisamente, un freno para la extensión de esta autoridad civil, los obispos ilustrados más afines a la nueva situación de regalismo -siendo Lorenzana el caso más notable aunque no el único- resultan ser asimismo los más partidarios de extender sin cortapisas el español… (Lodares, 2006: 2235)
Recordemos que en 1768,
…Antonio Lorenzana y Buitrón escribía al rey sobre la necesidad de que los indios aprendieran el español a fin de que pudieran incorporarse plenamente a los ámbitos culturales, políticos y económicos del país, así como a la vida cotidiana (Máynez, 2010: 441).
Si las lenguas son cosmovisiones, el tratar de unificarlas bajo un mismo fondo político y lingüístico común logra que se vean las cosas de una misma manera. El etnocidio, al suprimir las diferencias culturales, también desemboca en un solo caudal histórico, engarzado por su régimen de producción económico y en ese momento también por un régimen de producción lingüístico. Es posible, ahora, adelantar la idea de un tridente etnocida: el regalismo como ideología etnocida; la creación de la RAE como punta de lanza de homogeneización etnocida y, finalmente la evangelización: el pretexto etnocida.
Para ofrecer puntos de contacto -patrióticos e imperiales- es necesario expresar los objetivos en una misma lengua. ¿Por qué? Porque la construcción de conceptos puede cambiar entre un idioma y otro.
Si se comparan en las distintas lenguas las expresiones que se refieren a entidades no-concretas, se encuentran con el mismo significado sólo aquéllas que por su carácter de construcción pura contienen ni más ni menos que lo que ha sido puesto en ellas. Todas las demás delimitan el campo a cual se refieren (si se nos permite llamar así al objeto al cual se refieren) de manera muy diferente y contienen en mayor y menor medida determinaciones muy variadas (Zimmermann, 1999: 104)[24].
Por ejemplo, Zimmermann (1999: 107) recuerda que los evangelizadores se dieron cuenta que la palabra teotl, “dios”, no significaba lo mismo que la palabra española Dios y por ello prohibieron su uso. Los nombres autóctonos que designaban lugares también fueron eliminados por la ola etnocida española[25].
Por supuesto, esta visión puede ser problematizada, pues el que un territorio hable una misma lengua no es un signo seguro de unión, ni mucho menos. Esto Ernest Renan ya lo sabía. En su célebre conferencia, ¿Qué es una nación?, dijo:
La lengua invita a reunirse; no fuerza a ello. Los Estados Unidos e Inglaterra, América española y España hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien hecha- puesto que ha sido hecha a través del consentimiento de sus diferentes partes-, cuenta con tres o cuatro lenguas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad.[26]
Del otro lado del mar
Es normal que se haya exagerado la importancia que la gramática de Nebrija y el discurso imperial de Carlos V en 1536 en Roma -dicho en español y no en latín frente al Papa Paulo III y embajadores europeos- tuvieron en la expansión imperial del español. Como ha demostrado Miguel Martínez (2013: 44-47), la famosa frase de Nebrija, (“Siempre la lengua fue compañera del imperio”) no tuvo ningún eco entre sus contemporáneos, y el discurso de Carlos V en español fue para que más personas pudieran entenderlo. El parto glorioso del español para darle un nivel distinto, eso que se ha llamado “planificación del estatus”:
La planificación del estatus tiene como objetivo influenciar el estatus social y político de las lenguas, donde la lengua respectiva se revalora o se devalúa (Zimmermann, 1999: 15)[27].
Del otro lado del mar el español comenzó a sentirse a través del Atlántico, los navegantes llegarían, después de un proceloso viaje, a una Nueva España, extensión de la Reconquista, brazo armado y religioso de un imperio indestructible. El mar era, antes de América, un lugar opaco: América no solamente abrió a los europeos nuevas tierras sino nuevas formas de exploración. El hombre empequeñeció, histórica y morfológicamente: la aparición del mundo indígena suponía compararlos con un rasero de valores culturales inexistentes que tuvieron que amoldar a la realidad europea. El mar abrió posibilidades históricas pues supuso un nuevo contacto pero también las redujo pues supuso una forma de extinción que al final lo cambiaría todo.
El mar se transformó cuando los barcos de Cristóbal Colón lo surcaron, adhiriéndose a él como los exploradores que iniciarían un nuevo tipo de relación cartográfica entre ellos y el mundo del poder. Un mapa es la expresión visual de algo revelado: quien lo ve, puede conquistarlo. El mar consiguió que las colonias americanas fuesen únicamente un nuevo punto de un territorio y un devenir que le pertenecía al Rey. Al ver los territorios sobre un mapa, el monarca tiene la impresión, en tinta, de su poder.
Escribió Salvador Gallardo Cabrera (1998: 22) que Johann G. Harder
…entendía aún el barco como la imagen primigenia de un sistema de gobierno especial y riguroso. Como un pequeño estado al que en todas partes rodean enemigos: cielo, tormentas, vientos, corrientes, arrecifes y otros barcos.
Supondremos que el español de aquel tiempo veía el mar como un lugar potencialmente peligroso, fraguado por litorales imposibles, pasando por escollos traicioneros, rezando para que la quilla sostuviera sus pesos y para que el viento los llevara allí, adónde Quetzalcóatl tenía que regresar. Anunciados por creencias históricas que se verificarían en su peor momento, Hernán Cortés y la Malinche harían de la lengua una pareja tan eficiente que un imperio bien asentado sería incapaz de resistirlos. La lengua los sedujo a todos -conquistados y conquistadores.
Rodeados de conspiraciones, entre la mirada feroz de los astros y el evangelio siniestro del etnocidio, el mundo indígena, sus lenguas y sus culturas desaparecerían bajo la avalancha atenta de un Dios indiferente y conquistador, sus oráculos peninsulares, y la sed de sus deseos que saquearían un continente -y sus inevitables terrores nocturnos- para siempre.
[1] “Se admite que el etnocidio es la supresión de las diferencias culturales juzgadas inferiores y perniciosas, la puesta en marcha de un proceso de identificación, un proyecto de reducción del otro a lo mismo” (Clastres, 1981: 60). [2] Creo que no exagero si digo que la realidad lectora no puede concebirse sin Don Quijote y Sancho; personajes tan reales que llevaron al General Dupont, en 1808, a prohibir el saqueo del Toboso por sus tropas francesas, por ser la patria de Dulcinea. “Si lo pensamos bien, es impresionante que un personaje literario, Dulcinea, que existe sólo en la imaginación de otro personaje literario, Don Quijote, haya sido capaz de salvar las vidas de los habitantes de un pueblo manchego 203 años después de la escritura de la novela. Tal es el poder de la Literatura”. Agradezco a la profesora Mercedes Alcalá-Galán, de la Universidad de Wisconsin-Madison, por este dato. Lo entrecomillado-que es mío- es parte de la presentación del seminario de Don Quijote que la profesora dirige. [3] Como verá el lector, no es cierto que en el mismo mes de enero, los reyes católicos tomaron Granada y ahí tomaron la decisión de enviar a Colón a su viaje. Tampoco es cierto que en el mismo mes y en el mismo lugar decidieron expulsar a los judíos de España. Más bien, Granada se rindió a principio de enero, las “Capitulaciones”, que “comisionaban” a Colón no se firmaron sino hasta Abril en Santa Fe, no Granada, y el decreto de expulsión de los judíos fue firmado a finales de marzo. Cfr. Zamora, 1993: 32. [4] Más adelante veremos cómo es que los europeos tenían que concebir, necesariamente, a los pueblos americanos como partes de una historia común cristiana y europea. [5] Cfr. González Rodríguez, 1993: 240. [6] Línea antes O’Gorman escribió: “Por lo que toca a la constitución del ser moral de América, es decir, en cuanto fueron concebidas las nuevas tierras como “Nuevo Mundo”, la primera circunstancia que se impuso fue la existencia del mundo indígena, que, por su alto desarrollo cultural en algunas regiones, no podía ser ignorada como dato esencial del problema. (…). Se trataba, pues, del hombre en estado de naturaleza y de unas sociedades naturales que iban desde la barbarie hasta la civilización, pero fuera de la órbita de la historia propiamente dicha.” [7] Extracto de Roth Gerard (1996): Das Gehirn und seine Wirklichkeit: kognitive Neurobiologie und ihre philosophischen Konsequenzen. Frankfurt am Main: Suhrkamp (5ª edición elaborada) en, Zimmermann, 2008: 24). [8] Roth Gerard Fühlen, Denken, Handeln: Wie das Gehirn unser Verhalten steuert. Frankfurt am Main: Suhrkamp (nueva edición completamente reelaborada) en Ibid.: 26. [9] Por supuesto, no se trata únicamente de una cuestión religiosa sino también nacional. Cito aquí a José del Valle y a Luis Gabriel-Stheeman (2004: 27): “Se entenderá ahora la importancia de la planificación lingüística para el proceso de construcción nacional emprendido por las nuevas naciones latinoamericanas y para el movimiento hispanista, tan estrechamente asociado con la modernización de España. Para los intelectuales latinoamericanos involucrados en el proceso de desarrollo nacional, controlar la lengua (su selección, elaboración, codificación) y establecer y propagar su valor simbólica (aceptación) era consecuencias naturales de la independencia”. Desde mi punto de vista la cuestión de la lengua en la construcción de una nación ha sido bien estudiada. Sin embargo, mi interés no es restarle importancia a este punto sino complementarlo con otros discursos. En este caso, con el etnocidio y la memoria como un componente esencial del mismo. [10] Copio aquí una nota al pie de página que Zimmerman (1999: 28) utiliza: Cf. También el comentario de Abraham Ibn Esra en relación con este texto: “El objeto de los constructores fue simplemente evitar su separación y asegurar su conviviencia. Debido a que esta intención iba en contra del plan de previsión de poblar la totalidad de la tierra, fue frustrado”. Es decir: al separar a los hombres confundiendo su lengua, Dios hizo algo bueno, algo que siempre tenía planeado, ¿por qué ver, entonces, al plurilingüismo como un defecto? [11] No quiero pecar de simplista y establecer que la única razón para imponer el español en América se debió a una visión etnocida o regalista. Intervinieron, por supuesto, otros factores. Lo único que intento poner sobre la mesa es iluminar un ángulo que es sintomático del proceso etnocida, es decir, el desaparecer culturas o lenguas “inferiores”. Como nos recuerda Silvio Zavala: “El arzobispo de México don Francisco Antonio Lorenzana había opinado en 1769 que la obligatoriedad del idioma castellano traería no sólo el adelanto de la fe sino también del modo de cultivar sus tierras, cría de ganados y comercio de los frutos de los indios. Los entenderán los superiores, sabrán cuidar su casa, podrán ser oficiales de república, tomarán amor unas personas a otras y habrá civilidad para el trato. El mantenimiento de barreras idiomáticas entre indios y funcionarios civiles había hecho crónica la explotación de los indios”. Se ve la extensión de las razones por las que las autoridades querrían extender el uso del español. Zavala, 1997: 71. [12] Hay que recordar lo que dice Miguel Martínez, en cuanto a que no hay que buscar una sola narrativa que explique en su totalidad el triunfo imperial del español, pues corremos el peligro de borrar la lucha de las representaciones y “la especificidad de las prácticas lingüísticas asociadas con los distintos espacios sociales…”. En Martínez, 2013: 57. [13] En lo fundamental, tomo aquí el orden que Augusto Gayubas le da en su artículo Pierre Clastres y los estudios sobre la guerra en sociedades sin Estado. Cfr. Gayubas, Augusto Pierre Clastres y los estudios sobre la guerra en sociedades sin Estado, Revista de antropología Número 22, 2do semestre, 2010: 99-123. [14] “En realidad, bajo el pretexto de ciencia que tenía como proyecto inicial establecer o restablecer una relación de igualdad entre nosotros, diferentes, se ha instituido una relación de dominación de la que apenas es necesario asombrarse puesto que el saber científico nace en la tradición histórica determinada de la cultura occidental y refleja, por lo tanto, a un nivel superestructural su expansionismo infraestructural. La prueba de ello es que con muy pocas excepciones, los antropólogos, tan ocupados en construir su carrera sobre la agonía de sociedades moribundas, se han guardado muy bien de intervenir para la salvaguardia y la integridad de los territorios y de las culturas sobre las cuales tratan....” Dumont, 1976: 224. [15] Y también otros factores, por supuesto: lengua, religión, política, un sentido de comunidad, una ley común. [16] Clastres se refiere a las comunidades indígenas de América del Sur. [17] Samuel Moyn (2004) critica el pensamiento de Pierre Clastres en varios frentes. Comparto el que me parece fundamental y remito al lector a su artículo: “El pasado y el otro reemplazan al futuro. Al alentar a la mente a vagabundear hacia otros lugares y a otros tiempos, el trabajo de Clastres no alienta una evaluación con matices de los posibles prospectos de una reforma en el aquí y el ahora.” Es decir: Clastres no nos da la posibilidad de reformar las cosas en el presente porque su pensamiento, de alguna forma, siempre añora aquello que está perdido para siempre: las sociedades contra el Estado. La traducción es mía. [18] El Estado moderno colectiviza la memoria a través de libros de texto, celebraciones, discursos y una serie de dispositivos que no permiten que la Historia se retuerza -acaso únicamente en los círculos de la Academia. En cambio, la sociedad primitiva carece de esto y por eso su memoria podría admitir variantes. [19] Tomado de: http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1770/Real_Cedula_para_que_se_destierren_los_diferentes_idiomas_que_se_usan_en_estos_dominios_y.shtml. [20] Para cuando los españoles llegaron, ya era posible hablar de un imperio azteca. Esto, sin embargo, no cambia el hecho de que el etnocidio busca suprimir las diferencias y “elevar” a otras culturas al nivel “civilizatorio” correcto propio de Occidente. El etnocidio es esencialmente conservador en su modelo civilizatorio pero avanza a pasos agigantados a la hora de defenderse bajo palabras como “progreso”, “riqueza”, “civilización”. [21] Véase Nixon (2011). [22] “Desde el punto de vista histórico, hay un elemento -ic-os, -ic-as, que se remonta a un morfema griego (-ικ-ός) con el significado de 'de naturaleza de', 'relativo a' o significado afines. Entonces, gramática, por ejemplo, significa 'relacionado con la letra'. Esta aclaración lingüística la tomo de la consulta que le hice al Profesor Fernando Tejedo, del Departamento de español y portugués de la Universidad de Wisconsin-Madison, EUA. Unimática vendría a ser, pues, lo relativo a lo “Uno”. [23] La Cédula significó el inicio del etnocidio lingüístico aunque me parece que no hubiera sido necesaria para consumar la extinción de las lenguas indígenas, pues ya habían pasado por un proceso de degradación, íntimamente vinculado con la Conquista. [24] La cita pertenece a Guillermo de Humboldt. Agrega Zimmermann líneas más abajo: “Porque con la reducción de lenguas no se reduce solamente la diversidad de aquellos “sonidos”, que se nos presentan como obstáculos superfluos, sino también de todas aquellas experiencias sedimentada por procesos históricos largos, que cristalizan las visiones del mundo en esta forma semiótica especial que representa el lenguaje”. [25] “La acción desplazadora de nombres autóctonos, sean nombres personales o toponímicos, es un acontecimiento grave porque estos nombres llevan un significado que sí deriva de una cierta visión del mundo”. Una de las primeras cosas que hizo Cristóbal Colón cuando llegó a América fue, precisamente, renombrar las tierras. [26] Revisado el 11/3/2015 en: http://enp4.unam.mx/amc/libro_munioz_cota/libro/cap4/lec01_renanqueesunanacion.pdf. [27]¿Qué mejor forma de elevar la calidad de un idioma que darle inicios tan ínclitos y áuricos como se pretendía con esos dos eventos?
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