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  • Mauricio Padilla Núñez

La reforma nietzscheana


Pareciera que a la hora de escribir los alemanes lo hicieran siempre con el martillo. En la víspera del 31 de octubre de 1517, un monje agustino del convento de Erfurt y profesor de teología en Wittemberg, clavaba en las puertas del palacio de dicha ciudad, 95 tesis de su autoría, las cuales habrían de tener repercusiones inimaginables, incluso para él mismo. Exactamente 370 años más tarde, Friedrich Nietzsche, con el mismo instrumento en mente, pero con pluma en mano, anunciaría el crepúsculo de los ídolos y el filosofar a martillazos. ¿Bastan estas dos figuras para reiterar la aseveración de que cuando los alemanes escriben lo hacen con el martillo?


El presente trabajo recibe su justificación de dos razones principales: la primera, evidentemente, la conmemoración de los 500 años de la Reforma protestante; la segunda, la necesidad de explorar los vínculos entre el pensamiento nietzscheano y la figura de Martín Lutero y el protestantismo. A su vez, ésta última recibe su justificación a partir del hecho de que, a menudo, dicha relación es omitida, dado que el enfoque principal es dirigido hacia la crítica de Nietzsche a la tradición judeo-cristiana. Bajo esta mirada superficial, uno sería llevado a pensar que Nietzsche no le dedicó muchas páginas a Lutero y que su figura fue, de cierta manera, opacada por la de Cristo o la de Pablo. Si bien es cierto que el problema del cristianismo ocupa un mayor lugar en la obra nietzscheana, al rastrear la figura de Lutero en ella nos damos cuenta de que de ninguna manera fue una figura irrelevante o menor. Habría que considerar al protestantismo dentro de esta misma crítica, como un complemento suyo, sin el cual no se podría entender a cabalidad la disputa de Nietzsche con la filosofía alemana de su tiempo.


Así mismo, este ensayo padece de una dificultad inherente. Con la intención de mostrar qué relación hay entre Nietzsche y alguno de los autores a los que hace referencia a lo largo de su obra, uno corre el riesgo de caer en un reduccionismo dicotómico, y por demás, trivial. No habría más que dos opciones y dos bandos. Se trataría, entonces, meramente de colocar a dicha figura entre los “despreciados” por Nietzsche —en donde estarían, por mencionar a algunos, Sócrates, Platón, Pablo de Tarso, San Agustín, Leibniz, Rousseau, Kant, Hegel—; o bien colocarla en el bando de los “admirados” por él —a saber, Tucídides, Heráclito, Montaigne, Maquiavelo, Spinoza, Voltaire, Goethe, Napoléon, etc. La relación de Nietzsche con los autores que lee es mucho más compleja, y por ello mismo, la investigación exige, obligatoriamente, ir mucho más lejos e indagar más allá.


De entrada, se puede decir que la relación de Nietzsche con el protestantismo resulta innegable puesto que se halla en el mismísimo seno familiar de su infancia. Su padre, un pastor luterano que ejercía su profesión en Turingia, muere cuando Nietzsche tiene apenas 3 años. La muerte del padre, e inmediatamente después la de su hermano menor, dejarían una fuerte y temprana impresión en la vida del filósofo de Röcken, acosándolo con lúgubres pesadillas y heredándole una débil y pobre salud, tal como lo refiere en Escritos autobiográficos de juventud. En una carta del 25 de Julio de 1860, Nietzsche (2012a: 139) le escribe a su tío, Edmund Oeheler, y le comenta que ha visitado la casa de Lutero y que ha visto muchas cosas interesantes.


Ambos, tanto Nietzsche como Lutero, presenciaron, respectivamente, un acontecimiento que involucra a un rayo —o un rayo como acontecimiento— en su juventud.


Al regresar de una visita a casa de sus padres, el joven Martín es testigo de una tormenta eléctrica. Mientras que se esmera por atravesar el camino, un rayo cae a pocos metros de él. Este hecho lo afecta interiormente de tal manera que renuncia a la carrera de Derecho para ingresar al monasterio de Erfurt en 1505, a la edad de 22 años.




Por otra parte, a los mismos 22 años Nietzsche experimenta algo completamente opuesto durante un hecho casi idéntico. En una carta del 7 de abril de 1866 a su amigo Carl von Gersdorff, después de mencionar sus escasos pasatiempos, los cuales incluyen Schopenhauer, Schumann y muchos paseos solitarios, Nietzsche abruptamente relata su experiencia del día anterior. Durante una impresionante tormenta eléctrica, Nietzsche sube al monte “Leusch”, donde encuentra una cabaña, y dentro de ésta a un hombre sacrificando a dos cabritos y a su hijo. Al desatarse la tormenta, con todo el hielo y el granizo incontrolables, Nietzsche confiesa haber sentido un entusiasmo indescriptible.


Es ciertamente tentador imaginar lo que un joven Nietzsche experimentó aquella tarde, en donde en unos cuantos eventos yuxtapuestos, como lo son un sacrificio y una tormenta salvaje, parecerían vislumbrarse un conjunto de fuerzas ciegas, azarosas, nada más que voluntad. Así parece sugerirlo Nietzsche (2012a: 383): “¿Qué era para mí el hombre y su querer insaciable? ¿Qué era para mí el eterno «debes», «no debes»? ¡Qué distintos el relámpago, la tormenta, el granizo, poderes libres, sin ética! ¡Qué felices y qué poderosos son ellos, pura voluntad, sin ser perturbada por el intelecto!”.


Dos experiencias similares que, por sus diferencias temporales e históricas, producen resultados diametralmente opuestos. Lutero se entrega a la vida monástica y a la fe cristiana después de ese contacto próximo con el rayo; mientras que Nietzsche vive su experiencia en medio de la tormenta eléctrica como una afirmación plena de la naturaleza y de su voluntad ciega, libre de los complejos de la razón y de la moral. En última instancia se remite a la singularidad de cada experiencia particular.


Al aproximarnos a la figura de Lutero desde la óptica nietzscheana, es importante tener en consideración la influencia que tuvieron en él tanto Pablo de Tarso como San Agustín. Lucien Febvre, a través del parágrafo 68 de Aurora, ilustra la estrecha relación que hay entre la evolución del pensamiento de Lutero y el de Pablo, con respecto a la obediencia de la Ley y la salvación por la fe. La fórmula luterana es en exceso similar a la paulina. Febvre llega incluso a mencionar que ahí donde dice “Pablo” bien podría reemplazarse por “Lutero”. Dicha visión sufre de un esquematismo radical, pero es una forma de plantear el problema.[1]


La cuestión que asedió obsesivamente a Lutero fue la de la Justicia de Dios (Febvre, 2013: 56). El agustino cumplía cabalmente su deber como monje, realizando múltiples ayunos, oraciones, flagelaciones, confesiones y peregrinajes. Sin embargo, todos estos actos y esfuerzos no le eran suficientes para alcanzar su paz y tranquilidad interior. Lo único que el monje recibía a cambio era más crisis, culpa y ansiedad.


Todo esto hasta antes de su revelación en la torre de Wittemberg en 1514. Ahí, en un instante, se lleva a cabo la revolución crucial en su pensamiento. La salvación por medio de obras aparece como un esfuerzo fútil y vano, que no extingue ni apaga el deseo, porque el pecado, para Lutero, es un pecado absoluto que todo lo corrompe y lo deprava (pp. 53-57). De aquí no hay escapatoria. La única vía posible es la salvación por la fe: por el autoreconocimiento y aceptación del pecador como tal, su confianza en el amor divino y omnipotente de Dios, y finalmente su transformación en hombre justo (p. 60). La brecha entre el Creador y el hombre es tan distante, que sólo puede conciliarse si el Creador es quien acerca al hombre a su seno, y el hombre con su fe, no con sus obras, se acerca a Él.


Con respecto a Agustín, por otra parte, Lutero comparte ese anhelo incesante de aproximación directa con Dios, la noción de pecado original como algo intrínseco y corruptor del hombre, y la verdad como algo de carácter existencial que ofrece un remedio y una terapia para su angustia religiosa (p. 57). En una carta de Nietzsche (2012b) a Overbeck del 31 de marzo de 1885, el filósofo cuenta que ha leído las Confesiones por puro placer. “¡Qué viejo rétor! ¡Cuánta falsedad! ¡Qué manera de torcer los ojos! ¡Cuánto me he podido reír!” Remata Nietzsche más adelante: “Su valor filosófico es igual a cero” (p. 56).


Nietzsche se refiere a la Reforma protestante, sobre todo, en La gaya ciencia y en El Anticristo. A pesar de que en La gaya ciencia la Reforma sea mencionada varias veces, su contenido dista realmente de poder elucidar la figura que ocupa Martín Lutero en el pensamiento de Nietzsche. Nos deja en un estado de ambigüedad y de incertidumbre. Por un lado, la Reforma aparece como un movimiento profundamente alemán y cristiano, en donde se manifiesta el hombre malvado, que afronta y pone en cuestión a la autoridad, y que produce una refinación de la razón. Por el otro, la Reforma como un fracaso, como un movimiento irreflexivo de masas, de gente inculta, de campesinos y plebeyos, del instinto gregario en el animal que es la moral. ¿Qué vio Nietzsche, entonces, verdaderamente en la Reforma? A primera vista, la segunda interpretación aparece como más plausible que la primera.[2]


No es sino hasta uno de los últimos parágrafos, el 358, donde la cuestión parece esclarecerse un poco y que somos capaces de apreciar mejor el horizonte. El hombre europeo vislumbra ante sí las ruinas de la Iglesia cristiana. ¿Quién o quiénes son los responsables? Los alemanes, que queriendo mantener viva a la Iglesia, pero incapaces de comprender su esencia meridional, fueron más bien sus destructores.


La Reforma luterana fue, en toda su extensión, la indignación de la simplicidad frente a algo que era <<ambiguo>> o, por decirlo con cautela, un grosero y sincero malentendido, en el que cabe mucho que perdonar –no se comprendió la expresión de una Iglesia victoriosa y sólo se vio corrupción, no se comprendió el noble escepticismo, ese lujo de escepticismo y tolerancia que se permite todo poder victorioso, seguro de sí mismo. (Nietzsche, 2014a: 562)


Nietzsche pasa revista de todos los errores cometidos por el fatalmente limitado, superficial e imprudente Lutero: quiso restablecer la obra cristiana de los romanos, lo cual fue, en realidad, el germen de destrucción de la Iglesia misma; entregó las Sagradas Escrituras a todo mundo, cayendo éstas en manos de los filólogos, los destructores de la creencia basada en los libros por antonomasia[3]; destruyó el concepto de Iglesia rechazando la fe en la inspiración de los concilios; devolvió al sacerdote la relación carnal con la mujer, al mismo tiempo que le retiró la confesión (lógicamente); y al volver a cada individuo su propio sacerdote, eliminó al sacerdote cristiano como tal.



Finalmente, Lutero, con su odio campesino hacia los hombres superiores —es decir, los hombres religiosos— y con su incapacidad de alcanzar este ideal, generó aquello mismo que él repudiaba en el orden social: una sublevación campesina (pp. 362-363). Nietzsche se muestra indulgente con Lutero; nadie puede imputarle los efectos de la Reforma, pues el pobre “[…] fue inocente en todo, no sabía lo que hacía” (p. 363). Aquí cabría preguntarse: ¿No tendría que agradecerle Nietzsche a Lutero su labor de destrucción eclesiástica?


Esta interrogante, junto con este último parágrafo de La Ciencia Jovial, son dos piezas claves que conectan directamente con El Antricristo. En sus últimas líneas Nietzsche reconoce que la Reforma luterana, con su inquietud espiritual, su anhelo de independencia, su reclamo de libertad, sirvió para desarrollar las bases de la ciencia y el pensamiento modernos, pero al mismo tiempo, su plebeyismo del espíritu, marcó el carácter mismo de toda la época moderna. Las ideas modernas, en su seno, son una continuación de aquella sublevación campesina que fue la Reforma protestante.


Así, en el parágrafo 10 de El Anticristo, Nietzsche sostiene la tesis de que el pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana (2014b: 255). Para el pensador de Röcken, se podría trazar una línea de continuidad, que comienza en el siglo XVI con Lutero y que termina en el siglo XVIII con Kant, pasando por Leibniz, e incluso extendiéndose más allá con Schopenhauer y con Hegel. ¿Qué es el protestantismo? “El lado parapléjico del cristianismo.” (p. 255).


La polémica anticristiana de Nietzsche, señala Germán Cano, pretende un análisis de las formas en que el poder pastoral del sacerdote se mezcla y se disfraza en las sociedades modernas, supuestamente secularizadas. Ante esto es necesario definir, para el porvenir, el nuevo tipo de hombre superior (p. 247).


Por último, la visión nietzscheana de la Reforma estaría incompleta sin la del Renacimiento. En los últimos parágrafos de El Anticristo, Nietzsche resume en un tour de force impresionante, el destino de Occidente. Para Nietzsche, el cristianismo se asemeja al anarquismo en tanto que, al igual que una plaga que de la noche a la mañana envenena la cosecha entera, tuvo por fin destruir la forma más elevada de organización social y religiosa de la Antigüedad, a saber, el Imperio Romano. Para Nietzsche lo que representa el Imperio Romano equivale a lo que representa la polis griega para Hegel.


Dice Nietzsche: “El cristianismo fue el vampiro del imperium Romanum.” (p. 331). Nietzsche cree que en esta antigüedad tardía se está librando una batalla que se remonta hasta Epicuro peleando contra las ideas de culpa, de castigo y de inmortalidad del alma. En suma, es el enfrentamiento entre el ideal clásico y el ideal cristiano. Al final, el vencedor fue Pablo. Nietzsche lamentará irremediablemente la pérdida del sentido del mundo antiguo. “¿Para qué, pues, los griegos? ¿Para qué los romanos?” (p. 334). Todo ha sido en vano.


Siglos más tarde, hubo otra esperanza para Europa, esta vez arruinada por los alemanes —el Renacimiento. El hecho de que la Reforma protestante surja en territorio alemán, y de que Nietzsche considere este acontecimiento como aniquilador del movimiento renacentista, muestra que Nietzsche reniega de la Reforma dos veces: una, en tanto que movimiento ciego, torpe e ingenuo que imposibilitó ver lo que verdaderamente estaba en juego culturalmente; y dos, en tanto que la Reforma haya sido ese movimiento ciego alemán.


¿Qué representó el Renacimiento para Nietzsche? La transvaloración de los valores cristianos (p. 337). El Renacimiento era la posibilidad de un regreso a los valores nobles, desde el seno mismo del cristianismo, con César Borgia como Papa. Cabe detenerse en la figura de Borgia, ya que no se trata meramente de un personaje accidental, sino que encarna el virtuosismo político de Maquiavelo, el cual Nietzsche admiraba profundamente. César Borgia es el auténtico símbolo del político renacentista.


Lutero, para Nietzsche, fue un sacerdote grosero e ingenuo, que con indignación arruinó el movimiento renacentista. Lo que logró fue “[…] restablecer la Iglesia; atacándola…” (p. 339). Lutero no destruye la Iglesia, como quizá se había pensado en La gaya ciencia, sino que, al contrario, el movimiento de la Reforma es justamente lo que permite su continuidad. El Renacimiento, otro ideal nietzscheano, como lo fue el Imperio romano, en vano.



De todos modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas las cosas […] pero en seguida volvió a triunfar Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de resentimiento al que se da el nombre de Reforma protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el restablecimiento de la Iglesia, - el restablecimiento de la vieja quietud sepulcral de la Roma clásica. (2014c: 77)


De esta manera fueron Pablo y el cristianismo quienes echaron a perder al Imperio romano; y fueron Lutero y la Reforma protestante quienes con sus manos arruinaron el Renacimiento. La culpa será de los alemanes; por ellos no ha podido librarse Europa del espectro del cristianismo.



Ellos tienen, por ejemplo, sobre su conciencia, el haber ahogado el sentido real de la última gran época de la Historia: el Renacimiento, en un instante en el que los valores cristianos, los valores de decadencia, sucumbían y se veían vencidos incluso en los instintos del alto clero por los instintos contrarios, los instintos vitales. Atacar a la Iglesia suponía entonces restablecer el cristianismo. (2012c: 297-298)


En una primera instancia, al perseguir la figura de Martín Lutero en la obra nietzscheana, uno puede extraer dos conclusiones. La primera, la de Martín Lutero como padre del protestantismo y padre de la filosofía alemana moderna, encauzando el pensamiento de Leibniz a Kant, extendiéndose incluso hasta Schopenhauer y Hegel. Segundo, Martín Lutero como un campesino grosero, tosco, resentido, ingenuo, que nunca tuvo idea de lo que hacía, destructor del movimiento del Renacimiento y prolongador del cristianismo en Europa. La Reforma, en última instancia, una catástrofe.


Encima de todas las caracterizaciones de la primera conclusión, parece ser que la segunda es fundamental para la visión histórica que Nietzsche tiene de Occidente. El ideal antiguo es arruinado por Pablo y el cristianismo como religión oficial del Imperio romano, y más tarde, más de mil años después, es Lutero y el protestantismo quienes arruinan el progreso renacentista de restituir los valores de la antigüedad ante el ideal cristiano. Aunque sea de esta forma negativa, análoga a la de Pablo, Lutero juega un papel determinante en la forma en que Nietzsche concibe la historia occidental.


Sin embargo, dicha visión no es fatídica ni implica una resignación. Al final del primer tratado de La genealogía de la moral Nietzsche produce un eco con un cierto ¿No debería? ¿Es que quizá no hay salida o remedio para esta visión sobre el acontecimiento histórico de Occidente? “¿No debería haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún: ¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?” (2014c: 78-79).


No se trata del fin, sino justamente del punto de partida. Otro Renacimiento, una transvaloración de los valores, la muerte de Dios y la superación del nihilismo. Pareciera que todavía queda mucho por hacer.




[1] El retrato más contundente de Pablo de Tarso que dibuja Nietzsche se puede encontrar en los parágrafos 6 y 7 del primer tratado de La genealogía de la moral. Lutero, perteneciente a la casta sacerdotal, sería víctima de su sentimiento fundamental de desasosiego, a causa de, precisamente la condición misma que produce el ideal ascético del sacerdote.


[2] Véase los parágrafos 35, 144, 148 y 149 de La gaya ciencia.


[3] Respecto al ámbito filológico de esta crítica, Nietzsche, como buen filólogo, ha de tener en mente a Lorenzo Valla, quien en 1440 pudo demostrar de manera efectiva el carácter radicalmente apócrifo de la Donación de Constantino, documento según el cual supuestamente Constantino I le habría otorgado, legítimamente, a Silvestre I, los territorios de Roma, las provincias italianas y el resto del Imperio Romano de Occidente. Este episodio no haría más que representar para el filósofo de Röcken la contingencia y la arbitrariedad de la creencia basada en la autoridad eclesiástica, cuando es examinada mediante un riguroso análisis histórico-filológico.


 

Febvre, L. (2013). Martín Lutero: un destino. Duodécima reimpresión. (Trad. Segovia, T.) México: FCE (1927).

Nietzsche, F. (2012a). Correspondencia. Volumen I: Junio 1850 – Abril 1869. (Ed. dirigida por Luis Enrique de Santiago Guervós.) Madrid: Trotta.

(2012b). Correspondencia. Volumen V: Enero 1885 – Octubre 1887. (Ed. dirigida por Luis Enrique de Santiago Guervós.) Madrid: Trotta.

(2012c). Correspondencia. Volumen VI: Octubre 1887 – Enero 1889. (Ed. dirigida por Luis Enrique de Santiago Guervós.) Madrid: Trotta.

(2014a). La ciencia jovial. Estudio introductorio, traducción y notas de Germán Cano. Madrid, Gredos-RBA, 2014.

(2014b). El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo. (Introducción, traducción y notas, Cano, G.) Madrid: Gredos-RBA.

(2014c). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. (Segunda reimpresión. Introducción, traducción y notas, Sánchez Pascual, A.) Madrid: Alianza.

 

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