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  • Héctor Adolfo Quintanar Pérez

Entre la sátira y la apología: cuando la violencia es representada en expresiones populares

En el contexto mexicano actual, donde es necesario reconocer un clima de violencia recurrente e institucionalizado por lo menos de manera oficial desde el sexenio de Felipe Calderón, se pueden identificar las consecuencias en la dinámica social y cotidiana, que ha cambiado rotundamente a tal grado de que México se encuentra entre las 5 zonas de conflicto más peligrosas a nivel mundial, siendo superado tan sólo por los conflictos en Medio Oriente y Sudán del Sur; comparado a menudo con Venezuela, país donde muchos mexicanos depositan su atención para evitar sentir el calor de la realidad mexicana, que verdaderamente poco dista del cercano país Sur. Como consecuencia de estos descontentos sociales y la inestabilidad política de México, la vida cotidiana de los pobladores ha cambiado y con ello también la manera de expresar su identidad cultural, viéndose afectada la dinámica en que los grupos sociales y las poblaciones llevaban a cabo actividades culturales.


En este sentido quienes hacemos uso de la imagen para documentar eventos culturales como las fiestas patronales o los carnavales, debemos señalar que existen actualmente ciertos destellos de una resistencia poblacional a las instituciones que ellos consideran violentas y que transgreden los límites de su posición para cometer abusos hacia ellos, como los son las fuerzas armadas o la policía. Este repudio no es fortuito ni mal infundado; tan sólo cabe destacar el caso de la policía xalapeña, que reprimió a los maestros manifestados en Plaza Lerdo de manera brutal en 2013, y el caso del ex alcalde coatepecano prófugo de la justicia – el famoso cacique Roberto Pérez Moreno, conocido como “Juanelo” – quien, hoy se sabe, utilizaba a miembros de la policía municipal para cometer todo tipo de abusos e incluso el infame asesinato del tesorero del municipio, acción por la que ahora está prófugo. Desgraciadamente, ejemplos como esos hay cientos en nuestro país, lo que ha causado que se genere una desconfianza y tensión entre la población civil y la uniformada.


En este contexto, una manera de mostrar este descontento reside en aquellas fechas donde la población tiene cierta libertad de expresarse en su propia interpretación de los hechos, y hacer mofa de aquella supuesta seguridad que no sienten por parte de sus “protectores”. En este tenor, observamos fiestas patronales, carnavales y procesiones religiosas repletas de patrullas armadas hasta los dientes como mensaje de presencia de un sistema que aspira a ser sólido bajo el cobijo de un cañón, pero que sin embargo no han sido capaces de traducir esa seguridad en la realidad y mucho menos de ejercerla sin violencia. Una paradoja que no parece tener fin.


Ante esto, las poblaciones ocupan precisamente estos espacios de recreación para hacer demostración de un descontento generalizado, que desgraciadamente hace mucho más grande el abismo entre la población e instituciones de seguridad. Para muestra, recordemos el caso registrado en el Carnaval de Tuzamapan de 2017, cuando por el descontento de los pobladores hacia la Fuerza Civil, los uniformados fueron agredidos y uno de los miembros evidenció su poca capacitación y estabilidad mental, al realizar tiros al aire causando un verdadero caos y pánico entre los asistentes.


Es prácticamente indefendible la política de institucionalizar la violencia para acabar con la violencia, como se ha hecho en los últimos dos sexenios. Las estadísticas no mienten, poner a la policía armada y al ejército en las calles no han hecho más que agrandar esa herida en el tejido social. Lo que es peor, ahora esa violencia es representada en una nueva dinámica cultural, y desgraciadamente también reproducida como medio de oposición y resistencia en las fiestas populares, escenario donde las personas hacen una sátira de las fuerzas uniformadas. Pero en el mediano y largo plazos, son también una apología y reproducción de la violencia y el lamentable contexto en que vivimos.



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