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  • Héctor Adolfo Quintanar Pérez

Los paisajes del desastre


Hasta hace unos días, todos los que nacimos a partir de la época de los noventa escuchábamos viejas historias sobre los hombres y mujeres que vivieron el catastrófico sismo de 1985, que derribó una buena parte del corazón de la ciudad de México y que se llevó consigo innumerables pérdidas humanas. Escuchábamos viejas anécdotas de cómo es que las personas salieron a las calles a trasladar heridos a centros médicos atiborrados de emergencias y de cómo miles se unieron para rescatar entre los escombros de emblemáticos edificios a algunos afortunados que lograron sobrevivir gracias a la rapidez de la solidaridad humana en tiempos de desastres. De hecho, como una poco ortodoxa herencia de tan complejo acontecimiento, se adoptó la identidad de ser un pueblo unido y solidario capaz de resurgir gracias a la sociedad civil y su deseo de ayudar al prójimo sin la ayuda institucional; y esto era hasta hace unos días, cuando aún los alumnos de las escuelas consideraban los simulacros de emergencias una pérdida de tiempo y cuando el fantasma del 85 era sólo un amargo recuerdo en la memoria colectiva. Hoy todo ha cambiado por completo.


Como una especie de señal o advertencia de los venideros acontecimientos sísmicos, desde el 7 de septiembre del año en curso, el centro sur del país, sobre todo los estados de Chiapas y Oaxaca, se vieron severamente afectados por un temblor de 8.2 grados con epicentro en Pijijiapan, Chiapas, donde desgraciadamente se vivieron estragos y pérdidas irrecuperables en diversas ciudades. El símbolo del deterioro es la ciudad de Juchitán, anteriormente centro regional de comercio donde se podía encontrar una vasta riqueza de productos artesanales y gastronómicos, en pocos minutos se vio reducido a unas ruinas de las que poco o nada se pudo rescatar, quedando su grandeza ahora en la memoria de los pobladores. Del mismo modo las comunidades costeras de la región de Oaxaca, sobre todo en la zona Wave, poblaciones como San Mateo del Mar, reconocida como una de las etnias más antiguas de la región y famosa por sus tejedoras de telar de cintura y quienes han sido promotoras de su origen y riqueza étnica por todo el mundo, simplemente fueron testigos de las pérdidas totales de sus humildes viviendas e incluso de la pérdida de sus familiares. No resultaba extraño ver a las mujeres caminar por las calles con flores en las manos para honrar a sus familiares fallecidos a pocas horas del suceso, o dormir con miedo en las calles esperando que las réplicas del temblor no terminaran de destruir lo poco que les quedaba de sus hogares.


Y después vino lo más irónicamente inesperado, pues, aunque después de tres décadas realizando homenajes, simulacros y después de miles de reportajes anuales sobre el sismo que destruyó la ciudad en el 85, 32 años después, el mismo 19 de septiembre la naturaleza decidió sacudir la memoria de la población capitalina haciendo resurgir aquellos fantasmas con un sismo de 7.1 grados que a pesar de coincidir con la fechas conmemorativa, nos tomó desprevenidos. Ante este nuevo desastre, sin embargo, también resurgieron viejos sentidos de identidad y solidaridad que inmediatamente tomaron acciones sobre la catástrofe y en poco tiempo, los ciudadanos reaccionaron ante la parálisis. Jóvenes y viejos se encargaron de ayudar en los edificios que se vinieron abajo, tratando de rescatar a aquellos que se quedaron bajo los escombros, la vieja señal del puño levantado se convirtió de nuevo en una símbolo de esperanza de vida silenciosa para todos aquellos que con ahínco y enjundia esperaban escuchar los gritos de ayuda entre las toneladas de cemento y metal desplomados.


Los médicos salieron a las calles a ejercer su labor gratuitamente y en menos de 12 horas, la invasión de solidaridad fue tal que casi toda la ciudad se reunió en los puntos de derrumbe, tratando de ayudar al hermano en apuros. Durante las primeras horas se repetían los testimonios sobre edificios que por toda la ciudad iban desmoronándose, causando pánico en la sociedad. No obstante, eso no frenó el entusiasmo solidario de todos aquellos que hasta llegada la madrugada del día 20 siguieron en labores de voluntariado, hasta que las autoridades castrenses acordonaron toda área de desastre. Para quienes estuvimos presentes en las distintas poblaciones afectadas por los sismos del 7 y 19 de septiembre, no podemos negar que por momentos el panorama se mostraba ante nosotros gris y desesperanzador para el presente y futuro de las ciudades afectadas. Pero al final, el mismo furor de las acciones solidarias alentaban a pensar en que el paisaje no era simplemente una masa de edificios caídos con calles polvorientas y tapizadas de cristales rotos, también era un gran corazón moviéndose al ritmo de la esperanza desesperada, una esperanza que sí, estaba bajo toneladas de caos pero que al final de cuentas podía ser escuchada a la señal del puño arriba, o ante el grito de los voluntarios rescatistas: “Hay vida”.



 

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