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Nathaly Bernal

Animales nocturnos o la crisis de la mediana edad



En algunos momentos de la lectura de Animales nocturnos, de Patrycja Pustkowiak (Aquelarre Ediciones, 2021), se tiene la sensación de que es un libro que ya hemos leído antes. Se piensa en el flâneur francés, mas ahora en las calles de Varsovia; en la Generación beat, sobre todo por la defensa que hace Tamara Mortus —personaje que seguimos durante un agitado fin de semana— de la liberación sexual y el desaforado uso de drogas y alcohol. Sin embargo, y para fortuna nuestra, en algún punto se empieza a revelar la posibilidad de que la mención a los cocteles de drogas y sus efectos sea en realidad una parodia, que no una apología. A Tamara no le gusta salir, sino permanecer encerrada en su pequeña rutina del aparato celular y el televisor; y su relación con el alcohol y el mundo exterior no podría considerarse menos que tóxica.


Al contrario de otros textos en donde se presenta el periodo de los desafueros más extravagantes de los personajes, lo que suele coincidir casi siempre con su juventud, como ocurre a la Mona en Que viva la música, de Andrés Caicedo (1977), en Animales nocturnos se nos muestra a Tamara ya en el ocaso de esta etapa. Y esto confluye con el hecho de que Tamara no se siente precisamente joven. No son pocos los comentarios mordaces sobre los cambios físicos y emocionales que experimenta. Estamos ante la caída de una mujer que ya ha padecido los excesos hasta al cansancio, que más bien ya está hastiada y no encuentra la manera de salir de esta rutina. Incluso si la encontrara, probablemente no estaría del todo dispuesta a hacerlo, pues ello implicaría la aceptación del otro extremo: una vida estable en todos los sentidos. Y es que ciertamente Tamara tiene problemas para aceptar la estabilidad en el ámbito laboral —de hecho, está desempleada—, y quizás de igual dificultad sería pensar en los ámbitos sentimental y sexual, así que está, como se diría en palabras populares, entre la espada y la pared.

Precisamente esta expresión recuerda la película alemana Contra la pared, de Fatih Akin (2004). A lo largo de la película, Sibel, una muchacha joven turco-alemana, se desata de todo aquello que amenace con apartarla de su vida autodestructiva. En un principio es su familia, que tiene fuertes tradiciones musulmanas que ella no puede aceptar, idea ante la cual prefiere la muerte. Luego de un intento fallido de suicidio, se casa con Cahit, un viudo cuarentón drogadicto y alcohólico, con la única intención de que su familia le permita alejarse. Es un matrimonio que no puede tener ninguno futuro, y ambos lo saben, pero justo cuando parece que todo marcha bien, Sibel huye nuevamente hacia una vida de excesos, hasta que toca fondo: es violada y apuñalada en una misma noche.


En diferentes etapas de su proceso de autodegradación, personajes como Sibel y Tamara juegan con la posibilidad de abandonarlo —y a esta lista de personajes podrían sumarse muchos otros, como Yōzō Ōba, de la novela japonesa Indigno de ser humano (Osamu Dazai, 1948) o Brenda Chenowith, de la serie Six Feet Under (Alan Ball, 2001-2005)—. Ōba rehúye los empeños de su padre por conseguirle un trabajo decente, y en su lugar se refugia en el licor y todo tipo de relaciones autodestructivas con mujeres que apenas si conoce; mujeres con las que pensó, en principio, que podría establecer un vínculo permanente. Chenowith, por su parte, ensaya la estabilidad emocional con un par de hombres, pero no bien se ha mudado con ellos, cuando ya salta a los brazos de cualquier desconocido con el que pueda consumar un apetito sexual juzgado por ella misma como adicción.


Tientan estos personajes, entonces, la idea de aceptar en su vida algunas prácticas e instituciones que puedan otorgarles un sentido más pleno y, sobre todo, estabilidad: la rehabilitación, un empleo significativo, el matrimonio, la posibilidad de adquirir una responsabilidad mayor, como tener hijos. Pero ante la prueba —en ocasiones incluso ante la mera idea— huyen y vuelven a las formas de vida ya conocidas, siempre perjudiciales para sí mismos.


En esta novela solo sabemos lo que le sucede a Tamara en un fin de semana, y ya desde el principio se anuncia que un asesinato se convertirá en el clímax de dicho proceso; pero si Tamara intentará darle algún cambio a su vida, queda por verse. Puede entonces el lector suponer si habrá aún esperanzas o no para una vida tan absorta en sí misma y en el tedio que dice provocarle la ciudad.


No es esta, con todo, una apología de la vida licenciosa y del consumo de sustancias estimulantes. No hay en las descripciones que hace Pustkowiak la excitación adolescente de quien quiere probar el mundo. Al contrario, lo que llama la atención es el interés por mostrar ese momento de crisis en la vida de una mujer que no se siente parte de la sociedad. Pero más destacable aún es el uso del humor con que se relata. Vistos con atención, tanto la crisis como el crimen cometido son de una naturaleza dramática, y así mismo podrían haberse contado. Pero la novela está cargada de humor negro, comentarios satíricos e irónicos que recaen sobre el propio personaje y las situaciones que atraviesa.


Patrycja Pustkowiak


Podríamos decir que el acierto de la novela es que prácticamente se burla de sí misma. Se burla también de la intelectualidad y del esnobismo, por medio de alusiones que no resultan nada usuales en la construcción del personaje que se siente “diferente”, y que cae en lugares comunes como aislarse para cultivar sus intereses literarios y filosóficos. Aquí nos alejamos de esta intelectualidad y nos encontramos de frente con asociaciones puramente populares: Tamara se suscribe a mensajería instantánea con predicciones sobre el futuro; a actualizaciones que le dan pistas sobre la búsqueda del verdadero amor; se preocupa por las publicaciones que encuentra en sus redes sociales; se sienta horas frente al televisor a ver programas de cocina y reality shows. He aquí la ironía de esa búsqueda por un espacio en la sociedad de la cual se siente tan apartada, y a la cual parece amoldarse al mismo tiempo con tanta facilidad.


En cuanto a la edición, hay que subrayar el trabajo que se propone Aquelarre Ediciones por poner ante el lector latinoamericano traducciones de obras de la literatura contemporánea mundial. Esta novela constituye el primer título de la colección Narrativa Contemporánea, una apuesta sin lugar a duda interesante, con la que emprende el reto de seleccionar autores noveles, cuyas obras, no obstante, tienen el mérito para desbordar sus respectivas esferas locales. La traducción al español de esta novela la realiza Cristina Arroyo, y es de destacar la cuidadosa labor que realiza el editor al incluir algunas pertinentes notas al pie de página. No son más que unas cuantas, de forma que no pretenden rellenar ni agobiar al lector con detalles prescindibles; por el contrario, encontramos notas en el lugar preciso en donde deberían estar, por lo general para aclarar referencias particulares del ámbito polaco.


 


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