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Rodrigo Círigo

Aún podía saborear la ceniza: cinco poemas de Ocean Vuong

[1]

ROMPE HOGARES

Y así es como bailábamos: los vestidos blancos de nuestras madres

desbordaban nuestros pies, mientras un agosto tardío

teñía de rojo oscuro nuestras manos. Y así es como amábamos:

medio litro de vodka y una tarde en el desván; tus dedos

entre mi pelo, mi pelo un incendio fuera de control. Cubríamos

nuestras orejas y los berrinches de tu padre se volvían

latidos. Cuando nuestros labios se tocaban, el día se cerraba

como un féretro. En el museo del corazón

hay dos personas sin cabeza que construyen una casa en llamas.

La escopeta siempre estaba sobre

la chimenea. Siempre había tiempo que matar, aunque al final rogábamos

que algún dios nos lo devolviera. Si no era el desván, era el auto. Si no

el auto, el sueño. Si no el niño, su ropa. Si no estaba vivo,

cuelga el teléfono. Pues el año es una distancia

que recorrimos en círculos. Eso quiere decir: así es como

bailábamos: solos en cuerpos dormidos. Eso quiere decir:

así es como amábamos: un cuchillo sobre la lengua volviéndose

una lengua.

 

SIN TÍTULO (AZUL, VERDE Y CAFÉ):

ÓLEO SOBRE LIENZO: MARK ROTHKO: 1952

La tele dice que los aviones han derribado los edificios.

Y yo dije Sí porque me pediste

que me quedara. Quizá rezamos de rodillas porque dios

sólo escucha cuando estamos así de cerca

del diablo. Hay tanto que quiero decirte.

Cómo mi orgullo más grande

era atravesar el Puente de Brooklyn

sin pensar en volar. Cómo nuestras vidas se parecen al agua: mojamos

una lengua nueva sin confesar

a lo que nos hemos enfrentado. Dicen que el cielo es azul

pero sé que es negro si lo miras desde muy lejos.

Siempre recordarás lo que estabas haciendo

cuando te duela más. Hay tanto

que necesito decirte, pero sólo me gané

una vida. Y no tomé nada. Nada. Digamos un par de dientes

al final. La tele siguió diciendo Los aviones…

Los aviones… y yo me quedé parado en el cuarto, esperando,

hecho de cenzontles rotos. Sus alas palpitando

entre cuatro paredes borrosas. Y tú estabas ahí.

Eras la ventana.

 

UN POCO MÁS CERCA DEL PRECIPICIO

Son lo suficientemente jóvenes para creer

que nada puede cambiarlos y así entran de la mano

al cráter que dejó la bomba. La noche está colmada

de dientes negros. Su Rolex falso, que en unas semanas

se estrellará contra su mejilla, ahora se desvanece

como una pequeña luna detrás de su pelo.

En esta versión la serpiente no tiene cabeza; está inerte

como una cuerda desatada de los tobillos de los amantes.

Él levanta su falda blanca de algodón y revela

otra hora. Su mano. Sus manos. Las sílabas

dentro de ellas. Oh, padre, Oh presagio, empuja

hacia su interior, mientras el campo se hace trizas

con el gemir de los grillos. Muéstrame cómo la ruina construye su hogar

con huesos de cadera. Oh, madre,

Oh, minutero; enséñame

a estrechar a un hombre como la sed

estrecha al agua. Permite que todos los ríos envidien

nuestras bocas. Permite que cada beso golpee el cuerpo

como una estación. Donde las manzanas retruenan

sobre el mundo con pezuñas rojas. Y yo soy tu hijo.

 

A MI PADRE / A MI FUTURO HIJO

“Las estrellas no son hereditarias”.

–Emily Dickinson.

Había una puerta y luego una puerta

rodeada por un bosque.

Mira, mis ojos no son

tus ojos.

Me atraviesas como lluvia

que se oye

desde otro país.

Sí, tienes un país.

Algún día lo encontrarán

mientras buscan barcos perdidos…

Una vez me enamoré

durante un choque en cámara lenta.

Nos veíamos tan en paz, el cigarro flotando desde sus labios

mientras nuestras cabezas latigueaban

en el sueño y todo

estaba perdonado.

Pues lo que oíste, o vas a oír, es verdad: yo escribí

un tiempo mejor sobre la página

y miré cómo el fuego la reclamaba.

Algo siempre se estuvo quemando.

¿Entiendes? Cerré mi boca

pero aún podía saborear la ceniza

porque mis ojos estaban abiertos.

De los hombres aprendí a alabar el grosor de las paredes.

De las mujeres

aprendí a alabar.

Si te dan mi cuerpo, tíralo.

Si te dan cualquier cosa,

asegúrate de no dejar

huellas en la nieve. Sabe

que nunca elegí

el sentido en que las estaciones se suceden. Que siempre fue octubre

en mi garganta

y tú: cada hoja

que se rehúsa a oxidarse.

Rápido. ¿Puedes ver el rojo oscuro cambiando?

Esto significa que te estoy tocando. Esto significa

que no estás solo, incluso

cuando no lo estás.

Si llegas antes que yo, si no piensas en nada

y mi rostro aparece ondeando

como una bandera rota, date la vuelta.

Date la vuelta y encuentra el libro que dejé

para nosotros, lleno

de todos los colores del cielo

que los enterradores han olvidado.

Úsalo.

Úsalo para probar que las estrellas

siempre fueron lo que sabíamos

que eran: las heridas

de cada

palabra mal disparada.

 

ODISEO RETORNADO

Entró a mi cuarto como un pastor

salido de un Caravaggio.

Todo lo que queda de la frase

es una línea

de pelo negro encallada

a mis pies.

De regreso del viento, me llamó

con un bocado de grillos:

humo y jazmín se desprendían

de su pelo. Esperé

que la noche decreciera

en décadas, antes de intentar tocar

sus manos. Entonces bailamos

sin saberlo: mi sombra

extendía la suya sobre la alfombra.

Afuera, el sol seguía saliendo.

Uno de sus pétalos rojos cayó

a través de la ventana y se prendió

a su lengua. Traté

de arrancárselo

pero me detuvo

mi propio rostro, el espejo,

sus grietas, los grillos, cada sílaba

que se derramaba.

[1] Los poemas están tomados de: Ocean Vuong, Night Sky With Exit Wounds, Londres, Jonathan Cape, 2017.

 

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