Mentiras de oro y plata
Karen siempre miraba los días que ya habían pasado. Sentada sobre la misma roca enorme, miraba hacia el fragante horizonte, se miraba a ella misma, con el viento lamiéndole sus cabellos, sus cabellos abrazando su cara y su cara limpiada por sus frágiles dedos temblorosos que lo apartaban.
Yacía siempre perdida entre los senderos de sus pensamientos, atravesando los numerosos palacios de oro y plata que en aquel tiempo había escuchado de las historias que papá nos contaba; perdida entre los pliegues de la imaginación y de la irrealidad porque, al fin y al cabo, aquellas suntuosas casas que papá describía, a veces hechas de oro, otras veces de cristal, otras más de piedra volcánica con unos mentados balcones que no eran más que prolongaciones de un espacio emanado sobre otro y en el cual uno podía mirar el cielo, las nubes, las estrellas y hasta otros palacios disfrazados con pozas de agua ojizarcas, puentes en jardines, esculturas que escupían líquidos transparentes mientras de su fondo brotaban jardines babilónicos perfumados, embriagantes e inmaculados y que él decía se hallaban más allá de donde terminaba el camino, que nunca terminaba; sólo eran un cúmulo de leyendas mal deformadas que sabría Dios qué sombrerudo le había contado bajo los artificios del engaño. Hasta ese entonces así era nuestra realidad: una percepción que nunca se bifurcaba.
Su vestido roto y sucio, estampado con unas flores amarillas hechas de sueño, bailaba siempre a través de los dedos del viento. Su cara estaba totalmente talconeada de polvo, aquel polvo negro que suele esconder a la realidad. Empolvadas sus mejillas como mis manos, cubiertas por la negrura del suelo, de un suelo aniquilado. Escuchando cómo le cantaba el viento. «Escuché que va a venir», navajeó un día al silencio. «¿Quién?», le pregunté. «El señor que dice papá que nos quiere», me respondió. «Ahhh…», le dije, «…el de los sueños de papá».
La voz de mi madre se desplazó en el torrente de aquel día puntiagudo a través de los senderos de nuestro mundo. «¡Niñoooos!». Volteamos con pesar, tostados por el sol de mayo que quema sin consideración. Caminamos hacia nuestra casa arrastrando los pies, viendo saltar el polvo a nuestro paso. Al llegar, en una esquina, mamá tendía una enorme tela hecha de hojas de palmeras abrazadas entre sí. Acomodó, en unos platos blancos carcomidos por los sombrerudos, una pasta grande amarilla y luego una enorme pasta negra. En otro plato sentó las tortillas de maíz y, en otro, chile hecho agua. «Conseguí hacer horchata de arroz. Tomen». Nos sentamos los tres alrededor de la tela, comiendo, manchados por el polvo, la desventura y la marginación. Comimos percudidos por la monotonía, estrangulados por el silencio y sin lágrimas atravesadas por la cotidianeidad del acontecer. Qué íbamos nosotros a saber qué era aquello que nos abrazaba.
«Mañana nos levantaremos temprano», dijo mamá, navajeando otra vez el silencio, «Viene a vernos». «Te dije», me espetó Karen. «No creo que vaya a venir», sentencié. «Conseguiré agua. Debemos estar presentables. Sólo Dios sabe que él nos ayudará», finalizó mamá.
Anocheció. Como sólo teníamos una comida al día, la panza de Karen y la mía solían resonar de dolor ante el hambre. No quedaba nada más que los platos embarrados del olor de una comida inexistente. Mascábamos bejucos para engañar al pensamiento. A través de los palos verdes, muros verdes, leña que no quema, imperfecta, y que deja grandes abiertos; los mosquitos y la luz de las luciérnagas y las peludas y el ruido de los saltamontes y las olidas de los perros y el aullar de la obscuridad entraban. Cuerpos tullidos de dolor. Alrededor de la tela de hojas de palma mamá ponía brazas de leña que ya no ardían, pero que emitían calor. Eran nuestras cobijas y el crucifijo que nos protegía de los males que entraban por las rendijas de las paredes. «¿Y papá?», preguntaba Karen. Papá sólo llegaba los fines de semana a traernos maíz, frijol, papa, arroz y diez litros de agua.
El sol, maleducado porque así lo crio su mamá, entraba por todas partes, hasta desde el suelo. Mallugados por el dolor, nos levantábamos. Brazas consumidas en el tiempo.
«Vengan, vengan al bote. Hay que bañarnos. No tarde y llega», dijo mamá. «¿Quién?», preguntó Karen, aturdida aún por la obscuridad. «¡El sombrerudo!», le respondí. «¡Cállate! ¡Te va a llevar si lo sigues mencionando, tonto!», me gritó. «¡Sombrerudo, sombrerudo, sombrerudo, sombrerudo!», la callé. El agua corría ligera y mortal a través de nosotros para esconderse en el polvo. Karen recuperaba su color habitual, ese color sin manchas de tierra. Nos sonreíamos. Días favoritos en los que el agua jugaba con nosotros.
Se metió mamá y sacó de un baúl de palos unas ropas nuevas que brillaban a través de la luz. «Se las pongo y se mantienen limpios limpiesitos. Hay que estar presentables», exclamó con una alegría pegada a su rostro. Camisa blanca para mí, blusa azul para ella, cortito rojo para mí, falda blanca para ella. Mismas chanclas. Mismas personas. Agua perdida en las partículas negras. «Mamá, ¿tú no estrenarás ropa?», le pregunté. «Hoy no, mi amor, pero muy pronto», me respondió con un mar en los ojos que no salió, con una piel agrietaba necesitada de hidratación, labios partidos, mirada cansada, caricia en mi mejilla chapeada por el sol y una sonrisa robada de su pegada alegría.
El día pasaba. El sol, deambulando, se paró arriba de nosotros. Karen y yo sentados en la misma roca viendo los días que pasan. A lo lejos, una humareda ruidosa se levanta. «Le besan las manos y los pies, no lo miren a los ojos aunque él les alce su cabeza para hallárselos. ¿Entendido?» Objetos negros, dos, cuatro, ocho, que avanzaban hacia nosotros. «Entendido». Multitud de personas esperando. Pararon. Objetos monstruosos. «Son los de la leyenda de papá», le dije a Karen. «Son reales», me susurró. De todos descendieron hombres vestidos de negro, con lentes obscuros, sin rostro, sin pelo que les adornara la cara. De uno se bajó aquel hombre de canas blancas, sonrisa descubierta, cara apelotonada de arrugas, dichoso, feliz.
Seducidos, corrimos a él sin verlo a los ojos, amontonándonos todos, luchando por besarle las manos, «Señor, qué honor, qué placer», besándole sus zapatos lustrados, «gracias por venir, por estar aquí, por vernos», por tocarle la ropa siquiera, ropa que arrojaba bendiciones y daba esperanzas, ropa sacrílega, «nunca nadie nos ha volteado a ver, somos la escoria del país, los sin nombre, los que ni madrugando Dios los ayuda». Alzó su mano. Todos nos apartamos. Karen y yo, contra todo precepto, alzamos nuestras miradas que fueron fulminadas por él: una luz llena de sol áureo lo bañaba, el viento lo envolvía, el polvo se alejaba. Lo vimos y era un Dios, un Dios factible, vivo, que nos hacía creer que lo irreal podía volverse real porque él era irreal, empero ahí estaba, ante nosotros, mostrándonos su verosimilitud.
La gente lloraba, gritaba, bailaba, cantaba, aplaudía, se desmayaba, enloquecía de felicidad, todo de felicidad. «¡Nuestro próximo Presidente de la República!», alguien exclamó. «Te dije que era real, tonto». Y avanzó a través de la pobreza dejando rastros de esperanzas idílicas trastocadas.