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  • Maximiliano Sauza Durán

Festín de signos: Octavio Paz y Claude Lévi-Strauss. Un asomo al abismo

A René Cabrera Palomec, quien me enseñó lo literario de la antropología y lo antropológico de la literatura… Con postal a un amoxcalli en el Mictlan.


I


No pretendo hablar hoy de conocimientos abstractos sino de sentimientos concretos. No soy una persona supersticiosa, sin embargo, ha habido momentos en mi vida que no tienen explicación aparente. Uno de ellos es el fortuito encuentro −hallazgo, mejor dicho− de dos autores que marcaron prontamente mis intereses y brujulearon el rumbo de mi sensibilidad. El uno, Claude Lévi-Strauss (1908-2009), autor de lectura obligada para todo estudiante de cualquier antropología; y el otro: Octavio Paz (1914-1998), a cuya obra tenía yo por lúdica, al descubrirla. Andaba yo cursando quizás el segundo o tercer semestre de Arqueología cuando me adentré en estos universos. La lectura del obligado devino, de pronto, placentera. La del placentero, una fortuita e íntima obligación.


Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo es el título de un ensayo de Paz −publicado originalmente hacia 1967− que vino a confirmar una de mis tempranas intuiciones: que el Nobel mexicano había realizado una profunda lectura del estructuralismo francés, al grado no sólo de plasmarlo en su obra, sino de escribir un ensayo lúcido y vital sobre la materia antropológica. Dicho libro permite entrever el eje en que se atan dos pensamientos, dos cosmovisiones o, acaso, dos caras de una transparente moneda.


Sabido es que Octavio Paz fue un dialogante con las grandes tendencias teóricas y estéticas de su tiempo: desde el surrealismo francés hasta la hermenéutica de Cornelius Castoriadis; del arte de Rufino Tamayo a la arqueología de la Costa del Golfo mexicano; del haikú budista al erotismo hindú… como un chapulín tremolante, el inquieto pensamiento de Paz deambuló siempre a la deriva, pero a nado constante y firme.


II


Antes de hablar sobre la “antropología” dentro del pensamiento de Paz es importante definirla. Más que una disciplina o una ciencia, Roger Bartra la define como un campo intelectual. El antropólogo es quien estudia al hombre sobre todo en su dimensión cultural. Pero, ¿qué es la cultura? En efecto: es todo lo que somos: nuestros pensamientos, nuestra conciencia, nuestras obras, nuestra Historia. Para no acentuar la levedad de mis afirmaciones, resumiré que la cultura es tanto lo que hace el nómada errante del desierto, como es también lo que haceel romano ingeniero de acueductos y anfiteatros. La cultura es el camino de la civilización y también la revuelta que lo trunca. Tan cultural es una revolución proletaria como una ceremonia en el Vaticano. Sin embargo, el aporte de la antropología estructural fue demostrar que el ser humano se compone, inicial y esencialmente, de una dimensión simbólica: nada existe salvo lo que socialmente se establece; es decir, no la realidad sino sus símbolos, sus simulacros. La idea de la familia cambia de un pueblo a otro, así como la idea del tiempo, del espacio; en todas las culturas hay organización política, económica, formas de representación y de vivir. Hasta el ermitaño Zaratustra tuvo que conocer la cultura para deplorarla y ausentarse en su autoexilio. Todas las culturas tienen mitos, formulan una Historia, desarrollan sistemas de parentesco y satisfacen sus necesidades biológicas y sociales. Afirma puntualmente Octavio Paz: “la muerte nos condena a la cultura” (1972: 49): en efecto, la cultura es juego y distracción, es refinamiento y técnica, es lenguaje y es silencio.


Heredera de la catarsis de las ciencias humanas del siglo XX, la antropología estructural nació como una respuesta tentativa. En ella se vierte el contrato social de Rousseau y se adereza con una buena cucharada de marxismo. El estructuralismo ha sido criticado dura y quizá merecidamente, pero su mérito como paradigma que nos abrió los ojos a una nueva sensibilidad, es innegable.


III


Todo es símbolo. Esta afirmación, me aventuro, pudo haberla dicho tanto el etnólogo belga como el escritor mexicano. Me atrevo a formularla porque es la lección que me han dejado estas dos figuras: a manera de síntesis y quizá como un tantra que roza con el dogma.


Lévi-Strauss publica el que quizá es su mejor libro, Tristes tropiques, hacia 1955. ¿Síntesis de su pensamiento?, ¿un viaje por el mundo y un viaje hacia sí mismo?, ¿una novela, una etnografía, una piedra angular? Hasta la fecha no dimensionamos el merecimiento de este título. Sin olvidar que en él se narran longevos viajes por la Amazonía brasileña y distintos puntos de Asia y América, la primer frase del libro deja estupefacto al lector desprevenido: “Odio los viajes y los exploradores” (1976: 3). En un tono similar, acaso un guiño del inconsciente, en su presentación al ensayo sobre Lévi-Strauss, Octavio Paz (y haciendo alarde de un bagaje amplio de la entonces antropología contemporánea; y acaso con falsa modestia) dice: “No soy antropólogo y debería callarme” (1972: 23).


Guiños que son palabras. Palabras que son signos. Signos que son guiños. Las metáforas son la médula que abraza −y abrasa− ambos pensamientos. La del antropólogo, pues devela que la cultura es un sistema estructurado, lógico y coherente en sí mismo, donde las coyunturas son establecidas siempre por la ruptura de dichas lógicas: todo tabú es un deseo, un símbolo que agrede a la cultura que lo formula. Y metafórica es la obra del escritor, pues lleva al plano de las palabras la realidad que está allí afuera, y sólo la mirada entrenada puede traducirla a la otra realidad, la escritura.


Acaso el vértice de las aristas se pueda resumir en un párrafo de Paz: “La crítica del progreso se llama etnología. Lo estudios etnográficos nacieron en el momento de la expansión de Occidente y asumieron inmediatamente una forma polémica: defensa de la humanidad de los indígenas, tercamente negada por sus ‘descubridores’ y exploradores, y crítica de los procedimientos ‘civilizadores’ de los europeos” (ibid.: 91).


La lectura que hace Paz sobre Lévi-Strauss se aleja de toda simplicidad. La aterriza a la inmediatez de la Modernidad: "Lo mejor y lo peor que se puede decir del progreso es que ha cambiado al mundo. La frase se puede invertir: lo mejor y lo peor que se puede decir de las sociedades primitivas es que apenas si han cambiado al mundo" (ibid.: 90). Para el mexicano y para el belga, la antropología es la manera en que Occidente intenta redimir sus errores. Sólo a la hecatombe de la colonización cristiana pudo seguirle la conciencia por lo destruido. La idea de progreso, que devasta lo que la interrumpe, que acalla lo que incomoda, que mal-paga lo que la mantiene, tiene su revés en la conciencia de algunos cuantos de mirar cómo el otro, los otros, llámense éstos el oprimido, el primitivo, el salvaje, solucionan con éxito los problemas de su vida. ¿No es la magia, al igual que la ciencia, una práctica basada en la observación empírica? ¿Cuánto difiere el conocimiento del ingeniero agrícola sobre el proceso de producción del maíz con respecto al del campesino, que nace y crece en el rancho con su milpa? ¿No es el calendario mesoamericano el más exacto en la Historia de la humanidad, y es, paradójicamente, un calendario religioso? En su libro La pensée sauvage, Lévi-Strauss desmiente, curiosamente, la existencia del pensamiento salvaje: el hombre moderno, en la comodidad de su sofá, opera mentalmente del mismo modo que un tupí-kawaíb del Amazonas brasileño.


Es difícil precisar cuándo comenzó la lectura de Paz en materia antropológica. Él mismo comenta su fascinación por el arte prehispánico desde la temprana infancia. (Creo que al menos un noventa por ciento de los antropólogos nos enfrentamos a esta misma experiencia estética en los años mozos.) A pesar de la dificultad de precisar una fecha donde comienza el interés de Paz por este campo intelectual, es evidente que mucho de lo que tempranamente escribió se afianzaría en la lectura de Lévi-Strauss. Por ejemplo, en El laberinto de la soledad, escribió: “El simulador pretende ser lo que no es. […] Se vuelve su imagen y la mirada que contempla”(1976: 36-37). Un extracto que repetiría en su poema “Blanco” (2014: 102), de 1966:


“me miro en lo que miro es mi creación esto que veo

como entrar por mis ojos la percepción es concepción

en un ojo más límpido agua de pensamiento

me mira lo que miro soy la creación de lo que veo”


En todo poema vibra alguna totalidad, pues es puente entre la realidad y otra cosa: ¿qué cosa? Mitos, cuentos, leyendas, fantasía, razón, misterio. Lévi-Strauss ya vislumbraba una totalidad en las particularidades lingüísticas (herencia, sin duda, de Jakobson). Paz afirma en El arco y la liraque “Cada poema es único. En cada poema late, con mayor o menor intensidad, toda la poesía. […] Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.” (2008: 116). Del mismo modo, la unidad que se manifiesta en la pluralidad es un elemento distintivo del pensamiento levistraussiano: el mitema, la unidad mínima de los mitos, es el nudo atómico, la indivisible partícula del pensamiento humano. En México decimos que la Luna tiene un conejo en su cara. Lo mismo repiten mitologías del Asia Menor. Los pueblos agrícolas tienden a tener al Sol como deidad principal, los nómadas, a la Luna. El ser humano ve y mimetiza su entorno. El entorno se vuelve paisaje. El hombre se encuentra disperso en todo el mundo, pues en todas partes se ha buscado y hallado a su manera. La civilización −por más compleja que queramos verla− es una metáfora de la vida animal. Lo que en los animales llamamos instinto en nosotros lo volvemos cultura. Hacemos mitos sobre el Mundo, su origen, su final. Luego lo transformamos a imagen y semejanza de ese mito. Finalmente, desmentimos el mito tejiendo nuevos mitos. ¿Qué se excluye, entonces, de las metáforas? Para los antiguos mexicas, el cosmos fue creado cuando Nanahuatzin se arrojó a una hoguera primigenia. De ese fuego nació el movimiento. De ese movimiento, nacimos nosotros. ¿No dice algo muy semejante la teoría del Big-Bang?


IV


Si todo poema contiene en mayor o menor medida a toda la poesía, podría decirse que todo mito contiene en mayor o menor medida a toda la mitología. La antropología no enseña ni a pensar ni a sentir, enseña a mirar. Somos lo que vemos, nos miramos en lo que miramos, somos la creación de esto que vemos. Somos las caritas sonrientes que se mofan de nuestra incomprensión. Somos el rojo en las sandías de Tamayo. Somos el mito que nos implantan y también el que revivimos. Somos el etnógrafo con brújula y libreta, y somos el indio bororo que piensa en reducir nuestra cabeza. En nuestras contradicciones nadan nuestras verdades. En lo que tomamos por verdad se asoman las mentiras. Somos la discursividad: el único mito vigente, acaso el mito original. Si como dice la Biblia: “En el Principio era el Verbo”, ¿entonces qué habrá al final? Opinaría Lévi-Strauss: “El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él” (1976: 417). Octavio Paz continuaría: “Mi casa fueron las palabras, mi tumba el aire” (2014: 288).


 

Referencias


Lévi-Strauss, Claude

Tristes trópicos. Tr. Noelia Bastard. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1976.

Paz, Octavio

Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo. México: Joaquín Mortiz, 1972.

El laberinto de la soledad.

“Tres ensayos sobre antropología”, en Vuelta, enero de 1987, p.9.

“Reflexiones de un intruso”, en Vuelta, enero de 1987, pp. 20-26.

Las palabras y los días. Una antología introductoria. Prólogo y selección de Ricardo Cayuela Gally. México. FCE-CONACULTA, 2008.

Un sol más vivo. Antología poética. Selección y prólogo de Antonio Deltoro. México: Ediciones Era, 2014.

 

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