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  • Peter Wessel Zapffe (trad. Ángel E. Gómez Sánchez)

El último Mesías

*Publicado originalmente en Janus nr. 9, en 1933

Traducción inédita directamente desde el noruego.


Peter Wessel Zapffe (izquierda) y la portada de la revista cultural noruega Janus (derecha).



I

Una noche, en tiempos remotos y desaparecidos, despertó el hombre y se vio a sí mismo.


Vio que estaba desnudo bajo el cosmos, sin hogar en su propio cuerpo. Todo se desenvolvía y se aclaraba ante el escrutinio de su pensamiento: maravilla tras maravilla y horror tras horror se producía en su cabeza.


Entonces despertó la mujer y dijo que era tiempo de ir a cazar algo. El hombre cogió su arco, fruto del maridaje entre la razón y la mano, y salió afuera bajo las estrellas. No obstante, al llegar los animales a sus charcas, en donde tenía por costumbre esperarlos, dejó de sentir aquel hervor salvaje de su sangre y el sentimiento se tornó en un gran salmo sobre la hermandad en el sufrimiento entre todo ser viviente.


Aquel día él no volvió a casa con el botín, y cuando lo encontraron el siguiente novilunio, se hallaba sentado sin vida junto a la charca.


II


¿Qué sucedió? Una rotura en la misma unidad de la vida[1], una paradoja biológica, una monstruosidad, un absurdo, una hipertrofia de naturaleza catastrófica. La vida había disparado y falló el tiró volándose a sí misma. Una especie había sido armada sobremanera: el intelecto no solo la había hecho omnipotente por fuera, sino igualmente peligrosa para su bienestar. Su arma era como una espada sin mango ni hoja, una espada de dos puntas que corta y divide todo —y el que quiera usarla debe sujetarla por la orilla y voltear su única hoja contra sí mismo—.


A pesar de sus nuevos ojos, el hombre tenía aún sus raíces en la materia, su alma estaba entretejida en ella y sometida a su ciega ley. Empero, podía ver la materia al mismo tiempo como algo extraño a sí mismo, compararse con otros fenómenos, comprender y determinar sus propios procesos vitales. Llegó a la naturaleza como un huésped no invitado, extiende en vano sus brazos e implora reunión con su creador, pero la naturaleza ya no responde. En efecto, la naturaleza realizó una maravilla con el hombre, mas desde entonces no lo reconoce más. Ha perdido el derecho a su tierra natal en el universo; había comido del árbol del conocimiento y fue excluido del paraíso. Es poderoso en el mundo inmediato, sin embargo, maldice su potencia, pues la ha comprado a cambio de la harmonía de su alma, de su estado de inocencia y de su paz y resguardo[2] en el regazo de la vida.


Y así, pues, el hombre se encontraba ahí de pie entre sus visiones y apariencias, traicionado por el universo, en un estado de estupefacción a la vez que de angustia. También los animales conocieron el miedo, tanto en medio la tormenta como entre las zarpas del león. No obstante, el hombre sintió angustia por su propia vida —por su propio ser—. La vida: fue para que los animales conozcan el juego del poder; fue celo y juego; contienda y hambre; y, finalmente, para que se dobleguen ante la ley del instinto. En los animales la aflicción se encuentra limitada para sí mismos, mientras que en el hombre lo aguijonea con el horror al mundo y la desesperanza en la vida. La suma del viaje del infante en el río de la vida descansa bien a lo alto del valle y del murmullo de la cascada de la muerte, cada vez más cerca, mordiendo y mordiendo en su alegría y en su gozo. El hombre dirige su mirada sobre la tierra y ésta respira como un gran pulmón: cuando exhala, expide el dulce vaho de la vida por todos sus poros, estirando los brazos hacia el sol; mas cuando inhala, se deja oír un gemido desgarrado a través de las multitudes que caen como cadáveres azotando la misma tierra como una lluvia de granizo. El hombre no vio solamente su día final, sino que los cementerios se dispusieron enfrente de su vista, y el lamento de los milenios que se han hundido en el olvido ulula contra él, proviniendo de figuras espeluznantes y decadentes —sueños de las madres ahora convertidos en tierra—. La cortina del futuro se desgarra y le muestra una pesadilla de repeticiones infinitas, un desparrame confuso y sin sentido de materia orgánica. El sufrimiento de billones de personas tiene su entrada en él a través de la verja de la compasión; de todo lo que pasa llega la risa burlona para hacerle mofa de su exigencia de justicia, su principio más profundo y ordenador. Él se ve a sí mismo devenir dentro del seno de su madre. Levanta su mano en el aire y tiene cinco ramas, de donde viene aquel maligno número cinco. Uno se pregunta, pues: “Y ¿qué tiene que ver esto con mi alma?” Para el hombre, ahora ya nada de sí mismo tiene sentido, toca su cuerpo en el mayor de los horrores: “Esto eres, hasta aquí llegarás y no más”. Él lleva consigo un alimento; ayer fue un animal que podía precipitarse de un lado a otro: “Ahora lo absorbo y lo hago una parte de mí mismo”. Se pregunta nuevamente: “¿En dónde comienzo y en dónde termino?” Las cosas suceden unas a otras según causa y efecto, y todo lo que el hombre quiere se disuelve ante el escrutinio de su pensamiento. Pronto ve la mecánica incluso en lo que antaño le era íntegro y querido, por ejemplo, en la sonrisa de su amada. Hay también otras sonrisas: una bota deshecha con los dedos saliendo por fuera. Finalmente, los atributos de las cosas son simplemente atributos de él mismo. Nada existe sin él, todas las líneas giran de vuelta a él. El mundo es tan sólo un eco fantasmal de su propia voz. El hombre salta dando un gran grito y quiere regurgitarse a sí mismo sobre la tierra junto con su alimento impuro, siente venir la locura y quiere buscar la muerte antes de que pierda, incluso, la capacidad para ella.


No obstante, cuando se encuentra frente a la muerte como algo próximo e inmediato, entonces comprende también la naturaleza de la muerte y la soberanía cósmica en el paso que está a punto de dar. Su fantasía creadora construye posibilidades nuevas y terribles detrás de la cortina de la muerte, y entiende que no hay refugio siquiera en él mismo. Entonces, puede seguir el contorno de su situación biológico-cósmica: él es el prisionero desamparado del universo, destinado a caer en posibilidades innombrables.


A partir de este momento, se encuentra en un estado de pánico crónico.


Un tal “sentimiento de pánico cósmico” es fundamental en cualquier mente humana. En cierta forma, la raza humana parece estar predestinada a la perdición, y toda acción efectiva de preservación y de perpetuidad en la vida le permanece vedada cuando la completa atención y la energía de un individuo persisten o reaccionan canalizando la catastrófica alta tensión en su propio interior.


Que una especie devenga incapaz de vivir por un sobredesarrollo de una sola facultad es una tragedia que no solo ha afectado al hombre. Por lo tanto, se piensa, por ejemplo, que ciertos venados, durante la era que le compete a paleontología, perecieron en razón de haber tenido cuernos demasiado grandes. Las mutaciones deben ser entendidas como algo ciego. Éstas obran y son arrojadas sin ningún contacto que demuestre interés para con su entorno.


En estados depresivos se puede experimentar la mente con la metáfora de una cierta cornamenta que, en todo su fantástico esplendor, entierra a su portador en la tierra.


III


¿Por qué, pues, la raza humana no se ha extinto tiempo atrás a causa de grandes epidemias de locura? ¿Por qué hay solamente un número relativamente reducido de individuos que sucumben, dado que no pueden aguantar la opresión de la vida, dado que la cognición les da más de lo que pueden soportar?


Pues bien, la historia del pensamiento, al igual que la observación de nosotros mismos y de otros, da pauta para la respuesta a continuación: la gran mayoría de los hombres aprenden a salvarse a sí mismos reduciendo de manera artificial el contenido de su conciencia.


Si el megalocero con espacios adecuados hubiese roto las puntas de sus cornamentas, quizá lo habría sobrellevado un poco más; ciertamente, en fiebre y en constante dolor, en traición de su idea central y del núcleo de lo que lo hace distinto y único, pues por la mano de la creación tuvo la vocación y el llamado de ser él el portador de cuernos frente a los animales de la tierra. Lo que ganase en la continuación, lo perdería en el significado, en la visión de la vida, lo que sería una continuación sin esperanza, un tren que no asciende hacia la confirmación, sino que va adelante, a través de las ruinas de la confirmación, que se renuevan de forma constante —una carrera autodestructiva contra la voluntad sagrada de la sangre—.


La equivalencia entre el propósito en la vida y la extinción son tanto para el megalocero como para el hombre la paradoja trágica de la vida. En la abnegada Bejahung[3], el Cervus Giganticus portó la marca de su especie hasta el fin. El hombre se salva y prosigue. Esto ya presupone, por utilizar una expresión común en su amplio sentido, una represión más o menos consciente de su pernicioso exceso de consciencia. Este proceso toma lugar prácticamente sin interrupción mientras estamos despiertos y en actividad, y constituye una condición para la integración social y, sobre todo, para el popularmente llamado estilo de vida saludable y normal.


La psiquiatría trabaja aún bajo la suposición de que lo “saludable” y la aptitud para la vida se encuentra al mismo nivel junto con lo que se tiene como más alto a nivel personal. La depresión, el “horror a la vida”, el rechazo del alimento, etc., califican, sin excepción, como síntomas de condiciones patológicas y se tratan enseguida. Sin embargo, en muchísimos casos, estos fenómenos son transmitidos por percepciones más profundas y más inmediatas de la vida, frutos amargos de la genialidad del pensamiento o de las sensaciones que son la raíz de tendencias anti-biológicas. No es el alma lo que está enfermo, sino la protección que deja de funcionar o que se rechaza, pues ésta se percibe —correctamente— como una traición a la facultad más grande del Yo.


La vida entera que hoy vemos ante nuestros ojos se encuentra entretejida, desde lo más profundo a lo más superficial, de mecanismos de represión sociales e individuales; podemos rastrearlos hasta en las formas más triviales de la vida diaria. Estas generan una inmensa y variopinta diversidad, no obstante, parece legítimo señalar, por lo menos, cuatro tipologías principales que, por supuesto, figuran en todas las combinaciones posibles: aislamiento, anclaje (o apego), distracción y sublimación.


Con aislamiento entiendo aquí una expulsión completamente arbitraría de pensamientos y sentimientos perturbadores y destructivos de la conciencia (Engstrøm: “No se debería pensar, pues el pensar solo confunde). Completamente desarrollado y casi a modo de brutalización, esto puede ser observado en ciertos doctores que, con el propósito de protegerse a sí mismos, ven solamente el lado técnico de su profesión. También pueden degenerarse en una mezquindad y canallería pura, por ejemplo, como los gamberros usuales y los estudiantes de medicina, de quienes se intenta extirpar con violencia toda sensibilidad para todos los aspectos trágicos de la vida (jugar fútbol con las cabezas de los cadáveres, por ejemplo).


En la interacción diaria, el aislamiento se muestra en un acuerdo general sobre el callarse y el silencio mutuos. Primero con los niños para no aterrorizarlos de momento de la vida que acaban de comenzar, y, al contrario, dejar que tengan en posesión sus ilusiones hasta que sean capaces de sobrellevar el perderlas. En cambio de eso, los niños no molestan a los adultos con alusiones intempestivas al género, al sanitario y a la muerte. Entre los adultos aplican las reglas del “buen tono”[4], y podemos ver la mecánica de esto en su manifestación pública cuando un hombre que llora en la calle es retirado con la ayuda de la policía.


El mecanismo del anclaje se encuentra, también, en operación de la infancia temprana en adelante: los padres, el hogar y las calles se vuelven algo obvio para el infante y le proporcionan un sentimiento de seguridad. Este círculo de valores experienciales[5] es la primera y, probablemente, la protección más feliz contra el “cosmos” que llegamos a conocer a través de toda nuestra vida, y, en esta relación, se encuentra también, sin lugar a duda, un esclarecimiento sobre el tan comentado “apego infantil”; la pregunta sobre si hay también implicaciones sexuales en esto no tiene nada que ver con esta relación. Cuando el niño descubre posteriormente que este cimiento es tan “fortuito” y “transitorio” como todos los demás, experimenta una crisis de perplejidad y horror e, inmediatamente, mira a su alrededor en busca de un nuevo anclaje: “Hasta el otoño iré a la escuela secundaria”. Si los intercambios de una u otra base no resultan exitosos, la crisis puede tomar un camino fatal o bien puede ocurrir lo que me llamaré un espasmo del anclaje: uno se aferra a sus valores muertos y se esfuerza en ocultar lo mejor posible para sí mismo y para los demás que tales valores son defectuosos y que uno es espiritualmente insolvente. La consecuencia es la inseguridad permanente, el “sentimiento de inferioridad”, la sobrecompensación y el nerviosismo. Mientras una condición tal caiga bajo ciertas categorías se convierte en objeto de tratamiento psicoanalítico, en el que se busca facilitar la transición a nuevos anclajes.


El anclaje podría ser descrito como una fijación de puntos en —o una construcción de muros alrededor de— el caos efectivo de la conciencia. Normalmente el anclaje ocurre inconscientemente, pero, también, toma lugar con plena consciencia (e. g. “fijarse una meta”). Los anclajes de utilidad común son acogidos con simpatía: aquel que “se sacrifica completamente” por su anclaje (e. g. la empresa, la causa) se erige como modelo. Así, pues, uno ha edificado un sólido baluarte contra el proceso de disolución de la vida, mientras que otros, mediante su ejemplo, han sacado buen partido de su fortaleza y vigor. De manera brutal y como acto deliberado podemos encontrar esto en los vividores “empedernidos”. Se dice: “Si uno se casa a tiempo, entonces vienen los barrotes por sí solos”, aquí uno establece una necesidad en su vida, no trayendo a sí mismo un mal evidente según la opinión de cada uno, sino, también, un soporte para los nervios, un contenedor de altos bordes para una sensibilidad de la vida que, con el tiempo, devino más y más burda. Ibsen presenta floridos ejemplos (“livsløgn[6]) con Hjalmar Ekdal y el candidato Molvik; no hay otra diferencia más en sus anclajes y en los de las columnas de la sociedad que la primera es infructuosa en un sentido práctico-económico.


Cada cultura[7] es un sistema de anclaje grande y redondeado, construido sobre vigas maestras y jácenas que son las ideas fundamentales de la cultura. El hombre promedio se las ingenia con los sostenes colectivos. La personalidad construye para sí misma. El hombre de carácter ha finalizado su construcción más o menos con base en los pilares colectivos principales que son legado: dios, la iglesia, el estado, el destino, la ley de la vida, el pueblo, el futuro. Entre más cerca estén las vigas maestras y las jácenas de uno de los elementos constitutivos de soporte[8], tanto más peligroso es tocarlos para estos elementos. Por regla, se establece aquí una protección directa a modo de reglas y amenazas de penalización: la inquisición, la censura y la postura conservadora de la vida.


La fuerza de soporte de cada uno de los eslabones o elementos constitutivos depende ora de que su naturaleza ficticia aún no ha sido descubierta, ora de que se reconoce como algo indispensable, incluso si la ficción ha sido descubierta. Así, pues, están las clases de religión en la escuela que incluso es sustentada por los ateístas, pues estos no ven ningún otro medio que sea socialmente reactivo para infantes.


Al percatarse algunos de aquello como ficción de un eslabón o elemento constitutivo o como algo innecesario, tratarán de cambiarlos por otros nuevos (la limitada esperanza de vida de las Verdades) —de ahí se obtiene como resultado el surgimiento de la contienda espiritual y cultural que, junto con la competencia económica, constituyen el contenido dinámico de la historia mundial.


La codicia de bienes materiales (o el poder) no es tanto el resultado del mismo placer que brinda la riqueza; nadie puede sentarse en más de una silla a la vez o atragantarse de más cuando uno está repleto. El valor vital de una fortuna yace más bien en que ésta coloca una gran gama de posibilidades de anclaje y de distracción a disposición del propietario.


Tanto para las formaciones del anclaje colectivos como individuales vale lo mismo que, cuando un eslabón se quiebra, entra una crisis que se vuelve más seria entre más cerca se encuentre el eslabón de los principales elementos de soporte. En los círculos interiores, en donde uno se encuentra al resguardo de bastiones, se presenta tales crisis diariamente y relativamente sin dolor (“desengaños”); incluso aquí se puede observar un juego con los valores de anclaje (e. g. el chiste, la jerga, el alcohol). No obstante, durante un juego tal se tiene la desgracia de rasgar un hoyo que dé hasta el fondo, y, entonces, la situación se transforma en un instante de lo ameno a lo macabro. El horror existencial nos mira fijamente a los ojos y nosotros barruntamos con un soplo mortal que las mentes penden de su propio tejido, y que hay un infierno merodeando debajo.


Los mismos principales elementos de soporte logran ser sustituidos sin grandes espasmos sociales o sin peligro de disolución total (por ejemplo, en la reforma o revolución): en dichos tiempos los individuos dependen considerablemente de su propia capacidad de anclaje, y, así, incrementa usualmente el número de aquellos que no pueden sobrellevarlo. La depresión, el libertinaje y el suicidio son las consecuencias (e. g. oficiales alemanes tras la guerra, estudiantes chinos tras la revolución).


Otra debilidad en el sistema resulta del hecho de que se debe aplicar elementos principales de soporte completamente diversos en las diferentes zonas de peligro. Cuando cada uno de estos elementos principales de soporte son lógicamente construidos unos sobre otros, acaece finalmente una colisión entre una inconmensurable gama de sentimientos y pensamientos. Así, pues, en los intersticios de entre ellos puede infiltrarse la desesperación. En tales casos, un hombre puede llegar a obsesionarse con el placer destructivo, retirando por completo el aparato artificial de vida y entregándose con terror extasiado hasta dejar el plato limpio. El sentimiento de terror resulta de la pérdida del amparo acogedor de todos los valores de vida, y el sentimiento del arrobamiento de la identificación y de la harmonía despiadadas con el más profundo secreto de nuestra naturaleza: la mengua biológica y la perene disposición a la perdición.


Amamos los anclajes, pues nos salvan, y, a su vez, los odiamos, pues limitan nuestra sensación de libertad. Cuando nos sentimos suficientemente fuertes, entonces nos deleitamos en reunirnos y otorgar un valor muerto en la tumba con gran estrépito musical. Aquí los objetos materiales toman un significado simbólico (una postura radical para la vida).


Cuando un hombre ha aniquilado todos los anclajes dentro de sí mismo que le fueron posibles identificar y solo le quedan los que permanecen inconscientes, éste se define como una personalidad liberada.


Una forma de protección bastante popular es la distracción. Se mantiene la atención dentro del límite crítico aprisionándola con nuevas y constantes impresiones externas. Esto ya es típico en la infancia. Sin distracción el infante deviene también insoportable para sí mismo: “Madre, ¿qué hago?”. Una muchachita inglesa de visita en casa de sus tías noruegas salió de su habitación y dijo: “¿Y luego qué?” Las niñeras se hacen más virtuosas: “¡Mira, un perrito! ¡¿Has visto como pintan el palacio?!” El fenómeno es demasiado consabido como para precisar una demostración más detallada. La distracción es, por ejemplo, la táctica para vivir de la “alta sociedad”. Esto se puede comparar con una aeronave hecha de materia pesada, pero con un principio en sí que lo mantiene en lo alto mientras esté operando. Siempre debe estar en marcha, pues el aire tan sólo puede sostenerlo por un momento. El aviador puede llegar a aletargarse y sentirse seguro por la costumbre, pero tan pronto como el motor juegue una trampa la crisis se agudiza.


Por lo general, la táctica es consciente. La desesperanza puede yacer justo debajo e irrumpe de golpe con un sollozo súbito. Cuando todas las posibilidades de distracción han sido explotadas, sobreviene el “spleen”, que progresa desde una ligera indiferencia hasta la depresión mortal. La mujer, que además es menos dada a la cognición que el hombre y, por lo tanto, más seguras en la vida, recurren preferiblemente a la distracción.


Un mal considerable de la pena de prisión es que la mayoría de las fuentes posibles de distracción son cortadas, y cuando hay, además, pésimos requisitos para salvarse de otra forma, el preso se encontrará, por lo general, en una estrecha cercanía de la desesperación. Los actos que él perpetra, pues, para evitar el último estadio tienen su fundamento en el principio vital mismo. En un momento así, el prisionero experimenta su alma en el universo, y, entonces, no existe otro motivo que lo categóricamente insoportable de esta condición.


En su forma pura, el pánico a la vida probablemente no se encuentra tan seguido, puesto que el mecanismo de protección es tanto complicado como automático y, hasta cierto grado, predomina de manera constante. Sin embargo, también los campos colindantes están marcados con la muerte; aquí, entonces, la vida apenas si puede seguir manteniéndose bajo grandes aflicciones. La muerte siempre se presenta como un escape, pero deja las posibilidades del más allá como meras posibilidades, y dado que también la muerte como experiencia depende de cómo uno la sienta o la vea, puede ser una resolución bien aceptable. Si se logra, pues, in statu mortis conservar una pose (e. g. un poema elevado, un gesto, “morir parado”), esto es, un último anclaje o una última distracción (la muerte de Åse), entonces este destino no es para nada el peor. Los periódicos, que para variar, benefician el mecanismo del encubrimiento, saben siempre encontrar razones que no alarmen: “Se cree que la última devaluación del trigo…”.


Cuando un ser humano toma su vida por motivos de depresión, se trata de una muerte natural por razones espirituales. La barbarie moderna de “salvar” al suicida se basa en un espeluznante malentendido de la esencia de la existencia.


Únicamente una parte delimitada de la humanidad puede sobrellevar el mero “cambio”, sea en el trabajo, al socializar o en el divertimento. El intelectual exige que los cambios tengan coherencia, línea y progresión. A la larga, nada en absoluto puede satisfacer. Uno avanza continuamente, acumula conocimientos y prospera: el fenómeno es llamado “anhelo” o “tendencia trascendental”. Cuando se llega a una meta, el anhelo persiste; no es la meta lo que importa, sino la obtención misma, no es la altura absoluta, sino la inclinación de la curva de la vida. El ascenso de soldado raso a cabo tiene, probablemente, mayor valor experiencial que el de coronel a general. Cada fundamento para el “optimismo en el progreso” es aniquilado por esta ley principal y psicológica.


El anhelo humano no se caracteriza solamente por un “esforzarse por”, sino también por una “huida de”. Si utilizamos ahora la palabra con sentido religioso, entonces queda la última caracterización como la única posible, pues aun nadie ha sido consciente de aquello a lo que uno aspira, sino de aquello de lo que uno aspira huir, es decir, del valle de lágrimas terrenal, es decir, de su propia insoportable condición de vida. Si la sensación de esto que se señaló con anterioridad es el estrato más profundo del alma, entonces es comprensible que la añoranza religiosa se sienta y entienda como algo fundamental. Las esperanzas sobre si esto sea un criterio divino y sobre si contenga una promesa de su propia realización, vienen, empero, de estas consideraciones bajo una luz realmente funesta.


El cuarto remedio para el pánico, la sublimación, depende más bien de un cambio que de una represión. Con ayuda de facultades estilísticas o artísticas, el mismo dolor de la vida puede, en ciertos casos, convertirse en un valor experiencial. Los estímulos positivos se involucran y sacan provecho del mal para su propio fin, se aferran al lado pictórico, dramático, heroico, lírico o incluso cómico del mal.


Sin que el sufrimiento haya perdido su peor aguijón de otra manera o aún no se haya vuelto hegemónico en la mente, puede un tal aprovechamiento, empero, apenas realizarse (metáfora: el alpinista no disfruta la vista del abismo mientras está mareado por el vértigo, sólo cuando esta sensación es un poco superada es cuando la disfruta —en el anclaje—). Para poder escribir una tragedia, se debe, primeramente, en cierta forma, librar de (traicionarse a) sí mismo el sentimiento trágico, para que se pueda verlo desde un punto de vista distanciado, por ejemplo, estético. Aquí, por cierto, hay ocasión para el más salvaje baile en ronda a través de niveles cada vez más nuevos e irónicos, hasta un circulus vitiosus de la naturaleza más embarazosa. Aquí uno puede dirigir una despiadada cacería de su propio Yo por entre numerosos cotos de caza y disfrutar completamente de la capacidad de los estratos de la consciencia hasta el aniquilamiento mutuo.


El artículo presente es un típico intento de sublimación. El escritor no sufre, tan solo llena hojas de papel y publicará en un magacín.


El “martirio” de las mujeres solitarias demuestra también una especie de sublimación, de esta forma, adquieren más relevancia.


Sin embargo, la sublimación es probablemente el menos tratado de los medios de protección que se han discutido aquí.


IV


¿Acaso es posible para las “naturalezas primitivas” prescindir de todos estos espasmos, cabriolas y excentricidades y vivir en harmonía consigo mismo en el deleite apacible de la actividad y del amor? Mientras puedan ser etiquetados como seres humanos, pienso que se debería responder que no. Lo más que puede decirse acerca de los naturales[9], por ejemplo, es que probablemente ellos están un tanto más cerca del bello ideal biológico que nosotros, las personas innaturales; y cuando nosotros también hasta ahora hemos podido rescatar a una mayoría de ellos a través y a pesar de las tempestades, de igual forma hemos encontrado justamente soporte a los lados de nuestra naturaleza que está o un poco o razonablemente desarrollada. Los cimientos positivos (la protección por sí misma no puede generar vida, sólo prevenir que se extinga) deben ser buscados en el empleo naturalmente adaptado de la energía del cuerpo y de la energía de la parte biológicamente funcional del alma,[10] subyugados a las dificultades que justamente resultan de la limitación de los sentidos, de la impotencia del cuerpo y de la necesidad del trabajo para vivir y para el amor.


Y es precisamente en este delimitado campo de felicidad dentro de las fronteras en que la creciente civilización, la tecnología y la estandarización tienen una influencia tan peligrosa. Ya que, específicamente, una parte cada vez más grande de la facultad de cognición se vuelve superflua durante la interacción con el entorno, se presenta una creciente inactividad anímica. El valor de un avance tecnológico para toda la faena de la vida debe ser considerado según su capacidad para darle a la humanidad posibilidades para incrementar la ocupación anímica. Los límites no son claros, pero las primeras herramientas para cortar quizá sean ejemplo de dicho invento positivo.


Cada uno de los inventos tecnológicos no posee valor para la vida más que para el inventor mismo; esto representa un hurto burdo y desconsiderado de todas las reservas de experiencia de la humanidad y debería acarrear la pena más dura si es publicado contra el veto de censura. Un crimen, entre muchísimos otros de esta clase, es el uso de aeronaves para la exploración de áreas desconocidas. En un vandálico abrir y cerrar de ojos, se aniquila de esta forma varias posibilidades de experiencia que podrían venir a bien a muchos individuos si todos obtuvieran su justa parte con esfuerzo.[11]


La fase de hoy día de la fiebre crónica de la vida se encuentra particularmente impregnada de aquella situación que se acaba de tocar. La escasez de actividad anímica fundada de manera natural (biológica), se presenta, entre otras cosas, en el constante recurso a la distracción (e. g. las atracciones, el deporte, la radio —“el ritmo del tiempo”—). El anclaje tiene peores condiciones: todos los sistemas de anclaje, colectivos y heredados, están agujereados por la crítica y la angustia; el tedio, la confusión y la desesperación se filtran adentro a través de los agujeros (como “un cadáver a bordo”[12]). El comunismo y el psicoanálisis, por más inconmensurable que debieran ser respecto a lo demás, intentan (el comunismo también tiene su reflejo anímico) una vez más variar con nuevas herramientas la vieja salida: respectivamente con violencia o con estratagemas, según sea el caso, para hacer al hombre biológicamente útil recortando el exceso cognitivo crítico. Para ambos, la idea es espantosamente lógica. No obstante, tampoco esta vez puede resultar en ninguna solución definitiva. Una deliberada degeneración a una meta más baja y prácticamente más feliz, podría, desde luego, salvar la raza humana en una situación difícil, sin embargo, por su naturaleza, no podrá hallar el sosiego en una resignación tal, o bien, hallarlo en absoluto en ninguna situación.


V


Si continuamos con estas consideraciones to the bitter end[13], el resultado no es cuestionable. Mientras el hombre siga insistiendo en el delirio fatal de que él está biológicamente hecho para vencer y triunfar, nada cambiará esencialmente. Puesto que la cifra aumenta y la atmosfera espiritual se vuelve más hermética, las técnicas de protección deberán adoptar un carácter más y más brutal.


Y el humano seguirá soñando con la salvación, con la constatación y con un nuevo Mesías. Sin embargo, cuando tantas salvaciones han sido clavadas en los árboles y apedreadas en los mercados, vendrá, entonces, el último Mesías.


Entonces, se levantará el hombre, el primero entre todos, que se ha atrevido a vestir desnuda su alma y rendirla al sumo pensamiento del género humano, a la misma idea de la perdición; un hombre, pues, que ha comprendido la vida desde su fundamento cósmico, y cuyo dolor es todo el dolor de la tierra. Con qué grito furioso no le exigirá el montón en todas las naciones mil veces su muerte, cuando su voz, como una prenda, envuelva el globo, y sus mensajes portentosos hayan resonado por primera y última vez:


“La vida de los mundos es un estrepitoso torrente, pero el de la tierra es un estanque y un remanso.

El signo de la perdición se halla escrito en sus frentes —¿cuánto más pisarán sobre el aguijón?—.

Empero, hay una victoria y una corona, una salvación y una respuesta.

Conózcanse a sí mismos —sean infructuosos y dejen la tierra en silencio tras Ustedes—.”


Y cuando haya proferido esto, se dirigirán sobre él, con los creadores de chupetes y las parteras al frente, y lo sepultaran bajo sus uñas.


Él es el último Mesías. Como hijo del padre, desciende del arquero junto a la charca.



Agradecimientos a UNIFOR por derecho de publicación.


 

[1] N. del T. Livs-enheten en el texto original: ‘vida-unidad’. [2] N. del T. Borgfred: en el medioevo, imposición de condición de paz dentro del castillo real o del estado. [3] N. del T. Del alemán, ‘afirmación’. [4] N. del T. Del francés bon ton, ‘modales’, ‘usos y costumbres’. [5] N. del T. Opplevelsesverdier: los valores de experiencia (o valores experienciales) designan las varias condiciones contextuales materiales e inmateriales que fomentan la construcción integral básica de un individuo. [6] N. del T. De Henrik Ibsen: mentira o falsas nociones en las que una persona basa su vida; percepción errada de la vida; farsa. [7] N. del T. Kultur-enhet en el texto original, ‘cultura-unidad’, ‘unidad de cultura’. Separación arbitraria por parte de Zapffe de la palabra kulturenhet, ‘unidad de cultura’, ‘sociedad cultural’, ‘cultura’. [8] N. del T. Bæreledd, literalmente ‘eslabón que sostiene’. [9] N. del T. Naturfolk, comunidad indígena. [10] Distinción por motivos de claridad. [11] Hago énfasis en que esto no se trata de fantásticas propuestas de reforma, sino de una perspectiva basada en la psicología. [12] N. del T. Expresión que designa ser importunado por problemas, errores o situaciones comprometedoras del pasado, en fin, algo plagado de viejos errores, tradiciones, prejuicios, etc. [13] N. del T. Así en el original. ‘Hasta las últimas consecuencias’, ‘hasta el fin’.


 

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