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  • Maetzin Vázquez Quezada

Filosofía para una caída libre



Desde hace tiempo ya, o quizá desde siempre, he experimentado una sensación de inconformidad y confusión ante lo que mis ojos físicos y sensibles perciben como realidad y no hablo sólo de la propia, es decir, de aquel entramado íntimo que al ser nutrido de una realidad colectiva superior es, - hasta cierto punto- generoso al permitirnos renovar y consolidar constantemente aquellas primeras referencias de los valores morales y estéticos del mundo. Hablo también de esta otra realidad superior que al excedernos en volumen y en abstracción sígnica-simbólica, se impone sutilmente en nuestra consciencia como natural y única posible.


Así, en un nivel de microcosmos y como espejo del todo, nuestra realidad íntima nos prepara para formar parte de una realidad “superior” en la cual no siempre parece ser necesario comprobar, experimentar o cuestionar las razones de sus preceptos. Basta con llevarlos a la práctica con la mayor eficacia posible; para que su cumplimiento dé paso a la realización de la utopía: promesas fundadas en la aceptación y accionar de los preceptos provenientes de la aparentemente dicotómica relación de ambas realidades.


Sin embargo, la utopía al alojarse en la ilusión de deseos que asumimos como propios e individuales, vive en la esperanza de construir en nuestra realidad interna un espacio posible de realización personal y sentido de existencia. Pero como en toda eficaz utopía, esta realización se siente en ocasiones tan lejana como imposible que el abatimiento constante del día a día se expresa paradójicamente como una amenaza motivante.


Y es justo cuando la amenaza se presenta no sólo como desvelos en ciertas noches, sino como un fuerte soplo en la espalda anunciado la venida inminente del fracaso, que el mundo nos da un respiro alineando casi de manera perfecta nuestro accionar personal de esfuerzo y perseverancia con lo que inocentemente llamamos entorno para dar cabida al alcance del sueño, a la realización de la utopía, a la experiencia del éxito. Hemos llegado, al menos en aquel instante, al punto más alto de nuestras montañas, hemos logrado reunir en un solo espacio los puntos de la relación interdependiente de nuestras realidades.


Debido a nuestro instinto “aprendido” de voracidad de deseos o –como expresaría Foucault- nuestra natural necesidad de construir utopías pues no “se puede vivir en un espacio neutro o blanco; sino en espacios cuadriculados, recortados y abrigados en zonas claras y oscuras”(Foucault, 1966); este espacio requerirá de un artificioso modo de invención de nuevas formas de ser satisfecho.


Si por alguna razón, dicho espacio se encuentra casi al tope de su capacidad, buscamos a toda costa compactar los éxitos ya obtenidos y claramente institucionalizados –y por lo tanto validados- a través de objetos clarificadores de su existencia –títulos, credenciales, automóviles, relojes, vestidos, joyería, cheques, entre otros- para dejar entrar otros muchos con la única finalidad de volver a experimentar el cumplimiento de las promesas del espacio soñado.


Sin pretender frivolizar el deseo humano por el éxito y las acciones pertinentes para ello, es también un hecho importante a considerar el modo en que se busca más la acumulación de experiencias gratificantes que el hecho mismo de vivir el éxito alcanzado. Así, en una voracidad sin fin se busca el energetizante shot de autoestima por nuestros logros sin más sentido que el afán desesperado de querer sentir una vez más, perdiendo así el sentido, y convirtiéndose en una necesidad enfermiza del ego de siempre ir por más.


Pero ¿qué significa ir por más?, ¿qué tan auténtico es el origen de este deseo?, ¿a partir de qué circunstancias propias y ajenas establecemos nuestros sueños?; ¿es que acaso puede hablarse siquiera de circunstancias propias, cuando lo externo es nutrido por lo interno y viceversa? ¿Qué implicaciones individuales y sociales conllevan la búsqueda de nuestros deseos?


Respuestas únicas ante el acercamiento aún débil de la formulación de estas preguntas sobre la complejidad que implica la motivación de nuestros deseos y la reunión de nuestras realidades; sería caer en errores no sólo de omisión por ignorancia, sino incluso de presunción y de respeto. Problematizar lo que se desea conocer es más importante que buscar una solución única que forzosamente será de un radicalismo determinante y reduccionista.


No obstante, y acorde con la fragilidad con que se viven la temporalidad de los beneficios brindados por la utopía y sus constantes reinvenciones en la creación del espacio soñado, el planteamiento de estas preguntas es la pauta necesaria para continuar con el desarrollo de este escrito; ya que es posible establecer como punto central de esta búsqueda por la utopía, la encrucijada existencial que ella crea: no saber siquiera si con lo logrado, podemos ser ya felices.


En consecuencia, el éxito temporal alcanzado se percibe más como estorbo. Para la utopía es necesario deshacerse de esa sensación de satisfacción que nos obliga a asimilar y disfrutar lo vivido. Contrario al goce y a la reflexión, esta amenazante utopía apela a la inconformidad de lo obtenido como un buen índice de salud mental, emocional ante una posible caída hacia la “mediocridad”. La utopía se posiciona en el eje del todo, y aprovechando la confusión de conceptos y sentimientos de nuestra realidad interna, convierte el “nunca se tiene demasiado para ser feliz” en ley de vida.


Garantizar la convergencia de estas dos realidades en un espacio conciliador implica el restablecimiento constante de su equilibrio. Nuevos retos y sentidos de existencia deber ser reinventados constantemente para alimentar esta especie de voracidad virtual de deseos de sentido en que nos hemos absurdamente comprometido.


Como imágenes guardadas en nuestros dispositivos de última generación, archivamos los éxitos alcanzados, que ante la necesidad de capturar otros, deben ser sin más eliminados. Quizá los nuevos éxitos son tan especiales como los anteriores pero eso ahora no importa, pues no es lo que implica la realización de un deseo, lo que tiene valor en nosotros, sino el hecho en sí de haber alcanzado otro “deseo”. Basta con presionar la tecla adecuada para prescindir no sólo de los éxitos anteriores conseguidos, sino de los procesos vividos, y por lo tanto de todo aquello que nos conforma no sólo por lo logrado sino por lo experimentado en nuestra historia de vida.


Mecanismos ideológicos sutiles pero determinantes en su aplicación en la esfera de lo individual emocional, y de lo social a través de la costumbre y la institucionalización de dispositivos materiales traducibles en valores sociales, culturales e incluso “humanos”; nos facilitan la gran tarea de eliminación al decidir que elemento de nuestra carpeta de éxitos borrar. Sin embargo repetir esta acción una y otra vez, trae consigo no sólo este paso de eliminación, sino de poder incluso olvidar lo que se ha decidido olvidar, el olvido del olvido mismo.


Olvidando lo olvidado, la utopía perpetúa su existencia en el imaginario de nuestras realidades y nos muestra lo endeble de nuestras consideraciones sobre lo valioso, lo necesario, lo importante, lo natural y lo real. Todo entra en el juego sígnico-simbólico que no compromete más la experiencia corporal, emocional sensible o mental.


Lo percibido apunta más a una interpretación predeterminada sobre ciertas maneras de ver, de sentir y de relacionarse consigo y con el mundo. El golpeteo violento de nuestros latidos no es más resultado de un cuerpo en ebullición ante un momento detonador de vida. Nuestro vibrar le pertenece ahora a una reacción programada del cómo y ante el qué se debe sentir.


Sin embargo y a pesar de la interrelación de nuestra realidad íntima con la superior, no cedemos tan fácilmente ante la utopía. Recurrimos consciente e inconscientemente a mecanismos para, o bien soportar su constante sabor agridulce, o bien intentar deshacernos de ella. No obstante y sin importar el camino elegido, todos pasamos por “el síndrome del arnés”


Haciendo una analogía con los efectos corporales y emocionales vividos por los albañiles cuando al trabajar a alturas considerables caen y sin importar si se encontraban sostenidos por un arnés, experimentan dicho síndrome. Nosotros ante la duda considerable, el rechazo total o incluso la aceptación de las implicaciones que la utopía trae consigo, vivimos una caída constante cuyo riesgo no es la muerte en sí, sino -al igual que en el caso de los trabajadores mencionados- la desesperación propia del trauma por suspensión, es decir, imposibilidad de movimiento como consecuencia directa de un sistema venoso secuestrado por la posición que el cuerpo ha tomado.


Un sistema sígnico personal también robado, secuestrado y por lo tanto una historia de vida arrebatada y reinterpretada por y para otros. Pero cuidado, no siempre “los otros” hacen referencia a lo ajeno, a lo extraño, a lo externo. Debemos reconocer que son muchas las veces en que hemos permitido que los otros o lo otro ser nosotros mismos. Somos nosotros los otros en nosotros.


Así el trauma de la suspensión llega de golpe, intentamos movernos, realizamos esfuerzos para cambiar de posición buscando recuperar el flujo natural de nuestra sangre. Pero quizás pasar de la horizontalidad a la verticalidad o viceversa como estrategia paliativa o salvadora del problema en sí, no es una decisión que deba tomarse a la ligera. El cambio de posición implica pasar de una mirada artificiosamente “naturalizada” del mundo y de sus utopías, a una mirada dispuesta a de-construirse así misma las veces que sean necesarias para encontrar lo deseado. Implica confrontar sus dos realidades a sabiendas que en ocasiones no habrá espacio posible para su convergencia.


Sin más rodeos, el cambio de posición compromete la vida misma pues aún más peligroso que el hecho de poder soltarse del arnés cayendo desde una altura considerable y sin conocer las consecuencias de esto; es el hecho de no poder soportar dicho cambio y que antes de si quiera tocar el suelo, nuestro corazón haya dejado de latir.


¿Cómo hacer para que el éxito de este cambio de posición no sea sólo un golpe de suerte y obtengamos el resultado esperado? Con honestidad no lo sé y mientras lo pienso más arduo es el sólo hecho de pensarlo. Sin embargo, sí creo en la fuerza que la re-significación del mundo puede traer consigo. Incluso diría que es esta reinterpretación del sentido (de lo) impuesto, un camino que aunque osado, puede hospedar maneras más auténticas de ser y de estar.


Curiosamente aunque esta nueva forma de pensar en el ser y el estar comienza por lo individual no se separa de los otros, que si bien no dejan de ser otros, no son más extranjeros en nuestro pensar y por lo tanto no son tampoco intimidantes o peligrosos. El proceso de atomización tan bien delineado en la realidad superior puede por fin comenzar a tambalearse.


Por atomización se entenderá aquel proceso en que la división metafórica del ser humano en un número infinito de partículas provocará la incapacidad total de reconocerse y valorizarse en todas aquellas particularidades que lo conforman de manera integral, estableciendo así relaciones éticas y no sólo de intercambió con él mismo y con los otros (Becker, Fornet-Betancout et al., 1984).


La atomización al fragmentar la unicidad del ser humano desprecia y frivoliza las partes divididas y con un discurso altamente alterado lo impulsa a recuperar una supuesta integridad a través de la pérdida y sin remordimientos de su propia dignidad. Sin notarlo, su razón de existencia humana y trascendental termina por corromperse hasta convertirse en una pieza más cuyo valor se determina por el pragmatismo tenaz, tecnócrata y de competencia desleal del mercado. La utopía amenazante de la acumulación se ha puesto en marcha.


El individuo al atomizarse se fragmenta, se resquebraja renunciando al cuidado de sí y por lo tanto de los otros. Sin embargo, las partículas resultado de este rompimiento no vuelan azarosa e ingenuamente. Paradójicamente generan entre ellas un movimiento de encapsulamiento de la vida privada. Sin consideraciones y con toda premeditación, se dejan fuera aquellas partículas capaces de reconectar el desprendimiento humano desde un sentido ético individual y colectivo. El regreso a la vida privada no significa más un estado de reflexión sobre sí mismo, sino una vida privada definida a través del mantenimiento y enriquecimiento del sistema. La vida entonces se delimitará a partir de un juego siniestro de ambigüedades de los binomios yo-los otros, todo-nada, éxito-fracaso, procesos-olvidos.


El devenir constante de un yo que nace y muere al alcanzar o fracasar en la utopía. Y un nosotros que vive hasta que la empresa ideológica y estructural en turno decida lo contrario. Por ello el cambio de posición de vertical a horizontal o según sea el caso, debe realizarse con sumo cuidado y concentración. Sin embargo dicho accionar no es sinónimo solamente de miedo y recelo; por el contrario, requiere de una curiosidad atrevida y traviesa pero sobre todo de una voluntad si no inquebrantable, sí dinámica y sensible para no dejarse abatir siempre y ante todos los reveses de la vida.


El yo y el nosotros, nuestra realidad íntima y superior conviven ahora desde la reformulación constante de los espacios convergentes cuyo punto central encontrará cabida en el ejercicio de una consciencia transformadora que en la medida de su consistencia y perseverante presencia no permitirá que el síndrome del arnés paralice nuestros pensamientos con ideas conformistas, fatalistas y mañosamente impuestas.


Este retumbe constante de nuestra consciencia transformadora en nuestras realidades, nos obligará y motivará a calcular con claridad la verdadera distancia que nos separa del suelo, elaborando así estrategias pertinentes y eficaces para no sólo zafarnos del arnés en caso de ser necesario, sino también salvaguardando la propia existencia.


Al mismo tiempo, seguros estaremos que los otros, estarán abajo también ideando cómo evitar que la caída sea mortal. Confiar nunca significó tanta responsabilidad como ahora, pues implica que hemos también consagrado el tiempo y el esfuerzo suficiente para ser confiables para nosotros mismos y por ende para los otros en caso de ser necesario. Confiar se convierte así en la empresa de reflexión y acción sólida alejada del miedo y de la indiferencia por no cuestionar lo que desde siempre ha sido naturalmente dado por hecho. Confiar significa entonces, brindarle una oportunidad a la caída. Ahora sabemos que aunque dolorosa no será equiparable a una vida en eterna suspensión, a una vida arrebatada por el secuestro de .


La decisión y el hecho en sí de la caída invalida todo prejuicio sobre el poder inconmensurable y omnipresente de la “realidad superior” sobre los seres humanos vistos como simples engranajes de la perfecta y diabólica maquinaria. Michael Foucault lo expresa con claridad al afirmar que la liberación de los individuos expresada en confusión e indefinición, no consiste simplemente en el desmantelamiento de las instituciones.


Bastaría entonces con “hacer saltar esos cerrojos represivos para que el hombre se reconcilie consigo mismo, para que se reencontrase con su naturaleza o retomase el contacto con su origen y restaurase una relación plena y positiva consigo mismo” (Becker, Fornet-Betancourt et al., 1984). La liberación en este sentido deberá ser capaz de reconciliar no lo irreconciliable sino de reconciliar en nosotros el ejercicio ético libre de pensar, actuar y ser aunque quizá los otros no estén en comunión conmigo.


Mi verdugo, mi salvación: alimentándome de mi arnés


No fue sencillo, logré liberarme del arnés, estuve suspendida por tanto tiempo que me fue difícil reconocerme sin necesitar su presión física y emocional en mi cuerpo. Confieso que aún hoy y ante lo desconsolador que a veces se siente el mundo, aprieto con fuerza la muñeca izquierda con mi mano derecha simulando mi propio arnés. Recuerdo el adormecimiento experimentado y que aunque en perjuicio de mi propia circulación y oxigenación; parecía ganarle tiempo al tiempo, el tiempo se detenía en lo amorfo de una realidad tergiversada que aunque exigente; el adormecimiento me permitía no comprometerme con mi corporalidad física, emocional e intelectual consciente.


No obstante, no podía permitir que las raspaduras y ahora cicatrices de la caída hubieran sido en vano. No podía olvidar que en mi liberación se expresaba la liberación de otros. Y así entre voces lejanas y con mensajes no muy claros y olvidos que se resisten a olvidarse., me recupero poco a poco y aunque tomando largos descansos; me levanto y me encuentro cara a cara con la necesidad de encontrar respuestas del por qué y del cómo continuar ante una realidad íntima y superior que no me pertenece pero a la que al mismo tiempo, sé que pertenezco.


Comienzo entonces un camino que aunque percibido como interminable, poco reconocible y en ciertos momentos con una gran variedad de direcciones; es mucho más tranquilizante que un trayecto seguro, deformado y un tanto seductor pero amañado y corrompido. Las decisiones sobre el camino a elegir serán consecuencia de la comprensión y vivencia de palabras y acciones que aunque quizás ya pronunciadas y realizadas; dejan un espacio posible alterno a la creación de realidades propias y en continua sospecha.


Este nuevo espacio como invitación se materializa en un inicio reflexivo curioso bajo la tutela de una infinidad de textos de carácter filosófico. Tomo uno, respiro, lo rechazo, lo retomo, me debato entre lo que siempre asumí como verdadero y lo que en realidad significa construir una verdad propia e intersubjetiva. Comprendo que el mundo está hecho de verdades, de interpretaciones, pero ahora defiendo también el hecho de que ninguna debe estar por encima de la otra, y mucho menos impuesta de manera violenta secuestrando y denigrando la coexistencia de otras verdades.


Continúo en mi andar, percibo cómo mi cuerpo asume su cuidado y con él, un placer se va alojado en algún lugar de mi interior pero que no deja de extenderse. No obstante, el efecto de dicho goce no es, por primera vez, momentáneo, no me pide vorazmente otro placer para alimentar mi ego. Este nuevo placer marca mi cotidianidad y sin esperar la creación del espacio soñado; empieza a crearse por sí sólo.


Es entonces cuando sin ser ni pretender ser filósofa, me asumo como tal al verme en la apremiante necesidad de preguntarme una y mil veces sobre mi existencia y la relación de ésta con los otros. No estaré en posición de sistematizar el mundo de la filosofía como aquellos grandes compiladores de esta disciplina, o filosofar desde una terminología pertinente y única; sin embargo, como amante de la búsqueda de verdad, me mantendré fiel al escepticismo curioso y renovado más no atrincherado en la desilusión y apatía con que se desprecian las ideas y las formas de ser de los otros.


Será este escepticismo el que me permita dudar sobre modelos de pensamientos y comportamientos impuestos y naturalizados que no sólo no han impedido una reconfiguración de las clases sociales y sus modelos de representatividad en la realidad íntima y superior del imaginario colectivo, sino que han impedido salvaguardarnos a nosotros mismos de nuestro propio diseño y fabricación de un arnés capaz de contener y suspender nuestro resquebrajamiento en un sinfín de partículas.


La filosofía como praxis antropológica será mi apuesta personal con todo lo que ello implique. ¿Y qué más puede haber de personal que la profesión misma, que nuestro trabajo mismo, donde no sólo se pasan horas y horas del día, sino en donde se expresan, a través de las acciones emprendidas en el logro de objetivos comunes, las creencias y las verdades constitutivas del espíritu humano, dignificando nuestra condición de seres humanos?


El trabajo se vive así como una extensión de la vida propia, y que aún y cuando me es claro que su existencia representa sólo una esfera de nuestra vida; representa uno de los espacios más propicios para compartir y construir con los otros prácticas libertarias cuyos consecuencias no caigan de nueva cuenta en la trampa de la indiferencia y de la invisibilidad.


A partir de la transformación de las prácticas libertarias, será posible materializar los procesos de liberación tan deseados por todos. El cuestionamiento reflexivo y empático, las acciones serán factibles y mucho más ancladas a nuestras propias necesidades y no sólo a las de grupos sin rostros serán los puntos de partida para nunca más quedarnos sin aliento.


Promover el acto de filosofar en todas las esferas convertirá la educación en un acto de vida necesario al alcance de todos y no sólo en construcciones físicas utópicas simbólicas del saber. Por su parte, la educación formal retomará su fuerza como uno de los espacios más propicios para la convivencia de las intersubjetividades. Filosofar antes que memorizar es cuestionar lo aprendido y contextualizarlo en nuestro cotidiano. Deshacernos de todo arnés corrompido que aunque en ocasiones es embriagador, no nos permite responsabilizarnos de nuestra participación en la construcción de nuestras realidades.


Devolverle a la educación su fuerza combativa transformadora y generadora de cambios profundos, derrocando ya modelos provenientes de la ambigüedad siniestra del binomio yo-nosotros. Insertemos ya en nuestro lenguaje –comprendido desde su dimensión pragmática y creadora-vocablos como cuidado ético personal y colectivo. Decidamos una realidad en que la distancia entre nuestra suspensión hipnotizante y el suelo, sea tan fugaz y placentera como el salto de un niño de un columpio.


Buscar la caída como única oportunidad de búsqueda y encuentro de una vida que merezca ser experimentada, y que los esfuerzos cotidianos no terminen con la pregunta para qué y su correspondiente respuesta implícita para nada. Dejar atrás el hartazgo y el olvido de fotografías como triunfos aparentes sin que posean un verdadero sentido de existencia.


Crear espacios, lugares, recuerdos, placeres, pensamientos, reflexiones, danzas, charlas, risas en donde se desee abrazar con el cuerpo, con la mente, y con la mirada lo conseguido en eterna complicidad con los otros. Crear realidades en donde la suspensión sea sólo una decisión de vuelo y no la condición fatídica de una última caída.


 

Referencias


BECKER, Helmut, FORNET-BETANCOURT, Raúl et al. (1984) Entrevista con Michael Foucaut “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”. El Club de los Libros Perdidos. Recuperado en: https://www.elclubdeloslibrosperdidos.org/2017/02/entrevista-con-michel-foucault-la-etica.html


FREIRE, Paulo, Pedagogía del Oprimido. Versión digital recuperada en: http://www.servicioskoinonia.org/biblioteca/general/FreirePedagogiadelOprimido.pdf


GUADARRAMA GONZÁLEZ, Pablo (1996). ¿Para qué filosofar? Anuario Hispano Cubano de Filosofía, 10. Recuperado en: http://www.filosofia.org/mon/cub/dt021.htm


SICERONE, Daniel (2017). Filosofar desde el cuerpo: una ontología de la filosofía. Reflexiones Marginales, 6 (41). Recuperado en: http://reflexionesmarginales.com/3.0/filosofar-desde-el-cuerpo-una-ontologia-de-la-filosofia/


VIDAL VALICOURT, J. (2010, 5 de julio). La fiesta de la filosofía. Diario de Mallorca. Recuperado en: https://www.diariodemallorca.es/opinion/2010/06/05/fiesta-filosofia/576329.html


FOUCAULT, Michel (2009). El cuerpo utópico y Las heterotopías (trad. Victor Goldstein). Buenos Aires: Nueva Visión.


 

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