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  • José Luis Sánchez Canseco

Enemigo público I


El hombre más fuerte del mundo

es el que se encuentra más solo.

H. Ibsen

Levantó la mirada al tiempo que sus párpados eran heridos por una multitud de rayos incandescentes. Ante él se extendía un enorme valle seco, pedregoso, inexorable. ¿Había visto hombre alguno, semejante soledad? Sin embargo, él estaba ahí sostenido todavía quién sabe por qué.


Una parvada de cuervos voló rasante sobre su cabeza hacia donde el sol se ponía, cuando un dolor agudo en el pecho le hizo doblar las rodillas y caer postrado. Los graznidos repicaban en sus oídos como tambores de muerte. Quiso cubrirse el rostro con sus brazos, pero éstos como si se avergonzaran de su propia vergüenza, no tenían fuerzas ya. Alcanzó a levantar un puño e inclinándose a tierra, se echó polvo y arena sobre su cabeza en señal de desesperación. Inmediatamente se dio cuenta que el rostro le quemaba. Apretó los párpados por el dolor, pero el agua salada había hecho ya camino en sus heridas.


No supo más de su miseria, pues lentamente sus pensamientos fueron apagándose y los graznidos de los cuervos fueron haciéndose cada vez más y más lejanos, sintió una profunda oscuridad, y perdiendo el sentido se dejó llevar.


Un hombre de edad avanzada se acercó al desfallecido joven y lo levantó en sus brazos. Al momento ya no era un adulto, sino sólo un pequeño. Aquel hombre, su padre, le besó en la frente, él le miró y le sonrió y sus manitas fueron a posarse en el rostro del noble hombre. Quiso recriminarle cuánto miedo había tenido al encontrarse tan solo en medio de aquel frio lugar, pero no pudo, pues la mirada de su padre le hizo sentirse seguro y confortable.


— Papá, ¿por qué tardaste tanto? — por fin le dijo, y en respuesta su padre lo abrazó contra su pecho mientras seguía caminando. Una enorme hacienda iluminada como un sol se podía ver a la distancia. Entonces el pequeño levantó la mirada hacia al cielo y sus ojitos fueron cegados por una multitud de estrellas. De pronto sintió frio, mucho frio, quiso buscar el calor de su padre y cerró los ojos, pero al abrirlos nuevamente estaba solo en medio de esa profunda oscuridad. Despertó violentamente, todo había sido un sueño.


Sintió un vago impulso por llorar, gritar y maldecir, pero ya no pudo. Se percató que tenía que moverse inmediatamente y buscar un refugio, pues en unos momentos las fieras del desierto saldrían a buscar a su presa. La noche empezaba a cubrirlo con su gélido manto. Se levantó y empezó a caminar, primero lentamente; y luego más rápido, su instinto de supervivencia le decía que apretara el paso. Miró que a una distancia se encontraban unos enormes peñascos, eso pare él era un refugio seguro.


Casi corría y su condición deplorable le hizo abrir la boca para respirar, jadeaba mientras se le contraía el rostro por la desesperación. Ya casi escuchaba los aullidos de las fieras, y de vez en cuando, volteaba a su alrededor pues esta vez los aullidos se escuchaban más y más cerca. Las piernas le sangraban por los espinos que le herían en su huida.

—¡¡Tengo que llegar!! —se decía— ya estoy cerca, un poco más, ¡maldita sea sólo un poco más!


Por fin llegó al pie de las rocas, pero tenía que escalar rápidamente. Una manada de lobos se divisaba a una corta distancia. Enormes fieras que parecían demonios salidos del infierno trotaban hacia su presa que se movía en las peñas. Volteó y alcanzó a ver una enorme mancha blanquizca que se abalanzaba hacia él. Un sin número de ojos de fuego centelleaban en la oscura noche. Rápidamente los lobos saltaron sobre las peñas, sin embargo él había alcanzado ya la cima inaccesible para sus devoradores. Los podía ver rondando y gruñendo a su alrededor y con movimientos desesperados les arrojaba algunas rocas mientras los maldecía.


Miró aquel lugar, era como un nido de águila casi circular, había en el suelo unas pequeñas y redondas plantas verdes llenas de espinas, se arrodilló y se quedó pensando, estaba exhausto. Recordó que tenía que comer, su mano fue hacia el cactus mecánicamente, tuvo que quitar las espinas con una roca y después mordió la planta con ansiedad, el líquido era un poco amargo pero abundante, masticó y le pareció como un manjar; no estaba mal, después de todo era un buen lugar de refugio.



Al terminar se limpió la sangre que ya estaba casi seca en su piel. Fue cuando se percató que había un gran silencio a su alrededor, y muy a lo lejos, se escuchaba el rugir de alguna fiera. Se acurrucó en un rincón, el frio le mordía la piel. Se alcanzó a cubrir con sus propios brazos e intento dormir, pero no pudo. Miró el enorme techo azul sembrado de estrellas, en ese momento una estrella fugaz cruzó el cielo precipitadamente, y el enemigo público sintió un brinco en el corazón y pidió un deseo. Su deseo fue el ser un hombre de bien, un hombre que se ganara la vida con el sudor de su frente, un hombre que mirara a sus semejantes con dignidad y sin vergüenza. Una leve sonrisa se dibujó en su lánguido rostro, y sintió pena de sus propios pensamientos. Estuvo media noche observando las estrellas y conmovido por la belleza nocturna, casi se olvidó que era un desgraciado, un maldito, un hombre marcado y desterrado de toda civilización y contacto con los humanos: un “enemigo público”.


El sol se había levantado ya cuando él despertó, le dolía un poco la cabeza, pero aún estaba vivo y se maravilló que así fuera. Luego, todavía aturdido, vio que una enorme águila reposaba en la roca. Una especie de magia y poder envolvían aquella magnífica ave. En ese momento el águila extendió sus enormes alas cubriendo la luz del sol y envolviendo de sombra al enemigo público. Quedó maravillado y por unos instantes no sintió más que una intensa paz. Fue tan rápido que cuando volvió en sí, el ave había alzado ya el vuelo. Volvió el rostro al suelo y se dijo a sí mismo.

— ¿Hasta cuándo?, ¿hasta cuándo seré un maldito de la tierra?


El día apenas iniciaba y el sol empezaba a calcinar la tierra, pero para el enemigo público no había más que continuar con su camino ¿hacia dónde? hacia ninguna parte, igual tenía que sufrir, igual tenía que seguir, lo mismo todos los días. Se preguntó una vez más si tenía sentido. Tomó algunos cactus, los envolvió en hojas y empezó su penosa jornada.


Tenía que cruzar el valle rocoso y dirigirse hacia el poniente, cruzaría ese desolado desierto sin otro compañero que el severo sol que lo abrasaba, siempre acechándolo y maldiciéndolo. No había otro camino, ni tampoco elección, ya que todos los menesterosos, desterrados, criminales e inadaptados habían sido declarados “enemigos públicos” por el Tribunal Supremo, sin permiso para transitar los caminos seguros y lugares habitados, o pasar siquiera cerca de un poblado. Estaba prohibido además que ser humano los ayudara, y a su vez, a estos miserables les estaba prohibido dirigirle la palabra a un civil, pues de hacerlo, eran sometidos a severos castigos. De vez en cuando, si se encontraban con alguna caravana de gitanos eran obligados a realizar todos los trabajos forzados de éstos, sólo para poder comer de los desperdicios que comían también los cerdos.



Mientras camina el enemigo público va pensando, le es difícil aclarar sus pensamientos. Ya ni siquiera recuerda cómo es su padre, su madre, sus hermanos, sus amigos; se pregunta si su padre, llora todavía su ausencia o si su madre se ocupa tan afanosamente del qué dirán; si sus hermanos lo odian todavía, o si sus amigos lo recuerdan como se recuerda a aquéllos que han muerto, aquéllos que han partido al valle de los muertos.

— Si, eso soy… un valle seco— se dice.


Sus ojos tristes miran el enorme cielo azul cuando de pronto el sonido agudo de una víbora lo hace volver en sí. Está paralizado de pavor, pues el rápido reptil se encuentra a corta distancia y le franquea el paso, cualquier movimiento y el mortal veneno daría cuenta rápidamente de él. Su garganta se ha vuelto seca y un sudor frio le recorre su frágil cuerpo. La víbora cada vez está más nerviosa y lista para atacar, él contiene la respiración, está a punto de gritar. Todo a su alrededor empieza a parecerle terriblemente asfixiante. Sus ojos se encuentran mirando fijamente a los del reptil como si estuviera seducido, hipnotizado, cuando en un instante una enorme sombra lo envuelve.


Instintivamente se cubre el rostro con los brazos y retrocede. Poco a poco se da cuenta que nada le ha ocurrido y mientras baja lentamente los brazos, escucha el chillido desafiante de un ave y ve el hermoso plumaje que refleja el sol al moverse como una marioneta. El águila está dando cuenta de la terrible víbora. Sus garras le sostienen la cabeza mientras le desprende la mitad con su poderoso pico. El enemigo público deja escapar una tímida sonrisa. Luego, maravillado ve cómo el hermoso animal levanta el vuelo llevando en sus garras los restos de su presa.


Atónito se frota las palmas de las manos contra su pecho mientras traga saliva, luego desprende un cactus de su cintura y le da una gran mordida, el susto le ha dejado seca la boca. Mastica desesperadamente. Sabe que ha tenido mucha suerte ese día. Aun así, sus pensamientos le recuerdan que tiene que estar más alerta, pues el rastro de cadáveres que ha encontrado a su paso sólo le confirma una verdad: la sombra de la muerte ronda por aquellos lugares y es poco probable que alguien salga con vida del valle rocoso.


Camina hacia el ocaso con la esperanza de encontrar un poco de agua que satisfaga su sed. Su rostro curtido tiene una apariencia cobriza cuando el sol del atardecer le refleja con sus cálidos rayos. Sube por un no muy empinado montículo para ver mejor más allá de los arbustos. Por fin llega, su mirada busca cuidadosamente algo, tal vez unas palmeras o árboles que le indiquen la posibilidad de hallar el vital líquido, pero no ve nada, sólo rocas y arena. Tristemente agacha la cabeza y mira sus pies casi rotos por la intemperie. Su raquítico calzado deja al descubierto las heridas de espinas y piedras del desierto.


Hace un esfuerzo por no desesperarse y continúa caminando. Ya casi termina el día y el enemigo público necesita un lugar, un refugio donde recostar su cabeza. Sube pequeñas laderas y grandes rocas, de vez en cuando atrapa un pequeño reptil o un roedor, que en aquel lugar le resulta un manjar comparado con los desperdicios que compartía con los cerdos de los gitanos.


El sol se ha ocultado ya, y para el enemigo público, sólo ha sido un día más, un momento más, un segundo más. De repente un pensamiento cruza por su mente: su hogar. Una tímida lagrima brota desde lo más profundo de sus entrañas, y comprende que no puede volver, pues eso significaría su muerte y la vergüenza pública de su familia. El rostro melancólico y los ojos enrojecidos por la jornada, vuelven otra vez a concentrarse en la supervivencia. La noche esta puesta ya, y una enorme oscuridad ha cubierto su patética silueta.


Encuentra un buen refugio y con gran esfuerzo, enciende fuego con el que se siente más seguro pues sabe muy bien que las bestias de la noche temen el fuego. Sentado ahí, mira abstraído el corazón del calor. Su mente recuerda con gran nostalgia cuando los siervos de su padre, departían comiendo viandas alrededor de una buena y cálida fogata después de un arduo día de labor. Y en sus pensamientos se dice:


— Si tan sólo fuera como uno de ellos, mi padre me emplearía como jornalero —


Pero se siente muy fatigado y le duelen los huesos. Una sucia túnica le es por cobija y la toma como si tomara su propia alma, se cubre y recuesta lentamente la cabeza. Al cerrar los ojos sus lágrimas ruedan cual gotas de lluvia, se encoge como un bebé y en unos instantes se queda dormido.


 

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