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  • Karina de la Paz Reyes Díaz

Luz para Estrella


Acoyo (Ilustración de Natalia Calderón)

Una luz avanzaba sobre el recién oscuro campo raso, no era un cocuyo sino un tizoncito que llevaban mis hermanos Prima y Doro. Al mismo tiempo, pero muy a lo lejos, papá, Dionisio, inició el viaje de regreso a casa con su recua de mulas, oloroso a pimienta, sudor y bestias; también con las castañas vacías porque, como siempre, había acomodado todo el aguardiente destilado por los abuelos en el alambique que tenían en el rancho Cerro Pelón.


Prima y Doro fueron los primeros hijos de la familia y ese día, siendo unas criaturas, pardeando la tarde, cuando los grillos y chicharras estaban en plena bulla, salieron de El Cabellal en busca de ayuda de la tía Pastora —ahora que lo pienso, quizá el rancho se llamó así porque había mucho árbol de zapote cabello.


Fue el 24 de octubre de 1935, con la luna tierna, apenas asomándose en el cielo. Los cuatro perros venaderos de papá despidieron a mis hermanos a ladrido tendido y cuando dejaron de verlos, entraron a la casa atraídos por los quejidos parturientos de mamá, Manuela.


Por eso papá, a caballo y arriando sus mulas, no corría, volaba sobre el camino cuesta arriba, de regreso a la sierra, para estar al pendiente en los últimos días del embarazo, pero las tremendas lunas que se habían vivido adelantaron el alumbramiento.


Esa tarde Doro, que fue el mayor de nosotros, por las prisas y tomar el tizón que les aluzaría y protegería en el camino, dejó mal trancada la puerta de la casa —porque antes, para trancar una puerta sólo se usaban riatas o alambres.


Por eso los perros pudieron entrar y no pararon de ladrarle a mamá, ni siquiera cuando me parió. Casi enseguida, llegaron mis hermanos con la tía Pastora, que vivía en otro rancho, no tan lejos, y como todas las mujeres de antes, sabía de curar con yerbas, sobar y ayudar a parir.


Para cuando papá llegó al Cabellal, mamá ya se había dado el primer baño de parturienta con hojas de acoyo machacadas en agua casi hirviendo; así era la costumbre, sobre todo procurando caldear el vientre y la vagina.


Esos baños eran los únicos cuidados después del parto, porque antes las mujeres no tenían por costumbre reposar luego de haber dado a luz —no me imagino a una mujer reposando una cuarentena—; es más, mamá nos contaba que recién aliviada de mí hizo altar, pan y tamales como ofrenda de Todos Santos, porque antes los días de muertos empezaban mucho antes que ahora.


***


A papá le decían “El señor de las mulas pintas”, aunque de las 14 que tenía para la arriería, pintas, sólo eran dos. Con la recua bajaba desde allá por Tlaxco, Mecapalapa, Huichilac, Álamo, Xuchil, Mante; pasaba por aquí, por Teayo, Castillo, Tihuatlán y llegaba hasta Santiago de la Peña y Tuxpan.


“¡Ahí viene el señor de las mulas pintas!”, gritaban las gentes cuando lo veían llegar a poblados o caseríos con la recua cargada de aguardiente.


El aguardiente no sólo era para emborracharse; también para remedio: quienes padecían de reúma se lo untaban en las piernas y las plantas de los pies; a los que les agarraba un aguacero en el camino se echaban en pecho y espalda para calentarse; servía hasta para calmar los piquetes de mosco.


Papá nos contó que todavía le tocó venderle aguardiente a doña Cheno, curandera de las antiguas de aquí; el juerte lo usaba para reposar las yerbas con las que curaba el espanto —después de haberlas remolido en el metate—, también se echaba sus buches para rociar al enfermo, mientras le untaba aquel menjunje verde.


En aguardiente hasta hojas verdes de tabaco ponían a reposar y luego de unos días, servía para frotarse en piernas y pies hinchados, para aliviar el malestar.


Pero papá no sólo ranchaba aguardiente, también piloncillo que hacían los abuelos, vainilla en rollitos, pipián, frijol, ajonjolí, cacahuate y pimienta; hasta cajas con petróleo, jabón de marqueta y harina recogía en un lado y acomodaba en otro.


De esa mercancía también apartaba para llevarnos al rancho. Le fue bien como arriero, porque con la ganancia que sacaba de cada viaje se compraba una cabeza de ganado y llegó a tener más de quinientas. Como antes nomás era de agarrar tierra y tumbar montaña, no había problema de dónde tener animales. Eso del ejido llegó después.


***


Era muy alegre mi papá, tenía su quinta y los huapangos fueron su religión. Por donde anduvo siempre lo acompañó el instrumento: tocaba en el camino; en el mesón donde hacía parada para dormir, comer o que descansaran las bestias; ni se diga en los huapangos que se armaban en las rancherías. O a pie de camino, donde a veces les agarraba la noche.


Siempre se la pasaba toque y toque, cante y cante Caimanes, La Petenera y otros más que ya no me acuerdo.


En el alta mar cantaba

Una niña encantadora

Sus versos se encadenaban

Y decía con voz sonora:

“Yo soy la diosa del agua”.


Me acuerdo clarito de todo eso porque más de una vez fui con él a esos viajes, en ancas de su caballo o a lomo de una yegua. Le gustaba que lo acompañara porque también me la pasaba cante y cante, cante y cante. Como a él, nunca me ha cansado la música.


Y como el huapango fue la devoción de papá, pues estaba orgulloso de mí, porque en cada huapangueada me acababa un par de zapatos de tanto bailar toda la noche y hasta la madrugada.


Aunque fuimos muchos hijos, a nadie más de mis hermanas y hermanos les gustó la versada y la zapateada, por eso fui su Estrella, no en vano me nombró así.


Estando con nosotros en el rancho, papá tocaba la quinta todas las tardes, sentado en un butaque de cuero de venado. Venado que en vida había tenido cuernos de 14 puntas y que mamá mató a machetazos porque la sorprendió lavando en el arroyo.


Ella, al igual que él, adonde fuera llevaba con qué defenderse y los dos contaban que en aquella ocasión, en lugar de que mamá llegara a casa con la batea de raíz de cedro colmada de ropa recién lavada, lo hizo con el animal desvanecido a mamachi.

Caminos de maíz (Ilustración de Natalia Calderón).


***


Allá arriba, en El Cabellal, vivimos tiempos felices; yo ni siquiera sabía que la gente se moría; pensaba que los que llegaban a viejitos así se quedaban para siempre. Mi gusto era jugar con mis hermanos al trompo y la pirinola; brincar la cuerda, robarle caballos a papá e irnos montados en ellos a pasear por los cerros y nadar en el arroyo o las pozas.


Me acuerdo que al pie de un ojo de agua estaba un chalagüite grandote, frondoso. Mis hermanos y yo lo trepábamos, nos columpiábamos de los bejucos que le colgaban de sus ramas y nos aventábamos a nadar; como le teníamos respeto a las tepas, íbamos antes o después del mediodía. ¡Qué tal si nos hechizaban!


¡Sí, yo era bien avaronada! Y mi gran placer fueron las canicas. Por eso me encantaba y era feliz cuando había luna recia, porque al estar oscuriclaro podíamos jugar hasta muy entrada la noche. Pero yo nací en luna tierna y en noches de esas siempre será necesario que el fuego aluce.


Cómo olvidar mi nacimiento, si en la infancia mamá nos contaba con frecuencia la historia y si de repente me enojaba o peleaba con mis hermanos, les decía llorando: “¡Mejor me hubieran comido los perros!” Lo que una piensa cuando es niña.


Mamá no sólo nos platicaba de mi nacimiento; también de que ella se había criado en Pahuatlán y papá en el rancho de los abuelos, que estaba más adelante, donde tenían otro alambique —no me acuerdo del nombre, creo que no tenía—, que la enamoró en las noches de huapango en el pueblo, que cuando decidió irse con él no sabía nada del quehacer de la casa por ser hija de familia, pero pronto aprendió.


No sólo eso. Mamá fue como un varón más en El Cabellal, porque al salir papá con la recua, ella se encargaba de todo: dirigir a los peones —que ahí vivían con todo y familia—, ordeñar a la par de ellos en las madrugadas, hacer queso, arriar a las vacas montada a caballo; incluso, mataba un puerco de vez en cuando, y repartía carne a los peones —porque antes no había la costumbre de venderla—, lo de un pantle lo ponía a secar al sol y otro más nos lo hacía en tamales.


También sabía de curar con yerbas y algo de eso aprendí.


***


Tenía doce años cuando llegamos aquí. Al poco tiempo, falleció un viejito y fue cuando supe de la muerte. Ya habíamos vivido un tiempo en Huichilac. De ahí nos salimos por diferencias familiares, y de El Cabellal, porque papá quería que fuéramos a la escuela pero también porque poco a poco se acabaron los caminos de los arrieros y empezaron los de los carros.


Además, desde la muerte del abuelo, poco a poco dejaron de funcionar los alambiques, se acabó la molienda para el piloncillo, se perdió el cañal. Todo cambió.


Acá, él siguió su oficio de ganadero y yo el de bailadora en los huapangos. Gilberto se burla de mí, dice que por eso me duele tanto la cintura y me cuesta pararme de esta cama; yo le recuerdo que fue en esas noches que aprovechaba para verme, aunque yo todavía estaba chamaca y no pensaba en amores.


¡Hace tanto que dejé de bailar huapangos, ya no me acuerdo cuánto! Por un lado se acabaron los viejos que los tocaban, pero también los bailadores. También eso se acabó. Esas noches de huapango en Teayo, cuando la gente se emocionaba tanto que aventaba dinero alrededor de la tarima mientras zapateábamos.


Parece que ahorita escucho aquella sonajera y repicar de la tarima a la par de los huapangos, porque los bailadores acostumbraban echarse pesos de plata en las bolsas de los pantalones para acompañar la música.


Aquello no parecía una huapangueada, ese montón de gentes en devoción a la alegría era más bien una lumbrera que se sentía a lo lejos, quizá más allá del pueblo.


Pero ni mi papá ni yo le enseñamos algo de eso a mis hijos. ¿No sé por qué? Sí, sí sé: no quisieron aprender ni a tocar ni a bailar ni a cantar, por ser costumbre de antes.


Ya entrada en años decidí ser predicadora de Jehová, dejé de creer en las tepas, me alejé de las yerbas, de las curadas de espanto y nunca más celebré Todos Santos… ¡Ay, lo que me hizo recordar ese cocuyo que estoy viendo por la ventana! ó ¿Serán Prima y Doro en busca de la tía Pastora?

 

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