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  • Guillermo Fajardo

Cavernas


I

La venganza nos coloca como espejos de nuestro enemigo. Somos el otro que nos devoró. Somos extensión, capítulo y testimonio de los que nos dañaron. Explotar la revancha como vocación es uno de los grandes tabús del mundo contemporáneo porque nos regresa a un estado primitivo de violencia que creíamos conjurado. El director sudcoreano Park Chan-wook logró, en su Trilogía de la Venganza —Sympathy for Mr. Vengance (2002), Oldboy (2003) y Sympathy for Lady Vengeance (2005) —una aproximación a la violencia a partir de la memoria y otros dispositivos que dialogan con emociones que desembocarán, inevitablemente, en la venganza. El espectador encontrará que la retribución es un acto tan visceral y dramático como redentor y ambivalente. La narración en estas películas viene envuelta en causalidades y fatalidades parejas: una larga cadena de coincidencias cuyos efectos terminan por revelarse sangrientas y a la vez necesarias, trama redentora donde la estocada final nos permite explorar los límites éticos de los castigos que estamos dispuestos a infligir.


La venganza, en esta trilogía, tiene un aspecto capitular porque llega a las últimas consecuencias. Oldboy es la que explora estas tesis al límite pues nos lleva a preguntarnos si la venganza es frontera o precipicio. Después de que el personaje principal, Oh Dae-su (Choi-Min sik), es secuestrado en plena calle y aparece en una habitación de la que no puede salir —y en la que permanecerá encerrado quince años hasta que misteriosamente alguien lo libera— inicia una narración extraordinaria en la que el espectador acompaña al personaje en un arduo y siniestro camino de expiación involuntaria.


Por un lado, la salvación del personaje se encuentra en echar luz sobre su pasado en un proceso auto inculpatorio que busca explicaciones del encierro. Por otro lado, esa misma salvación no puede llevarse a cabo únicamente por medio de la memoria sino a través de la culpa. El proceso de sublimación de Oh Dae-su viene en pequeñas dosis: el pecado por el que el protagonista fue encerrado no tiene caducidad ni fecha de expiración. Estamos ante una temporalidad infinita.


Si en Oldboy la compensación es un dispositivo a ratos fantasmagórico —Oh Dae-su quiere vengarse pero primero necesita encontrar contra quién y por qué— en Sympathy for Lady Vengeance este tema es tratado con la deferencia que proviene de la racionalidad justiciera. Cuando Lee Guem-ja (Lee Young-ae) sale de prisión después de estar encerrada varios años por el homicidio de un menor que ella no cometió, la película comienza a explorar el tema de la venganza por medio de procedimientos mucho más calculados que la explosión violenta que encontramos en Oldboy.


Y es que Sympathy for Lady Vengeance contiene dentro de sí la cápsula de una planeación cruel pero que en el fondo se siente justa. La película se inmiscuye en la relación que existe entre venganza privada y la pregunta de a quién le toca castigar al que ha cometido actos horrendos. Porque el Estado, sugiere la narración, con toda su burocracia y sus procedimientos, se ha convertido en un lastre civilizatorio tan higiénico que las cárceles son simplemente una valla insuficiente contra el dolor. Solamente la venganza en manos de las víctimas cobra sentido en un mundo cuya ley nos contiene y nos manda a nuestras casas a penar a nuestros muertos. La película parece preguntarse si una ética de la venganza privada puede justificarse en un mundo donde los desequilibrios sociales y económicos inclinan la balanza de la justicia hacia los mastodontes del privilegio.


Finalmente, en Sympathy for Mr. Vengeance la venganza viene determinada por la fatalidad del destino y sus conjuras secretas. En esta película la venganza se arquitectura de modo lineal, agresivo y vertical: a cada acción corresponde una reacción asesina. La historia sigue a un sordomudo, Ryu (Shin Ha-kyun), que intenta salvar a su hermana de una enfermedad renal. Las cosas no salen como deberían, ya que encontrar un donante es sumamente complicado. En su desesperación, el protagonista recurre al mercado negro de órganos con la esperanza de donarle a su hermana un riñón. Es estafado: no solo le han quitado su dinero sino también su propio órgano. Para empeorar su situación, es despedido de la empresa en la que trabajaba. Es entonces cuando su novia, Cha Yeong-mi (Bae Doona), una anarquista radical, lo convence para secuestrar a la hija de su ex jefe, Park Dong-jin (Song Kang-ho), que lo acaba de correr. El triángulo está preparado para que estos escopeteros comiencen a experimentar con los abismos que les proporcionará la violencia.


Venganza (1): simpatía por la revancha ciega


El trasfondo que le sirve a Sympathy for Mr. Vengeance es el de un país —Corea del Sur— en donde se vive bajo el vicariato de un capitalismo que le funciona a muy pocos. Los otros, los marginados, viven en el drama existencial de la perentoriedad de la supervivencia como epopeya inconsciente. En esta película abundan los contrastes entre cosmovisiones: a los edificios derruidos que campean en este filme les corresponden las comunidades cerradas y seguras; al pasmo clínico del protagonista y su silencio le corresponde la indiferencia de la empresa donde trabaja.


Estos registros —alientos de un estilo personal— los hemos visto antes, tanto en el arte como en la vida: en las catacumbas de la medianía que habitan los desplazados del mundo, en las búsquedas tristes de un Yukio Mishima y sus inconfesables secretos, en el navegar errabundo de Ulises Lima y Arturo Belano, en esa visión edulcorada de la tristeza que se encuentra en Gao Xinjian y, también, en W.G. Sebald y su interminable Austerlitz. Se trata de una nostalgia moderna desplazada por el estar siendo —y nada más— del individuo, que no encuentra drama, épica o movimiento que lo sacudan de su inercia cotidiana. Estos receptáculos, tan inminentes e importantes, confirman que al planeta le faltan verdaderos asideros emocionales para penetrar en la psique obnubilada de un mercado que te obliga a ser feliz.



Esta película me deja un sabor de boca carbonizado pues la catástrofe se convierte en profecía. El protagonista, para enmendar el error de ir al mercado negro de órganos y perderlo todo, comete otro: secuestrar a la hija de su ex patrón. El problema no es que no lo sepa o que su brújula moral le impida reconocer su maldad —no estamos en el mundo sádico de un James Ellroy— sino que a lo largo de la película permea una especie de incomunicabilidad ética que les impide a los personajes transmitirse a ellos mismos su propia moral.


Las catacumbas que estos entenados de la venganza navegan son al mismo tiempo sus purgatorios. La redención se encuentra abajo, en los canales subterráneos de las peores pasiones humanas. Se entiende, por parte del director, la elección narratológica de los tropiezos dobles o triples que pretende representar como signo de la estupidez humana. No se entiende, en cambio, esta elección por parte del personaje, que parece dirigirse, por voluntad propia, al precipicio de su elección. Es como si el director Park Chan-wook nos estuviese diciendo que no hay escape funcional contra la perversa elegancia del castigo. Recuerda, por supuesto, a una especie de condena divina cuyo elemental reparto es la imposibilidad de escapar.


Al volver a su personaje en un sordomudo, su drama se desdobla, pues el espectador asiste al teatro épico del gesto humano como elocuencia impostergable. El protagonista vive su drama sin recurrir a sus palabras ni escuchar la de los demás. Esta parábola se convierte en sinécdoque: a lo largo de esta película imperan los silencios en la forma de largas tomas que se concentran en la densidad humana de los espacios vacíos y en los rostros de las personas como exégesis vital.


Me parece que la lección principal de la película es la serie de discapacidades afectivas que nos impiden y nos compelen a relacionarnos con el mundo. La ironía en la película se presenta como tragedia, incluso en las escenas más dramáticas donde se conjugan todas las discapacidades de los personajes: la hija del patrón que se ahoga cuando Ryu está enterrando a su hermana —la muerte es la discapacidad por excelencia— enfrente de otro inválido que aparece de forma inverosímil (Ryoo Seung-bum) que posee una especie de enfermedad mental. La fragilidad de la infancia —quizá una discapacidad en el mundo adulto—se resquebraja completamente a espaldas de Ryu, que no puede escuchar los gritos de su secuestrada. Estas instancias emocionales, aunque fracturadas, le dan coherencia a la historia porque los personajes habitan en cenáculos personalísimos que, por su estupidez o incapacidad, se vuelven contra ellos.


La interminable cadena de tragedias que la historia nos presenta recuerda a Sísifo: en la cotidianidad de su castigo pervive el recuerdo sagrado de ese esfuerzo impuesto por los dioses. En esta película sucede algo similar: hay una entidad macabra lanzando dardos envenenados. La razón que desencadena el actuar de Ryu es una enfermedad, la de su hermana. La historia nos confiesa que esa infección se extiende a los vasos humanos de todos los suplicantes. La historia, al final, cohíbe cualquier intento de redención, pues descoloca la narrativa tradicional de otorgarle la venganza última al caído que haya sufrido más. El final es eficaz, pues tiene que ser una organización ajena a la trama —los compinches de Yeong-mi, la cual fue torturada hasta la muerte por Dong-jin—la que discipline los impulsos maniáticos del que se pensaba vengador, es decir, el padre de la niña ahogada, ex jefe de Ryu. Al final, el casus belli narrativo de esta película es la individualidad alienada. Como nos recuerda Kelly Y. Jeong en un artículo: “Para los protagonistas de esta trilogía, alienación, desconexión y transgresión de la norma establecida se convierten en su modo de vida mientras persiguen su venganza” (Jeong, 2012: 173).


Venganza (2): Oldboy o el juego de Ares


“¿Con quién me he metido”?, se pregunta el personaje principal, Oh Dae-su, en algún momento de la película, la segunda de esta trilogía. Esta interrogante guiará al protagonista a lo largo de la historia, confirmando una premonición terrible. En esta película el camino que Oh Dae-su tiene que recorrer es un purgatorio en sí mismo, no tanto por su violencia ejecutora sino por el enigma que lo persigue: ¿quién y porque lo encerró durante quince años en una habitación solitaria para después dejarlo libre? Descubrirá el espectador una trama en donde el protagonista tendrá que convertirse en su propio detective para saber de primera mano la clase de falta que cometió en su pasado.


Oldboy demuestra que la katábasis no necesariamente trae consigo una redención específica. De hecho, podría significar todo lo contrario: el descenso como descubrimiento de un mal mucho mayor. Oh Dae-su busca en el pasado su falta, su yerro, pero es incapaz de encontrarlo por sí mismo: requiere de la ayuda de su némesis para descubrir lo que hizo y el porqué de su castigo. Al igual que su predecesora, esta película busca superar la dislexia comunicativa que secuestra al mundo. Si en la primera película esta dislexia es personificada en Ryu, en este caso es representada a partir de la búsqueda del pecado original de Oh Dae-su que desencadena la trama. Entre el principio y el final de la historia hay un gran vacío: vemos únicamente los ecos misteriosos de un pasado inconcluso y los arrebatos coléricos de un presente fúrico. Quizá así se entienda el nombre de la película: los entenados de un club pertenecientes a una temporalidad circular, alumnos preferidos de los años que pasan sin pasar.


Me veo tentado a trazar un parangón entre Oldboy y alguna tragedia griega, pero esto le quitaría fuerza crítica, acaso porque la comparación en el arte funge, algunas veces, como ejemplo de perfección, algo que Oldboy logra por sí misma. Tanto la paciente y sobrehumana venganza de Lee Woo-jin (Yoo Ji-tae) como la desesperada militarización de la curiosidad por parte de Oh Dae-su generan una geometría perfecta del deseo inalcanzable.


Aquí, lo que se pone a prueba no es el castigo, que Oh Dae-su, además, está dispuesto a sufrir, sino la expresividad del tiempo que se distiende sin principio ni final. Esto lo vemos en dos temas de la película: el encierro del protagonista sin saber lo que hizo y la venganza calculada de Lee Woo-jin que comienza a planear desde que el grave rumor de Oh Dae-su afecta a un miembro de su familia.


Oldboy, más que la búsqueda por la venganza, es la celebración de un mea culpa iracundo: a Oh Dae-su lo anima saber la identidad de su verdugo pero, sobre todo, la naturaleza de su propio pecado: no pretende resucitar sino volver a crucificarse, esta vez, sin embargo, mediante la palabra: conocer la exégesis de su falta en boca de su eterno captor. En Oldboy hay una hipnosis por la palabra que es difícil encontrar en otras películas, no solo porque el castigo del protagonista viene dado por algo que dijo en el pasado —un rumor que se esparció como fuego y que provocó un daño irreparable en un miembro de la familia de Lee Woo-jin— sino porque la labor de la memoria para encontrar lo que hizo viene representada por cuadernos en los que escribe compulsivamente, a través de conversaciones con personas de su pasado, en los enigmáticos refranes que Lee Woo-jin enuncia. Una de las pistas esenciales para descubrir lo que hizo la escribe con lápiz labial en el cuerpo de una mujer.


La sensualidad del castigo contra el protagonista viene dada por la trampa —de contenido filio erótico— en la que cae cuando es liberado. El arco temporal que atraviesa la película es el de una continua repetición del pasado como memoria, mancha y cicatriz indeleble. Se trata de repetir el recuerdo como obsesión para marcarlo con hierro como arrepentimiento. Oh Dae-su tiene frente a sí una difícil labor evocativa, en donde cada instante de su vida se transforma en referente pues en cada paso, en cada experiencia, en cada segundo, podría encontrarse su pecado. Esta labor, acaso imposible, sería celebrada por Funes el Memorioso y aborrecida por el resto de la humanidad. Solamente un monstruo como el personaje de Jorge Luis Borges sería capaz de enfrentar a Lee Woo-jin y salir avante. Como nos recuerda Steve Choe en un artículo:


Para el vengador que vive únicamente para ello, el pasado se

mantiene inmóvil e irredento, mientras el futuro es

inevitablemente predeterminado por la demanda de

compensación (Choe 2009: 39)


Venganza (3): tortura femenina


Después de salir de prisión por un crimen que no cometió, Geum-ja rechaza elegantemente un pedazo de tofu —símbolo de arrepentimiento para los recién liberados— que un sacerdote le ofrece apenas salir de la cárcel. Con este gesto el espectador sabe que ha empezado el mecanismo de una venganza contenida por el Estado pero nunca olvidada por Geum-ja. La protagonista intentará vengarse de Mr. Baek (Choi Min-sik), un profesor de inglés de primaria que asesinó a un menor. Al secuestrar a su única hija, Mr. Baek la obliga a confesar ante la policía su propio delito. Así comienza esta narración que, al igual que las dos historias anteriores, lleva la venganza al límite, a ese borde donde víctimas y victimarios se confunden al grado de vaciarse de contenido ético y llenarse con la violencia primigenia que les pertenece.


El director Park Chan-wook regresa, en esta película, con una martirología más avezada que en sus películas anteriores, pues la venganza luce más silenciosa, mejor planeada, menos espectacular pero mucho más desarrollada en el plano psicológico. Geum-ja es, de todos los protagonistas, la que parece solazarse más en el aspecto celebratorio de la venganza: la acaricia, la sueña. El contenido sensual de su cometido se presenta en la forma en que manipula, con su belleza, a la masculinidad. Al igual que Lee Woo-jin en Oldboy, el cilicio de la protagonista es dosificar su castigo por medio de la paciencia. Descubrirá, más pronto que tarde, que aquel niño asesinado por Mr. Baek no fue el único. Convocará a los padres de familia de todos los asesinados para pluralizar la venganza. Se establece, así, una cofradía de conspiradores dispuestos a infligir en Mr. Baek los suplicios espartanos que merecen los monstruos.


La película, sin embargo, va más allá, pues Geum-ja utilizará a sus antiguas compañeras de prisión para ejecutar su sanción. Cada una adoptará un papel diferente. Así, la absoluta colectivización de la venganza le sirve a la historia para presentarse como disciplina. Hay que trabajar en el odio. Hay que destilar nuestra ira. Todos, alrededor de Geum-ja, fungen como discípulos. Se trata de una hermandad del sacrificio dispuesta a inmolarse en la batalla.


Si el azar y la mala suerte rigen a la primera película, y la palabra y la memoria a la segunda, esta tercera historia viene rematada por la penitencia y el perdón. Este acto disciplinante no viene impuesto por la salida fácil que sería entregar a Mr. Baek al Estado, sino por la clemencia que Geum-ja se ofrece a sí misma al final de la historia.


Un último apunte: cuando nuestra heroína reúne a los padres para que decidan qué hacer con el asesino, el espectador se sorprenderá —vaya usted a saber si es una coincidencia— que son once los discípulos los que buscan forzar su tortura sobre el cuerpo supliciado del doceavo caído, es decir, Mr. Baek. Son nueve los torturadores, uno el torturado y dos observadores —el detective encargado del caso y Geum-ja—: son doce sacerdotes los que buscan el bautismo de fuego, la penitencia última en rangos dispares.


Al final, esta trilogía parece decirnos que cualquier venganza, por justificada que sea, transmutará a quien la ejecute: servirá para saciar las formas cicatrizadas y clausuradas de la carne pero no las tormentas atribuladas del espíritu.



Referencias


Choe, Steve (2009). Love Your Enemies: Revenge and Forgiveness in Films by Park Chan-wook. Korean Studies, 33: 29-48.


Jeong Y. Kelly (2012). Towards Humanity and redemption: The World of Park Chan-wook’s revenge film trilogy. Journal of Japanese & Korean Cinema, 4, 2: 169-183.


 
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