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Quetzalli Domínguez

Rubén Darío Carrero: apátrida en Buenos Aires


Fotografía: Diosce Martínez.


Conocí a Rubén en un acto de solidaridad con una mexicana que llegaba a vivir al Hostel Fiesta y no tenía sal para su comida. Nos tomó varios desayunos, un par de cervezas Scheneider, las más baratas dada nuestra condición de extranjeros, y varios cigarros compartidos para concretar la entrevista. ¿Quién era ese muchacho que se sentaba alejado de todos escondiéndose detrás de sus libros? Yo no sabía que quería entrevistarlo ni que su vida me interesaría, lo fui descubriendo, poco a poco, en nuestra cotidianidad de vecinos. Rubén Darío Carrero, un venezolano nacido el 24 de julio de 1986, abogado y licenciado en filosofía que debutó como migrante desde hace tres meses en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Un tipo tímido pero agradable.


El año pasado, mientras hacía fila para comprar el pan (en Venezuela, para comprar un pedazo de pan, tienes que esperar un turno durante cuatro horas), Rubén leía La conjura de los necios, novela de John Kennedy Toole, y se le acercó un amigo que le dijo: “no puedo entender cómo lees tanto”. Él sonrió y siguió leyendo, se quedó pensando en eso y dijo para sus adentros “no sé cómo no puedes leer, realmente no sé cómo los demás pueden pasar todo lo que estamos pasando sin literatura, cómo pueden enfrentarse a la realidad a secas, cómo pueden confrontar la realidad todos los días sin la posibilidad de la ficción”.


A Rubén le gusta leer, hacerlo le hace sentir que la vida es una construcción en la cual él también participa a través de la imaginación, la observación y la contemplación. Le gusta mirar, cosa que en su país le fue vedado completamente, pues “Venezuela es la ausencia total de paisaje”. Rubén no habla mucho con los que viven en el Hostel. Pasa desapercibido, no se involucra con nadie. Le tiene miedo a los mentirosos. No le gusta sentir miedo. Le tiene miedo a la mentira, a las órdenes, a la injusticia. Piensa que hay un miedo del corazón (y esto lo aprendió en los últimos tres años, encerrado en su casa, todos los días, con la biblioteca que heredó de su padre).


“Hay un miedo del corazón, hay un miedo de la cabeza, hay un miedo del pensamiento y hay un miedo en el estómago. El miedo del corazón lo superas cuando te dejas llevar; el miedo en el pensamiento lo superas cuando buscas comprender; el miedo en el estómago yo no lo he superado”.


Observo en él a una persona preocupada por saber, que ha leído muchísimo y que busca comprender lo que le sucede a él y a los demás. La última vez que dio clases, antes de exiliarse, escribió a sus alumnos en el pizarrón la frase de Kierkegaard: “Aprendan a hablar sin autoridad”, después de ese día nada volvió a ser igual para él, se despedía de su patria sin saber cuándo volvería, o si volvería.


El inicio del cambio en Venezuela


1. “En cuarto año de bachillerato, en 2002, los muchachos de mi clase y yo no habíamos estudiado para una prueba de historia e hicimos una pequeña asamblea (asamblea es demasiado decir, era más bien un bochinche completo) en la que acordamos decirle a la profesora que nadie había estudiado para esa prueba y que no la pusiera ese día. Y así lo hicimos. La profesora de historia, en medio del bullicio, escuchaba: “profesora no haga la prueba”. Todo el mundo gritaba. La profesora con una cara de decepción y de fracaso dijo: “por eso nos está pasando lo que nos está pasando. Nosotros, como país, merecemos todo esto”. Se salió y se fue del salón. En esa época todo el mundo amaba a Chávez, todo el mundo. Hablar mal de Chávez era anatema. Yo no lo amaba pero ya tenía, a los 14 años, conciencia política y leía los periódicos, conversaba con mi padre y sí, coincidía con todo lo que estaba sucediendo”.


2. “Me enteré, cuando estaba en cuarto año de derecho, que graduar a un abogado le costaba al Estado doscientos cincuenta mil dólares. Mi titulación de abogado le costó al Estado doscientos cincuenta mil. De eso me enteré en cuarto año de derecho y me pareció terrible que yo no lo supiera antes. O sea, pensaba que todo era gratis, para mí todo era gratis: el profesor, la universidad, el edificio, la luz, las guías, los libros, todo lo tenía a la mano, todo era mío, todo era fácil. Ese día también comprendí muchas cosas”.


3. “Y bueno, ya el día que yo definitivamente, por llamarlo de alguna manera, rompo ideológicamente, aunque no sé qué demonios significa eso – no sé qué significa romper ideológicamente con algo – el día que se propone reformar la Constitución (el proyecto de constitución del chavismo era una dictadura constitucional, eso ya era una dictadura), en 2006, ya ni por coincidencia se podía seguir apoyando eso. Y aunque en 2006 no me interesaba la política, no hice oposición. Nunca me interesó la política universitaria, eso fue después.

Vida en Venezuela


Rubén Darío fue un niño tímido, pero esa timidez la fue superando con el tiempo. Le gustaban los deportes (practicó béisbol, futbol, rugby), pero cuando conoció la literatura ya no le importó nada más. Se graduó de bachiller a los dieciséis años y de ahí le dijo a su padre que quería estudiar filosofía. Éste le dijo: “vaya manera elegante de morirse de hambre”. Al final lo apoyó. Cuando le llevó el perfil de estudio y vio que iba a aprender a hablar griego antiguo y latín, se maravilló. Luego, Rubén estudió derecho para ganarse la vida. A los veinte años se entregó a la vida “galante” (riéndose, me dice que siempre quiso decir eso en una entrevista), hasta que conoció a una muchacha maravillosa que era periodista, Diosce Martínez, con la que tuvo dos hijas: Sara de tres años y Valeria de dos.


Rubén era profesor de derecho agrario, derecho ambiental y filosofía del derecho en la Universidad de Carabobo. En 2009 le dieron un tiro en el abdomen. Cuando se graduó de abogado decidió entrar en la política, incorporarse abierta y públicamente. Quería ser un hombre público con nombre, contrato y fama; y ser influyente en la política de su país. En esa época tenía “la tonta idea de que podía serlo”, según sus palabras; estaba convencido de que entrar en una universidad del chavismo, en 2009, era un buen comienzo. Él simplemente estaba ahí de incógnito como un agente provocador para hacer una célula política con estudiantes y con algunos profesores. Rubén recuerda lo terrible que, en cada clase, era ser vigilado por un “censor”, un comisario político del partido que entraba y se ponía a grabar: todo eso era parte de la dictadura. Un día, él estaba en el salón de profesores y entró alguien. La versión oficial dice que, supuestamente, esa persona cargaba un arma la cual, al caer, hirió a Rubén, quien se salvó. Este hecho le dio mucha más fuerza para que, después de superar algunos contratiempos, asumiera una lucha política en su país.


Sus ojos se humedecen cuando le pido que me cuente algo de su vida personal, me dice: “pienso en mis hijas, en el recuerdo con mis hijas, los juegos con ellas…Pienso en mis padres, en mi infancia. Sin embargo, ahora no tengo un recuerdo. Supongo que viene del hecho de que, desde hace mucho tiempo, mucho más que tener un recuerdo me importa la memoria, el hecho de recordar, pero siempre en tiempo presente. Te puedo hablar de una sensación: llegar a casa, entrar en mi habitación y sentirme protegido por mis libros, por mis lecturas y por mis seres queridos”. Rubén estuvo haciendo política abiertamente y ha escrito “algunas cosas”; quiere ser escritor porque dice que todavía busca su propia voz. En resumidas cuentas eso es su vida, con algunos nombres propios que ha omitido y con algunos casos que no quiere recordar.


El exilio del miedo


“El país se fue al barranco. La política ya era completamente inútil de llevar a cabo (sic) y ya incluso de describir, y contar la historia era mortificante. El día que escribir me daba miedo, ese día decidí irme del país. Ahora estoy en Buenos Aires tratando de tener una vida, que no ha sido fácil para mí, nada fácil… en absoluto”.


Rubén salió de Venezuela por miedo, lo dice mientras veo cómo, poco a poco, su mirada se queda vacía: “el miedo anula, suprime y aniquila. Cuando se tiene miedo no se puede amar, no se puede pensar, no se puede hablar. Era un ser completamente ausente, solo pensaba en comer porque no podía comer. Obviamente yo la tenía más fácil porque me refugié en la literatura, pero, aun así, un hombre no vive de literatura”.


Hubo un periodo, en 2015, que fue el peor para Rubén y su familia: él y su esposa comían papa todo el tiempo para alimentar a sus hijas. Luego, las cosas cambiaron, hubo momentos de subidas y bajadas. Su esposa y él encontraron trabajo, su esposa era community manager de una agencia inmobiliaria en Miami y él corregía textos para una sexóloga que vivía en Nueva York. Ganaban en dólares (seiscientos, setecientos dólares entre los dos) y, sin embargo, sólo podían comer bien, nada más. No podían pensar en más, ni en ropa, ni en entretenimiento, ni en absolutamente más nada, comían bien y ya.


Le pregunto a Rubén si él huyó de Venezuela y me contesta que no tajantemente “nunca podré huir porque allá todavía están mis hijas, y tengo que volver por ellas. Allí enterré a mis muertos y allá está mi vida. Nunca podré huir de ella, no. Pero me importa el desastre, ni siquiera huyo del desastre, del derrumbe. Hay un verso de un poeta alemán, de Novalis, que dice «lo mismo que te destruye te salva». Y hay gente que quiere volver al país rico, aunque nunca fuimos un país rico; hay gente que quiere volver al pasado y eso es imposible. Yo pienso que quedándose en lo que nos ha llevado al desastre y salvando lo que nos llevó al desastre, poniendo el dedo en la llaga, es la única manera de salvarnos y de tener un país, quizás ya nosotros… no creo que podamos tener un país, pero podríamos hacer el esfuerzo de regresarle un país a nuestros hijos, quizás.”


Rubén no extraña Venezuela, él dice que uno de los problemas de su país es que está construido por mitos: el mito del libertador, el mito del país rico, maravilloso, de las montañas más antiguas del mundo, de la catarata más grande del mundo, de la fauna más diversa del mundo; del oro, del petróleo, del diamante; de las mujeres hermosas; el mito de que todos son chéveres, bailadores de salsa, rumberos y felices. Y no, para él no hay nada qué recordar porque se recuerdan puras mentiras, puras falsificaciones. Y más que extrañar, a él le interesa pensar en Venezuela, en lo que podría ser de ahora en adelante, en lo que podría ser el fracaso, en lo que podrían ser después de lo que él llama “este terrible fracaso”, de esta derrota. Le interesa, más que extrañar, más que recordar, más que tener nostalgia, pensar y comprender Venezuela.


El apátrida


Rubén se sabe un asilado, ya que conoce que el Estado argentino le dará toda la protección que necesite. En la Constitución argentina, oficialmente, todo aquel que esté en Argentina goza de los derechos de cualquier ciudadano, además, el gobierno de Mauricio Macri, desde el año pasado, ha dado facilidad a los venezolanos para regularizar su condición migratoria en el país. No obstante, él, particularmente, se considera un apátrida. Rubén lee en voz alta: “Designará a toda persona que no sea considerada como nacional suyo por ningún Estado. O sea, que carece de nacionalidad legal” y agrega “no me satisface esta definición jurídica, pero que tal si yo te dijera ¡yo nunca voy a hablar lunfardo! y el fervor por el futbol, estoy muy lejos de eso. El argentino ha sido muy amable, muy considerado, muy solidario con la condición del venezolano acá, ¿pero, encajar? …No se trata de que el Estado o el gobierno me reconozca, que ya eso es una política de estado (el reconocimiento y el apoyo al migrante venezolano); sino se trata de sentirse en comunidad con el lenguaje, con el público, con la certeza, con la memoria, crear el vínculo con la raíz, con la tierra, la satisfacción de poder volver a casa en todo el sentido no político, incluso, me atrevería a decir espiritual. Eso yo ahora, con apenas tres meses, no lo veo cercano ni siquiera, no lo veo a la vuelta de la esquina. Sentirse parte de algo propio, sentirse que algo te pertenece, que la tierra te pertenece, que el paisaje te pertenece no tiene nada que ver con ningún documento ni con ir a una fiesta y brindar con dos amigos argentinos y hablar del Boca y del River. No tiene nada que ver con eso, es un aire metafísico que no respiras, no lo respiras acá y en función de eso me siento un apátrida porque ese aire metafísico se llama Patria. Esa sensación de tu lugar en el mundo, tu apartamento, tu rancho, tu nido, tu caracol, eso se llama Patria y ya no la tengo… ya no la tengo. En ese sentido me considero un apátrida”.


La Venezuela actual


He visto documentales sobre Venezuela, sobre el chavismo, sobre Maduro; videos de youtubers que muestran al mundo cómo su país va en picada; leo notas periodísticas sobre la situación y me pregunto ¿qué es Venezuela? No he estado en ese país pero me considero cercana a él, a la historia de violencia, de tiranía y de hambre que comenzó en 1992. Eso nos hermana, pues, aunque vivimos en un contexto distinto, los venezolanos y los mexicanos no somos tan distintos. Rubén me responde lo que es su país: “Venezuela es un expaís completamente. Venezuela es, ahora, lo que cualquiera diga que es, eso será. Todos tenemos un país, algunos siguen teniendo un país: el país de las falsificaciones; yo prefiero el país de la gente que buscó comprender Venezuela desde hace mucho tiempo. Es injusto que nos esté pasando esto. Ya hace mucho tiempo que personas como Arturo Uslar Pietri, Juan Nuño o José Ignacio Cabrujas advertían todo esto, de que éramos un país hecho de mitos. Venezuela es ausencia, está enferma, muerta. Y yo más bien me refugio en ese país que está escrito, en el país de aquellos que hablaron y que dignifican la historia, porque siempre advirtieron, siempre se supo que esto iba a suceder y nadie hizo caso, ninguno, como pueblo, como nación, nunca hicimos caso a estas llamadas de advertencia, nunca nadie. Yo prefiero refugiarme en ese país, en el país de la advertencia, en ese país que sí existe, que está allí, en los libros… no en el Salto Ángel, ni en las cataratas, ni en las mujeres hermosas, ni en la bandera, ni en el himno, ni en la comida, ni en la lágrima furtiva cuando se escucha una canción. No, me interesa más bien poner el dedo en la llaga, siento mi país más cercano, siento a Venezuela mía cuando siento la cicatriz que me dejó esa herida”.


El porvenir


La situación crítica de Argentina afecta de peor manera a los migrantes que están llegando en busca de trabajo. Sin la precaria[1] ni el DNI, en Buenos Aires ellos no pueden “laburar” de forma correcta, así sean grandes profesionistas; solo pueden comenzar aspirando a trabajar en una casa particular, de ayudante de limpieza o cuidando bebés, en alguna tienda de chinos donde son explotados; o, lo más rápido, donde todos son aceptados, se evitan el papeleo y comienzan en ese mismo momento, que es trabajar de “rapi” para la empresa Pedidos Ya.


En el caso de Rubén, su primer trabajo fue en una fábrica de zapatos (él no sabía hacer zapatos, ni pegar suelas porque nunca había tenido necesidad de aprender a hacerlo), del cual renunció porque su jefe peruano era un déspota y, en una ocasión, le grito de tal manera que Rubén prefirió irse. Él no permitiría maltratos laborales, ya bastante había vivido en Venezuela. De su segundo trabajo, un restaurante de sushi, lo despidieron a las dos semanas porque “necesitaban a alguien que picara más rápido el salmón, ya que se venían los días del mundial”. Hasta el día de hoy, Rubén Darío sigue en busca de un trabajo estable donde pueda desempeñarse en lo que sabe hacer.


Le pregunto cuál es el motivo para levantarse todos los días y salir a buscar trabajo, me dice: “me cuesta salir. Yo todavía tengo miedo, es algo difícil de explicar. Ya tengo tres meses acá y ya eso es algo que he venido superando pero… la sensación de futuro, la sensación de que puedo tener un futuro… La esperanza, aunque bueno, no sé, no me llevo bien con la esperanza. Kafka decía «bienaventurados los que no tienen esperanza porque nunca serán defraudados»”.

Rubén tiene miedo de ser defraudado aquí en su tierra prometida, aunque piensa que el fracaso y la derrota son estimulantes. “Edward Said, un hombre al que leo mucho, que se ha dedicado a la cuestión del exilio y tiene libros sobre este tema, en el prólogo de un libro estupendo que se llama Ejercicios del exilio dice «una de las razones por las cuales los exiliados triunfan es porque si el exiliado no tiene éxito se muere, el exiliado está obligado a tener éxito»”.


Rubén se siente triste: no tiene casa, no tiene biblioteca, no tiene parque, montañas; no tiene la seguridad, la satisfacción, ni el refugio de la casa. Sólo son recuerdos. Me dice que yo estoy ahora aquí y que puedo tener una vida en Buenos Aires durante dos meses, tres meses, tres años, pero que siempre voy a tener la seguridad de mi casa en Veracruz. Dice que siempre va a ser para mí una certeza, aun si no quiero volver. Muy en el fondo, en el estómago quizá, en las entrañas, mi cuerpo y mi espíritu siempre van a estar calmados porque tengo a donde volver: él no, ellos, los venezolanos que viven en el Hostel Fiesta, ya no.


La nueva patria: Argentina


“Me gusta Buenos Aires, me gusta la ciudad, me ha hecho mucho bien. Es una ciudad maravillosa, aunque a veces es presuntuosa. Me causa gracia cuando los porteños creen que, por tener una ciudad concebida desde hace más de un siglo y por tener un semblante de ciudad moderna, son modernos y son del primer mundo: no, la verdad es que no lo son, como toda Latinoamérica, pero eso no tiene nada que ver con la gente, eso también tiene que ser parte de la gran derrota de Latinoamérica, de la imposibilidad de entrar en la modernidad”.


Al mismo tiempo, Rubén piensa que Argentina es un país complicadísimo, dice que él, que viene de la experiencia de un Estado fallido, sabe que no se construye un Estado y no se puede administrar una república con dos proyectos de país contradictorios. Cree que si esto sigue así, Argentina volverá al 2000, volverá la eclosión social y volverá el desbarajuste económico, que es el gran problema de Argentina.


No tiene otra opción más que pensar en naturalizarse argentino, pues en dos años no tendrá pasaporte. Tiene la idea de regresar a su país, pero sólo y únicamente si regresa para construirlo, dice que si su persona no es necesaria, no regresará. Augura para Venezuela, en los próximos años, trabajo, trabajo y más trabajo; independientemente que sea trabajo forzado o trabajo honesto, al final siempre será trabajo. Él me dice: “no sé si seguiremos siendo, dentro de diez años, un campo de concentración”. Me sorprende lo que dice y le pregunto, ¿Y sí lo es?, él me responde: “Venezuela es un campo de concentración de 900 mil kilómetros cuadrados. Tal cual, sin….bueno, sí hay hornos crematorios: los hospitales. Los hospitales son los hornos crematorios de Venezuela. Esas imágenes ya las estamos viendo, ya están saliendo algunas que son de judíos en Auschwitz, pero en algunos años vamos a ver cosas pavorosas. Vamos a ver lo que se está viviendo ahora y lo que se va a vivir en el transcurso de estos diez años, cuando salgamos de todo esto vamos a verle la cara al horror, todavía nos queda tiempo, mucho tiempo para aprender de lo que sucedió”.


Rubén Darío Carrero está construyendo una nueva ciudadanía, no sabe si vaya a politizarse en Argentina, tampoco sabe si algún día le importe comprar el periódico una mañana, interesado en las noticias de este país. Todo es nuevo para él, sin embargo, se sabe fuerte para descifrar lo que este país tiene para él. La extranjería le ha dado grandes lecciones para toda su vida.


“Hay un verso de Hannah Arendt que me encanta que dice «bienaventurado el que nunca tiene patria porque siempre podrá soñarla» y he vuelto a tener sueños, ahora tengo sueños. Había olvidado qué es tener una meta, qué es tener un sueño, qué es tener un fin; y vuelvo a reencontrarme con esto y eso me ha dado aliento, ánimo, me ha dado espíritu. La extranjeridad (sic) ha sido un alimento para el espíritu. En medio de la extrañeza, en medio de la estrechez, de las limitaciones, he podido hallar en mí una fuerza, un ímpetu, un instinto que no reconocía en mí. Y esto me hace sentir poderoso, hoy me siento como mil hombres. Esa fuerza, ese poder, ese instinto lo he forjado en la soledad, en la reflexión, en el silencio, en el frio, y en el tiempo”.





[1] Es el certificado de Residencia Precaria Argentina. Un “salvoconducto” para aquellas personas que inician el trámite de Residencia Temporaria, la cual, lo habilita para trabajar, estudiar y entrar o salir de Argentina por 2 años.


 


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