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  • Victor Gabriel García

Estetización de la percepción y sobresaturación de información en la era digital

Decía Aristóteles que la mejor vida que el ser humano podía seguir era la vida contemplativa. Fácil para él decirlo, dado que en la antigua Grecia no existía el Internet. La realidad es que, en nuestro interconectado mundo contemporáneo, la velocidad a través de la cual viajan los miles de millones bits de información a los cuales nos exponemos diariamente convierte eso de la “virtud de la mente” en una tarea de proporciones titánicas.


Es imposible negar que el Internet es una herramienta maravillosa. Nos ha abierto la puerta a un mundo de memes, videos de cachorritos cayéndose por las escaleras, torrents de música y películas pirata (el Spotify y Netflix del lumpen), la nada despreciable oportunidad de insultar a una persona que se encuentra en algún país remoto mientras jugamos Call of Duty, y, claro, acceso a toda la información que pudiéramos imaginar. Toda una Biblioteca de Alejandría en la punta de nuestras yemas.


Pero ¿qué pasa cuando toda esa información es simplemente demasiada? En su libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, el periodista estadounidense Nicholas Carr (2011) reconoce el efecto que ha tenido la sobresaturación de la información en su oficio como escritor.


Yo también puedo sentirlo. Durante los últimos años he tenido la sensación incómoda de que alguien, o algo, ha estado trasteando en mi cerebro, rediseñando el circuito neuronal, reprogramando la memoria. Mi mente no se está yendo —al menos, que yo sepa—, pero está cambiando. No pienso de la forma que solía pensar. Lo siento con mayor fuerza cuando leo. Solía ser muy fácil que me sumergiera en un libro o un artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en los recursos de la narrativa o los giros del argumento, y pasaba horas surcando vastas extensiones de prosa. Eso ocurre pocas veces hoy. Ahora mi concentración empieza a disiparse después de una página o dos. Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo (Carr, 2011: 17).


Comparto el sentimiento. Como parte de una generación que –¿afortunadamente? – creció sin las distracciones del Internet en su infancia, todavía puedo recordar lo que era la vida antes de la conexión perpetua, cuando las interacciones más impersonales se daban a través del teléfono o el correo postal (pensemos que actualmente llamar al teléfono de un domicilio particular se siente casi como una invasión a la privacidad). Era una vida más simple, sí, pero también más aburrida y, por lo tanto, más proclive a la productividad. Tal vez si Da Vinci, o cualquier otro hombre renacentista, hubiera tenido Internet en su época, su legado no hubiera sido ni la mitad de relevante actualmente. Al menos eso me digo antes de dormir.


Imagen. Carleti López Traviesa

Ahora parece que vivo en un eterno estado de fuga, sumergido en correos electrónicos, notificaciones de Whatsapp, Facebook, Twitter, Instagram, o lo que sea que provoque un zumbido en mi celular. Frecuentemente me sorprendo a mí mismo haciendo lecturas transversales de artículos que me interesan, adelantando constantemente videos de YouTube, acaparando libros que van a dar a una empolvada carpeta en mi computadora que sirve como biblioteca digital, y haciendo scrolling incesante del contenido que mis “amigos” suben a las redes sociales para buscar algo de reconocimiento y validación a través de likes, corazones o cualquier otro símbolo que represente el ser observado por alguien más al otro lado de una pantalla.


Es claro que nadie me obliga a hacerlo, tal vez carezco de la templanza y el autocontrol tecnológico que otros sí tienen. Pero seamos francos, no soy el único que padece esta urgencia por sentir el frío tacto de la pantalla de mi celular, urgencia que, más que ser consciente, se ha transformado en un reflejo impulsivo que se detona cuando me encuentro en una conversación aburrida o incluso cuando se cruza un tiempo muerto al tratar de ver una serie de televisión.


Como afirma el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, una de las patologías que caracterizan a nuestra sociedad contemporánea es el déficit de atención (2012: 11). No necesito de un diagnóstico clínico para notar que mi concentración se ha visto mermada por la sobresaturación de la información. Al igual que Carr, no puedo pasar más de cinco minutos realizando una tarea sin que mi mente salte a un nuevo tema. Una simple búsqueda en Wikipedia sobre la molécula del agua puede terminar tres horas después en un video de cocina en YouTube. Mientras tanto, mi explorador aloja decenas de pestañas abiertas que demandan ser escaneadas superficialmente.


Imagen de Carleti López Traviesa


Y es que, en su carácter de red, el Internet no está diseñado para la quietud. En el Internet todo es referencia, hipervínculo, salto, o “sistema de paso”, a decir de Alessandro Baricco en su colección de ensayos Los bárbaros (2008). El problema se presenta cuando todo se vuelve referencia sistemática, dado que el contenido de la información pierde importancia en sí mismo y sólo es relevante cuando nos conecta a otros nodos de información que perpetúan la misma dinámica.


Es como si los cerebros hubieran comenzado a pensar de otro modo: para ellos, una idea no es un objeto circunscrito, sino una trayectoria, una secuencia de pasos, una composición de materiales distintos. Es como si el Sentido, que durante siglos estuvo unido a un ideal de permanencia, sólida y completa, se hubiera marchado a buscar un hábitat distinto, disolviéndose en una forma que es más bien movimiento, larga estructura, viaje. Preguntarse qué es algo significa preguntarse qué camino ha recorrido fuera de sí mismo (Baricco, 2008: 110).


Así, nuestras mentes se convierten en meras terminales de conexión que tejen significados sin que estos necesariamente sean reflexionados y escudriñados en el momento. Ahí tenemos el fenómeno de las fake news, un ejército de encabezados que sólo sirven para ser compartidos en la red con la intención de reforzar alguna doctrina política o moral predeterminada frente al público que nos observa, sin que su contenido necesariamente sea factual, ya no digamos verdadero.


El éxito que desde hace una década han tenido las redes sociales en nuestras dinámicas sociales tiene que ver con esto. Las redes sociales no son páginas estáticas, sino que operan como cascadas de información en constante movimiento, alimentadas por la información que los usuarios deciden compartir. No es hasta que estalla un escándalo como el reciente caso de Cambridge Analytica y Facebook, que nos cuestionamos si de verdad necesitamos compartir toda nuestra vida en el Internet y reducir nuestra propia identidad a la imagen que despliega nuestra presencia virtual.


Pero, dejando a un lado los melodramas coyunturales, la pregunta que motiva este escrito tiene que ver con la manera en la que nuestra percepción ha ido cambiando para hacerle frente a la sobresaturación de la información y la imagen que reina actualmente. ¿Qué es lo que nos hace detener nuestro incesante scrolling frente a una imagen, una pieza de texto o un producto audiovisual? ¿Por qué ciertos paquetes de bits logran atrapar nuestra mirada? ¿Qué estrategias son utilizadas para seducir nuestra percepción? No son preguntas que responderemos cabalmente en este espacio, pero al menos estableceré algunos puntos de reflexión.


Dice Gilles Lipovetsky (2015) que la época actual, la del capitalismo tardío (o, mejor dicho, impuntual), ha ido adoptando herramientas estéticas para seducir los sentidos del observador en un mundo lleno de información. La publicidad, incluso en la política, no apela ya al producto que se quiere vender, sino a la emoción que transfiere su narrativa o representación. El sujeto contemporáneo interconectado no busca “cosas”, sino experiencias en las cuales uno pueda sentirse inmerso, abrazado por sentidos, no importa si estos sean incómodos o reconfortantes.


Con la estetización de la economía vivimos en un mundo caracterizado por la abundancia de estilos, de diseños, de imágenes, de historias, de paisajismo, de espectáculos, músicas, productos cosméticos, sitios turísticos, museos y exposiciones... en todas partes lo real se construye como una imagen que integra en ella una dimensión estético-emocional que se ha vuelto central en la competición que sostienen las marcas. Es lo que llamamos capitalismo artístico o creativo transestético, y que se caracteriza por el peso creciente de los mercados de la sensibilidad y del proceso diseñador, por un trabajo sistemático de estilización de los bienes y lugares comerciales, de integración generalizada del arte, del look y de la sensibilidad afectiva en el universo consumista. (Lipovetsky, 2015: 9)


Frente a esta circunstancia, la percepción anclada al Internet también ha experimentado un proceso de estetización. Estamos tan acostumbrados a percibir siluetas meticulosamente estilizadas, diseñadas a la carta y prefabricadas a través de filtros de edición, que la seducción de la mirada opera ya como un impulso inconsciente que tiende hacia la figura estética. Pero no hay que confundirse, cuando hablo de estetización no me refiero simplemente a un sentido de belleza generalizado. Claro, lo bello tiene que ver con esto, pero no es el tema que me ocupa aquí. En cambio, por estetización entiendo el refinamiento de los dispositivos estéticos que se activan durante la percepción de cierto objeto en la realidad. En este sentido, una imagen “fea” o desproporcionada (si quisiéramos adscribirnos al sentido que los antiguos griegos le daban a lo bello), puede ser igual de seductora que una imagen bella.


Lo que opera aquí es el consumo de información e imágenes pre-digeridas, procesadas y trabajadas en su carácter de disposición tendente. En el contexto de fugacidad de la información en las redes, las estrategias de seducción que operan en el consumo de información se refinan para apelar al grado más primordial de la percepción, al minúsculo momento en el que la imagen aparece frente a nuestra mirada, tal como sucede con las luces de un estrobo. Es en ese minúsculo instante en el que aparentemente el tiempo se detiene, cuando sucede la inmediata operación en donde alguna pieza de información nos engancha o pasa desapercibida.


Esto sucede también con la manera en la que consumimos los perfiles de los demás usuarios (porque sí, en Internet, tu imagen también se convierte en objeto de consumo). En la red, los perfiles de los usuarios también fluyen en unos y ceros que deben ser discernidos para su percepción. En este sentido, el usuario también ha adquirido una percepción estetizada y ha adoptado herramientas artísticas para presentarse en la red. Los usuarios se presentan en Internet como proyecciones momentáneas y eventuales de una postura física, mental y emocional –un cuerpo- en un momento dado, como recuadros de una película. Cada captura del movimiento corporal refleja un estilo, retrata una figura, una masa que se ubica en cierta dimensión espacio-temporal, en un lugar determinado por su propio situs en la pantalla.


La construcción estetizada de la identidad personal toma como estrategia la pose para el snapshot. Editar constantemente la identidad del Yo en la red es dejar una estela digital que le otorga movimiento a los retazos se hace explícito el sentido de cada corte, a su timing, a su ritmo. Cada red social ofrece un ambiente diferente para presentar distintas facetas identitarias del Yo, pero que, si se ven en movimiento transmediático, pueden ser tomadas como nodos dinámicos de información relativamente coherentes.


El usuario estetizado sabe que tomarse una selfie es definirse en un momento dado, adoptar una pose, extender la silueta estilizada de su proyección digital. El momento perceptivo en el que se atrapa el movimiento cinemático de la realidad personal es donde el estilo se hace presente: cada vez que se hace un corte, la identidad se consuma en una imagen idealizada, formal, o al menos trata de hacerlo. Figura que no es más que la encarnación digital de toda la historia pasada que la llevó a ese momento. Se detiene el tiempo y el espacio y todo lo que se percibe es su figura.

Imagen de Carleti López Traviesa


Esta circunstancia de sobresaturación mediática nos ofrece una miríada de experiencias diversificadas a las que nosotros como consumidores tenemos acceso. Es un enorme caleidoscopio sensorial que se refleja en las millones de canciones que uno puede encontrar en Spotify; en las cientos de películas que aparecen en Netflix; en los miles de videojuegos que aloja Steam. Esta oferta hipertrofiada, aparentemente desregulada, descentralizada y desjerarquizada, refleja un estado social ecléctico, una cultura “fragmentada, balcanizada, en la que se multiplican los mestizajes más diversos, en la que conviven los estilos más desemejantes, en la que las tendencias cool, proliferan sin orden, sin regularidad temporal, sin unidad de valor” (Lipovetsky, 2015: 43).


Pero las modificaciones de nuestra percepción no se reducen a la mirada. Me pregunto qué nos provocará en un futuro la constante convivencia protética con la tecnología en nuestra sensibilidad. Por un lado, por ejemplo, nuestra percepción del tiempo-espacio en Internet se condensa. Todo responde al aquí y al ahora, al siempre estar-a-la-mano, a la inmediatez y la avidez de novedad. Es en esta condensación espacio-temporal que se nos presenta la realidad en eventos nodales interconectados que las sensibilidades del sujeto contemporáneo se configuran.


Por otro lado, la prótesis tecnológica ha ampliado la capacidad sentiente e intelectual de nuestros Yo. No necesito memorizar los teléfonos de mis amigos porque mi teléfono lo hace por mí, no necesito acaparar álbumes de fotos porque las tengo guardadas en mi disco duro, no necesito ir al cine porque tengo una biblioteca casi infinita en la red.


Finalmente, el desarrollo de las nuevas tecnologías mediáticas como las experiencias de realidad virtual o realidad mixta provocan cambios en nuestra sensibilidad espacial. Habitar mundos virtuales es algo que hacemos todos los días. La línea entre lo real y lo virtual, la vida online y la vida offline, se difumina cada vez más, a pasos acelerados. ¿Nos estaremos acercando a los mundos distópicos de la ciencia ficción en los cuales el ser humano puede pasar toda su vida dentro de la red? Tal vez ya estamos ahí y no nos hemos dado cuenta.


 

Referencias


Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama.


Carr, N. (2011). Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Taurus: Colombia.


Han, B.-H. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.


Lipovetsky, G., (2015). La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico. Barcelona: Anagrama.


 

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