La inmortalidad del arte: su aplicación interpretativa en las ciencias sociales a través de las obra
Figura I. El triunfo de la muerte
El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos.
La forma y el color sólo nos hablan de sí mismos..., eso es todo.
Con frecuencia me parece que el arte esconde
al artista mucho más de lo que lo revela.
Oscar Wilde
Pieter Brueghel “el Viejo” (h. 1525-1569) fue un pintor flamenco[1] que vivió a finales de la Edad Media en Europa y cuyas obras se caracterizaron principalmente por su inspiración en las costumbres de los campesinos. Durante el siglo XVI, los Países Bajos estuvieron bajo dominio del imperio español; Felipe II - quien era entonces rey - decidió seguir los pasos de su padre Carlos V y extirpar toda semilla protestante de sus territorios instaurando la inquisición española. Fueron años de persecuciones y ejecuciones públicas que atormentaron a los protestantes. En muchas de sus obras se puede apreciar claramente la cargada posición que Pieter Brueghel “el Viejo” tenía como simpatizante, él mismo, del protestantismo.
Cuando la obra de arte se plasma, establece la esencia de un mundo; esto quiere decir que no debemos pensarla como una copia de lo existente, sino que cada elemento plasmado presenta una concordancia con la esencia general de las cosas, como lo puntualiza Martin Heidegger (2014). Por lo tanto, en la obra de Brueghel existen elementos visuales que responden a la esencia de ese mundo caótico de finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento. Los cambios sociales surgen desde diferentes capas de la cultura no necesariamente contradictorias entre sí; para comprenderlo, analizaremos el papel de la religión y la ideología como sistemas culturales, desde la teoría simbólica de Clifford Geertz.
Durante este periodo histórico en Occidente - la transición entre la Edad Media y el Renacimiento -, el orden establecido por Dios se encontraba tambaleante. Al nacer la burguesía como una capa social distinta de la nobleza y del campesinado, se vio trastocada la disposición jerárquica que mantenía el equilibrio dentro de la sociedad, y consecuentemente, la cosmovisión (la visión general que se tiene del mundo) y el ethos (la concretización de la cosmovisión, que abarca el sentir, las repercusiones éticas y morales frente al mundo) se vieron también trastocados.
Un evento importante fue el surgimiento del pensamiento protestante como una nueva ideología contrahegemónica. Religión e ideología resultan complementarias, sin embargo, la función de cada uno de estos sistemas simbólicos debe entenderse también desde su propia lógica. En la ideología, el poder estructural tiene un funcionamiento decisivo y resulta crucial en el abastecimiento de conceptos colmados de autoridad, para que de esta manera sea factible el desarrollo de una política diferenciada.
Dentro de las obras El triunfo de la muerte (f. 1562) y La loca Meg (f. 1562) se personifica la victoria del pecado en el mundo. Existen alusiones a los siete pecados capitales y a la propia locura (en el caso de la giganta Meg), la cual encapsulaba por sí misma todos los pecados y las carencias morales humanas. Esto tenía relación directa con la ética protestante como movimiento ideológico, no sólo contrahegemónico sino además de interés religioso. Existen detalles en El triunfo de la muerte que reafirman los análisis hechos por Max Weber (2004), de los cuales se desprende que la profesión comenzaba a ser la especialización del trabajo, lo que contradecía la práctica monacal católica. La idea patente de vivir el final de los tiempos encarnó con sufrimiento estas dos últimas obras de Pieter Brueghel, a las que analizaremos para demostrar que las ideologías nacientes producen una fuerte división social y tensión psicológica.
El poder, conceptualizado como lo hace Eric Wolf (2001), es clave para que una ideología naciente pueda mantenerse, y se encuentra directamente entrelazado con la hegemonía ideológica, ya que orienta la especialización de ideas como formulaciones que dan sentido al mundo en momentos de tensión y crisis.
Para comenzar el análisis, es preciso formular la siguiente cuestión: ¿puede la obra de arte trascender el tiempo? El paradigma hermenéutico aporta recursos conceptuales y metodológicos que sirven como guía a las ciencias sociales para interpretar una obra de arte. Pero lo cierto es que hay otra cuestión que se antepone a cualquier comienzo y que sin más, debemos abordar: ¿qué es el arte?
Requeriremos de un entendimiento refinado sobre el concepto de arte para conocer la esencia que guarda en sí y que se materializa en una obra. La interrogante ¿qué es el arte? nos enuncia la clave de partida que colapsa en la respuesta de la trascendencia social de la obra de arte. En el ensayo Arte y Poesía (2014), Martin Heidegger, desde una reflexión filosófica que nos servirá de introducción a la mirada hermenéutica, destaca que el arte se manifiesta en la obra, y es la obra la que se expresa a partir del artista (el creador), uno no puede ser sin el otro; sin embargo, ambos son con relación al arte.
En la obra de arte impera un lenguaje peculiar distinto de cualquier otro, el cual nos permite captar un desborde de significado en su representación del mundo. La esencia del arte se refiere a poner en operación la verdad del ente: “La obra de arte es en verdad una cosa confeccionada, pero dice algo otro de lo que es la mera cosa […] La obra hace conocer abiertamente lo otro, revela lo otro: es alegoría. La obra es símbolo” (Heidegger, 2014: 38).
En Estética y hermenéutica, Hans-Georg Gadamer confiere a la hermenéutica la interpretación del sentido de la obra de arte. Considerando la concepción etimológica, la palabra hermenéutica procede del dios Hermes, quien, caracterizado con sandalias aladas, era el intérprete del mensaje divino enviado a los hombres; por lo tanto, la hermenéutica se considera como el arte de la explicación y transmisión a través de un ejercicio interpretativo: “Toda interpretación de lo comprensible, que ayuda a otros a comprender, tiene, ciertamente, un carácter lingüístico” (Gadamer, 1996: 7).
Remontándonos a la antigua Grecia, filósofos como Platón y Sócrates estaban en contra de éstas porque, de acuerdo con Ricoeur (2006), las consideraban contrarias a la reminiscencia genuina: “El escribir es como el pintar que genera al ser no vivo, que a su vez permanece en silencio cuando se le pide que conteste […] si uno los cuestiona para aprender de ellos, ‘significan algo singular siempre igual’” (Ricoeur, 2006: 51). Ricoeur sostiene que:
[…] la actividad pictórica puede caracterizarse en términos de un “aumento icónico”, donde la estrategia de la pintura […] es la de reconstruir la realidad sobre la base de un alfabeto óptico limitado. Esta estrategia de contracción y miniaturización reditúa más abarcando menos. De esta forma, el efecto principal de la pintura es resistir la tendencia a la entropía de la visión ordinaria […] y ampliar el significado del universo capturándolo en la red de sus signos abreviados. Este efecto de saturación y culminación dentro del pequeño espacio del marco y de la superficie de una tela bidimensional, en oposición a la erosión óptica propia de la visión ordinaria, es lo que quiere decir aumento icónico (Ricoeur, 2006: 51).
En el epígrafe evoco un diálogo entre el joven Dorian y su retratista Basil Hallward, de la obra El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. El retratista revela en la conversación lo efímero de la relación entre la obra de arte y el artista. Si bien la naturaleza misma de la obra de arte (desde el panorama hermenéutico y filosófico) se halla sujeta a una suerte de desborde de significado que ella misma engloba, no deja ni dejará de ser crucial examinar la biografía del artista, su posición en la sociedad y su sentir del mundo, que cristalizará posteriormente en el trabajo artístico.
Ahora bien, abriré un par de cuestiones importantes que servirán como guía para el análisis. Primero, ¿qué se entiende por los conceptos de cultura, símbolo y sistema cultural? Y, ¿cómo es que estos conceptos aportan un mayor entendimiento de la obra de arte con relación a los eventos que posteriormente abordaremos? Para comenzar, el término cultura se refiere a un esquema históricamente transmitido de significados, los cuales se representan con símbolos; los símbolos son una concretización de las ideas, “[…] representaciones concretas de ideas, actitudes, de juicios, de anhelos o de creencias” (Geertz, 2003: 90). Un esquema o estructura cultural es un sistema de símbolos que funciona como fuente de información y se ubica fuera del organismo individual (extrínseca); los símbolos se encuentran en un mundo intersubjetivo de acceso común en el cual nos desenvolvemos.
Una vez que hemos expuesto los principales conceptos que usaremos, comenzaremos a desarrollar dos cuestiones importantes. La primera de ellas es desglosar cómo la religión se fundamenta analíticamente en un sistema cultural. El cristianismo, a finales de la Edad Media, regía el ethos (el carácter, la forma de vida, las actitudes con las que un individuo reacciona, las motivaciones y los estados de ánimo, su posición moral y estética del mundo) y la cosmovisión (el orden general y efectivo de la concepción del mundo, la naturaleza, el individuo y la sociedad). Los cambios inevitables que se sufrieron en este periodo histórico nos ayudarán a comprender cómo la religión, la estructura cultural que abarcaba ella misma y la ideología funcionaron y se reconfiguraron para dar explicaciones a los cambios vividos. En este caso específico, el orden establecido por Dios se tambaleó con las capas sociales emergentes, las cuales trajeron consigo una reordenación y búsqueda de significados de la realidad para hacerla comprensible. Con base en ello explicaremos el papel que jugó la ideología como esquema cultural, en la búsqueda de un piso firme frente al caos proveniente de la fractura cristiana que trajo consigo la Reforma protestante.
Para interpretar las obras de Pieter Brueghel “el Viejo”, ahondaremos en su contexto histórico; posteriormente, analizaremos los eventos acaecidos mediante la teoría simbólica de Geertz. La crisis de fe en el catolicismo que motivó a Lutero a escribir sus noventa y cinco tesis recayó en la ostentación de la Iglesia de Roma; los intereses de tipo material se divisaban cada vez con mayor descaro. Menciona el sacerdote y filósofo Salvador Castellote (1997) que al correr el año 1517, un fraile dominico llamado Juan Tetzel comenzó a predicar cerca de Wittenberg indulgencias con el fin de recaudar fondos para hacer renovaciones a la Basílica de San Pedro en Roma, bajo el pontificado del papa León X. Lutero estaba preocupado por la salvación interna y en contra de la posibilidad de comprarla; “[…] la ironía popular satirizaba la predicación con versos como éste: Al sonar la moneda en la cajuela, del fuego el alma al paraíso llega” (Castellote, 1997: 30).
Lo que ocurrió al interior del esquema cultural religioso tras el nacimiento de la ideología luterana, y que años más tarde se solidificaría, nos habla de paradojas éticas irreparables. Uno de los grandes frutos de la Reforma, de acuerdo con Max Weber (2004), fue la soltura en la interpretación del lector sobre la Biblia y la consiguiente reformulación del término profesión. Dicho concepto se extendió a todos los credos protestantes y refería un comportamiento moral en el desempeño de la labor profesional como una forma de regirse frente a la vida, en su glorificar a Dios mediante ese precepto y no desde el ascetismo monacal. “De acuerdo con Lutero, es ciertamente claro que a la vida monacal, además de faltarle valor para justificarse ante Dios, la sujeta un desamor egoísta que la desobliga del cumplimiento de los deberes en su paso por el mundo. Como contraste, aparece la idea, a un tiempo profana y religiosa, del trabajo profesional en calidad de evidente amor al prójimo” (Weber, 2004: 45).
Si la religión, tal como la explica Geertz (2003), le permite al hombre tener determinados estados de ánimo y motivaciones, se deduce que Lutero, así como sus contemporáneos, tuvieron una motivación religiosa que viró hacia un fin concreto cuya determinación se desarrolló en una nueva ideología que cambiaría el rumbo de todo un mundo.
Cuando el papa León X, el 16 de junio de 1520, condenó como heréticas las enseñanzas de Lutero, Carlos V —emperador tras la muerte de su abuelo Maximiliano de Habsburgo y con un cargo que unía al mundo bajo la religión cristiana— se manifestó dispuesto a apoyar al papa y firmó un edicto mediante el cual ordenaba la destrucción de los libros de Lutero que estuvieran en sus tierras. La chispa que desataron las ideas de Lutero ya había comenzado a incendiar las mentes y los sentimientos de las masas; fue entonces cuando comenzó una época de rebelión abierta y persecución frente a cualquier síntoma anómalo que pudiera afectar la verdadera enseñanza y el orden religioso tal y como se conocía en ese momento y que, desde luego, peligraba en todos los ámbitos de la sociedad.
El surgimiento de los movimientos ideológicos reclama a su vez la aparición de una política diferenciada. Esto provoca que las tensiones psicológicas y sociales de los individuos preparen una suerte de ambiente propicio para que la conciencia forme una actitud de participación, en este caso, con una motivación religiosa; no debemos olvidar que el ethos y la cosmovisión en este ejemplo tienen raíces de esa misma índole.
La ideología desde una perspectiva selectiva apunta a establecer proyectos unificadores, los cuales, con base en el poder estructural (resultado de un consenso predominante), instauran un nuevo rumbo de significados en un momento de ruptura y palpable incertidumbre. Las experiencias vividas y compartidas en un mundo de carácter intersubjetivo posibilitan la comunicación entre semejantes; por lo tanto, al tomar partido por la Iglesia católica en la eliminación de cualquier germinación protestante, Carlos V y posteriormente, su hijo Felipe II provocaron el descontento, y las variaciones culturales forjaron el sentimiento y el carácter de los residentes de los Países Bajos en su búsqueda no sólo de la tolerancia religiosa, sino de la legitimación de otra visión y actuar en el mundo.
Los enfrentamientos acaecidos después de que Felipe II tomó el trono y su posición a favor de la represión protestante con la inquisición española nos hablan de que —como lo rescatamos del autor Barnouw (1951)—, a pesar de que el imperio de Felipe II obtuvo mayor ganancia a partir de la cuota de los intereses monetarios que proveían a la corona las provincias flamencas —incluso más que el de las Indias, para ser exactos “[…] aportaban dos millones en oro anuales, o sea, el cuádruple de los ingresos combinados de España y las Indias” (Barnouw, 1951:50)—, el beneficio meramente material no fue impedimento para que su empresa de salvaguardar la fe católica tuviera cabida en la contención del “mal” protestante.
El triunfo de la muerte, de 1562, es un cuadro violento que narra el cambio en la organización social y en la percepción del mundo próximo a gestarse con la llegada del Renacimiento. Involucra además un panorama turbulento, desolador y desesperanzador. Lo revelador de la pintura consiste en el detalle de la calavera que le muestra a un monarca moribundo un reloj de arena que indica el fin de su tiempo. La obra nos permite visualizar la incertidumbre en un hombre de su tiempo, que atestigua las modificaciones en la ideología; el surgimiento de una nueva consolidación de significantes choca frente a un orden que aún lucha por mantenerse. El monarca, rodeado de calaveras, observa angustiado el reloj; el mundo católico se resquebraja frente a sus ojos.
El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel “el Viejo” es capaz de emitir el hedor y la desesperación que arrastraba consigo la incertidumbre de las crisis, al entonar la caducidad en la percepción de la realidad de una sociedad. La violencia en la obra nos habla de que este cambio involucró un panorama turbulento, desolador y desesperanzador. La tierra está árida; ni siquiera la desgastada y antigua concepción de fe es capaz de refugiar esperanza; los tambores colapsan mientras las puertas hacia la muerte se alzan. Parecería que incluso después de fallecer, la ambición no cesara, y la salvación divina no tuviese cabida ante innumerables muertos en vida.
En la obra se despiertan sentidos que parecieran no ser necesarios cuando se mira a detalle una obra de arte. Lo sombrío y amarillento de la escena desprende sabores amargos, agrios; el sentido del gusto es tocado violentamente al apreciarla. La textura en cada detalle es capaz de trasladarnos al interior de aquel drama; dota a nuestro sentido del tacto de lucidez en cada mirada. La vista curiosea y da cuenta de que todo es turbulencia; es casi inverosímil la cantidad de actos que acaecen en ese momento, se convierten en un ir y venir fantasmagórico; un despertar de emociones que chocan entre sí, la desesperación rige sin control, todo es caos. Por último, el sentido del oído hace su aparición: tambores que marcan el compás de los pasos hacia un destino inamovible, campanas que hacen danzar dos esqueletos, el crepitar del fuego, el castañear de las monedas, el caer de los barriles, el rugir de un cuerno de caza, violas que entonan música entre todo ese ruido banal, labor sublime frente a aquella acentuada podredumbre; sí, de la pintura también emergen sonidos, tal vez ecos de otro tiempo.
Geertz (2003) menciona tres tipos de caos capaces de amenazar la seguridad del hombre en el mundo y a los que la religión da sentido: limitación en su capacidad analítica (desconcierto), limitación en su fuerza de resistencia (sufrimiento) y limitación en su visión moral (paradojas éticas). En las obras Los proverbios flamencos, El triunfo de la muerte y La loca Meg se pueden apreciar reunidas estas tres personificaciones del caos.
En la obra Los proverbios flamencos, advertimos representaciones del mundo de cabeza (como lo podemos ver en la figura II), que es el desconcierto ante la ausencia de sentido y de Dios. La esfera simboliza el mundo y la cruz que lo atraviesa, el orden de éste; al encontrarse de cabeza, literalmente significa “el mundo al revés”, así como el mismo proverbio lo indica.
Las ambigüedades éticas, presentes en el tercer tipo de caos, representan las contradicciones entre lo que es y lo que debería ser. En la obra Los proverbios flamencos vemos plasmada esta afirmación teórica. El mundo de cabeza se observa gastado, enfermo, tal vez hasta moribundo, frágil pero también detestable y sucio; no es casualidad que sea representado con indumentaria eclesiástica. En contraposición, a un lado del viejo orden se aprecia el mundo tal como debería ser; percibimos una esfera limpia y en consecuencia pura: la cruz en lo alto la depura de las manos de un joven de vestimentas claras.
Figura II. Detalle de Los proverbios flamencos.
A su vez, en El triunfo de la muerte (la obra de la figura I), el sufrimiento (la limitación en la fuerza de resistencia) se hace más revelador. Del mismo modo, la obra La loca Meg (detalle que se puede apreciar en la figura III) está llena de seres demoniacos pero también de figuras repugnantes que llaman la atención porque están haciendo tareas incoherentes, absurdas, bárbaras, lo cual deja constatar que al sin sentido, al sufrimiento y al desconcierto se les puede ver cara a cara a partir de estas representaciones.
Figura III. La loca Meg
Con la llegada de Felipe II al poder, las políticas inquisitivas e intolerantes hacia las fronteras flamencas se intensificaron. El calvinismo y los reformados organizaron una iglesia democrática que desafiaba los poderes de Roma y la inquisición española, al mismo tiempo que ganaban adeptos en el seno de la nobleza; uno de ellos fue el príncipe Guillermo de Orange, quien heredó de su madre el principado de Orange al sur de Francia.
Menciona Eric Wolf (2001) que el peso de las ideas es capaz de dar cierto orden a la sociedad; en la selección de estas ideas la ideología se suscita pero sólo en su relación con el poder. El poder estructural abre paso al seguimiento o mantenimiento de escenarios a partir de la manifestación en su tercera modalidad (mediante la cual éste se proyecta y modera las acciones).
Conclusión
Desde el campo analítico de la hermenéutica podemos encontrar la clave para interpretar no sólo textos, sino también obras de arte. El aumento icónico o excedente de sentido involucra una desembocadura dialéctica que pone en operación, desde un mundo lingüísticamente interpretado, la capacidad comprensiva de nuestros propios recursos también comprensivos, a manera de programas culturales que orientan y ordenan el mundo en el que vivimos y compartimos con otros seres humanos.
[1] El área de Flandes era uno de los cinco condados que conformaban los Países Bajos al norte de Europa (lo que en el presente es Francia, Bélgica y Holanda).
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