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Israel-Leví Aragón

Los Yanomami en la controversia antropológica

Niña Yanomami. Fotografía: Sam valadi via Flickr (CC BY).

Y este pensamiento salvaje,

casi cegador por su exceso de luz.

Pierre Clastres



Describía el atormentado Rimbaud a sus antepasados galos como «los desolladores de bestias, los incendiarios de pastos más ineptos de su tiempo», bárbaros de «cerebro estrecho y torpeza en el combate», esclavos de «todos los vicios» sujetos a «la pasión del sacrilegio» (Una temporada en el infierno, 1873). Pues aquella Mala sangre migró hacia tierras de Oriente allá por el siglo III a. C. Eran los salvajes, los impuros, los fornicadores insaciables comedores de insectos y cadáveres humanos. Con ellos se encontró finalmente Alejando Magno tras vencer a Darío y avanzar hacia el Este. «Temeroso de que contaminaran de impureza la tierra toda» —cuenta PsuedoMetodio—, rezó a Dios por ellos y los arrancó de sus páramos, clausurándolos en los confines septentrionales, cerrando su único acceso con las Puertas Caspíacas a las que reforzó con un blindaje indestructible por agua, hierro o fuego. Presos todos, etnias intolerables y aborrecibles para la civilización occidental (Savater, 1979).


Pero el voraz impulso de la incipiente ciencia de la Antropología no guardó respeto por la Historia y el Mito. Y así, cruzando sin complacencia las Puertas Caspíacas, la «doncella del colonialismo» —en palabras de Claude Lévi-Strauss— la emprendió con el estudio y disección de los impuros. Con vasta labor de archivista y minuciosa taxonomía dio a luz a la Etnología y a su compañera escribiente inseparable, la Etnografía, plasmada por los especialistas del momento en sus pintorescos títulos —La rama dorada (J. G. Frazer); La rosa mística (A. E. Crawley)— donde se presentaban caricaturas de la mentalidad primitiva. «Puntillismo monográfico» para Clastres; «organización del exótico vacío», diría Savater. Y la excelencia del gran Bronisłav Malinowski advertía de «las largas letanías de frases ensartadas, que nos hacen a los antropólogos sentirnos idiotas y al salvaje lo presentan ridículo» (en Evans-Pritchard, 1965). Esas letanías que inspirarían al autor de Los argonautas del Pacífico Occidental una sátira inconmensurable: «Entre los brobdignacianos, cuando un hombre se encuentra con su suegra cada uno insulta al otro y ambos se retiran con un ojo amoratado; cuando un brodiago se encuentra a un oso polar echa a correr, y a veces el oso le sigue; en la Vieja Caledonia, cuando un nativo encuentra casualmente una botella de whisky a un lado del camino, se la bebe de un trago, después de lo cual procede inmediatamente a buscar otra» (en Evans-Pritchard, 1965).


Cierta tradición ilustrada se había mostrado en defensa de la bondad de los impuros. Desde La Boétie y Montaigne, quien se complació en señalar la envidiable sencillez natural de la convivencia salvaje; hasta Rousseau, el más etnógrafo de los filósofos, quien acuñó definitivamente esta nostalgia. «No me hará usted andar a cuatro patas a mis años ni me convencerá de las alegrías sin disturbio de la selva —le contestaría Voltaire, su enemigo irreconciliable—. No me gusta comer bayas silvestres y me aburren los monos» (en Savater, 1981). Sin embargo, el autor de Cándido manda a sus personajes, hijos del mundo decadente occidental, a tomar lecciones de civilización entre los habitantes de esas ignotas tierras amazónicas. Y llegados al mítico Eldorado un Voltaire optimista pondría en boca de sus viajeros: «¿Qué tierra es ésta, desconocida del resto del mundo, y en la cual la naturaleza es tan diferente a la nuestra? Probablemente es la tierra donde todo sale a medida del deseo...» (Cándido, 1759).


El mayor best seller de la antropología, con alrededor de tres millones de ejemplares vendidos, se publicó en 1968 bajo el título Yanomamö: The Fierce People. Los Yanomami, «el pueblo fiero» —de una especial importancia etnográfica por tratarse de «la tribu inculta más numerosa del planeta»— quedaba retratado en una de las primeras sentencias de su autor, el antropólogo estadounidense Napoleon Chagnon: «Lo que más me ha impresionado en el curso de mi investigación es la importancia de la agresión en su cultura» (Chagnon, 1968). La controversia estaba servida. El pueblo que representaba para la Antropología «la última gran tribu», el espejo que nos mostraba la sociedad de nuestros ancestros, brindaba al mundo el ejemplo que contradecía las tesis rousseaunianas del buen salvaje. Yanomamis: habitantes de las selvas amazónicas del norte de Brasil y sur de Venezuela, cazadores-recolectores; guerreros; inhaladores del alucinógeno polvo de ebene; adictos al tabaco; arquitectos del shabono; dueños de la última frontera; infanticidas; secuestradores de niñas; «gentes sin fe, sin ley, sin rey» (Lévi-Strauss, 1955; Clastres, 1980), según los cronistas del siglo XVI; caníbales, salvajes...


Paciencia, que llega la Ciencia ofreciendo una explicación a la belicosidad yanomami. Y Chagnon la encuadra en la escasez de mujeres, provocada por el supuesto infanticidio femenino. Los Yanomami están abocados a la guerra intertribal para conseguir el más preciado de los bienes: el sexo. Se hace la guerra para raptar mujeres. Se hace la guerra para hacer el amor. Y detrás de su explicación todo el corpúsculo teórico de la naciente y prometedora Sociobiología, que siguiendo los principios evolucionistas resalta la base genética en la explicación del comportamiento social. Para la Antropología, ciencia de la cultura, es intolerable; ¡un antropólogo recurriendo a la genética! Comienzan a sonar las voces discordantes. El primero en responder es el reputado Marvin Harris, que desde el otro lado del espectro —el materialismo cultural, de base marxista— sostiene la llamada «hipótesis de las proteínas», que hace responsable de las guerras a la escasez de proteína animal de calidad (la selva es escasa en grandes mamíferos). «La guerra entre los yanomamo puede comprenderse fácilmente como una forma de competición entre aldeas autónomas para acceder a los mejores territorios de caza» (Harris, 1971). Los Yanomami guerrean por el territorio que les permite el acceso al escaso recurso de la carne. «Marxismo ciego y vulgar» para Chagnon, quien adornándose, tira de maliciosa ironía: «Cuando expliqué a los yanomamö las tesis de Harris sobre las causas de sus conflictos —que peleaban por la proteína animal, por la carne—, intercambiaron miradas de incredulidad. Uno de ellos dijo: Aunque nos gusta la carne, las mujeres nos gustan mucho más» (Chagnon, 1968). Y risas junto a la hoguera... Así que de un lado, la carne (las proteínas); del otro, las mujeres (el sexo). Se lo conoce como «el gran debate de la proteína» y enfrento a las universidades de Michigan —Chagnon— y Columbia —Harris—. El frente se abre, traspasa las fronteras de la Antropología. Chagnon habla de «deserciones, denuncias, mentiras, falta de profesionalidad, argucias, juegos sucios...», y subraya: «Yo confiaba en saldar nuestras diferencias científicamente». Marvin Harris no sólo confía; apuesta. Y fuerte. Si Chagnon demostraba que los Yanomami consumían 30 gramos de proteínas por persona al día, se «comería su sombrero» (Chagnon, 1968). Harris, otro optimista, a lo Voltaire...

Viajamos a 1935 por la cuenca del río Dimití, cerca de la frontera de Brasil con Venezuela. Una niña de once años, Helena Valero, navega con sus padres, un español y una brasileña, cuando su canoa es asaltada por los Yanomami. La niña es raptada y adentrada en la espesura amazónica. Pasaría con los indígenas más de veinte años cautiva en la selva («yo pensaba siempre en huir», diría Valero). Años que el antropólogo italiano Ettore Bioca definió como un «acontecimiento afortunado [!] y excepcional que no parece tener semejante en la historia de la etnología americana» (Bioca, 1965). La experiencia de Helena Valero entre los Yanomami brinda a Bioca la oportunidad de publicar en 1965 Yanoáma: dal racconto di una donna rapita dagli Indi, traducido a nuestra lengua con el más atractivo título de Los Yanoamas. El último paraíso. Narrada de principio a fin en su primera persona —«no juzgó indecente firmar el libro con su nombre cuando se limitó a escuchar 100 horas de grabación» (Clastres (1974)—, Los Yanoamas se gesta en la transcripción del emotivo relato de Valero, una historia de veinte años en la que se muestran algunos de los rasgos violentos que tres años después describiría Chagnon, pero igualmente ternura, amor y compasión. Se trata de un documento etnográfico único. «La primera vez —escribiría Pierre Clastres— que una cultura primitiva se cuenta a sí misma» (Clastres, 1980).


Representante —en palabras de Patrick Tierney— de «la máxima expresión de un forastero entre los yanomami: gitano, homosexual y parisino» (Tierney, 2000), Jacques Lizot enlaza con la tradición de la antropología estructuralista de Lévi-Strauss, de quien fue alumno y por quien fue alentado a estudiar a los Yanomami en 1968. Lizot pisó por primera vez territorio indígena acompañado de su amigo Chagnon, quien apoyó sus primeras campañas contra los misioneros salesianos en el Orinoco. La relación se rompería cuando en un artículo para la revista Science, el francés acusó al estadounidense de manipular datos para corroborar sus teorías genetistas. Etnógrafo de la sexualidad yanomami, arrastra el dudoso mérito de introducir el perfume y el maquillaje en la selva amazónica. Acusado de vouyerismo, pederastia y sodomía —de la que escribió que «no origina ningún sentimiento de mala conciencia, porque éste, como el arrepentimiento, ha sido desterrado de la moral indígena»— (en Tierney, 2000), se le acusó de corruptor cultural hasta lo escandaloso («¿ha visto Apocalypse Now? De la selva venía música de Richard Wagner a todo volumen», cuenta un misionero). Proyector de su propia personalidad entre los indígenas —«en algunas aldeas la sodomía pasó a ser llamada Lizot-mou; 'hacer como Lizot'» (Tierney, 2000)—, defendió su perversión asegurando que sólo llegó a practicar la masturbación mutua. «Las manos me quedaban todas pringosas, pero seguía haciéndolo de todas formas porque quería las cosas que me daba», relata un adolescente yanomami asiduo visitante de su hamaca... «Tendrás que hacérmelo seis veces», fue la respuesta del antropólogo cuando un joven indígena le pidió una escopeta (en Tierney, 2000). Protegido por el renombre de Lévi-Strauss, casi todo se le perdona a Lizot. Su etnografía exquisita, elogiada por sus críticos, caracterizada por su «ausencia antropológica», tiene el mérito de permitir que los Yanomami hablen por sí mismos. Obras como El círculo de los fuegos han dejando las más bellas páginas sobre los que él denominaba «indios eróticos». Valga el ejemplo: «Para explicar las veces que hicieron el amor, Hebëwë utiliza los diez dedos de sus manos a los cuales agrega los dedos de los pies, lo que en lenguaje yanomami resulta una cifra inmensamente grande. También sostiene haberla desvirgado. Cuando quiere elogiar las cualidades de su vagina, afirma que era estrecha y muy tibia. Para expresar mejor esa tibieza, coloca la mano por encima de las brasas enrojecidas y dice: Era exactamente como esto» (Lizot, 1976).

De la selva a la Universidad: las tesis sociobiológicas de Chagnon provocaron el rugido de la antropología académica tras la publicación del que sería su best seller. «Por razones poco claras para mí» [!], escribe, sus datos no son bien acogidos (Chagnon, 1968). Es más, son desmentidos. Más aún, inventados. Se le acusa (será solo el principio de una larga retahíla) de exagerar el fenómeno de la violencia y de la guerra. Él, orgulloso de haber corregido «toda esa basura del buen salvaje» y de haber desencadenado una «revolución en la literatura antropológica» (en Tierney, 2000), resiste arropado por los gurús de la Sociobiología. Pasan los años y el final de siglo atiza de nuevo la polémica. Patrick Tierney, periodista y escritor, publica la laureada Darkness in El Dorado [El saqueo de El Dorado], en la que recopila el sinfín de críticas vertidas contra Chagnon. Se le acusa de: 1) colaborar para la Comisión de Energía Atómica estadounidense en la recogida, sin pleno conocimiento y acuerdo, de sangre entre los Yanomami con el fin de utilizarlos como grupo de control, comparando su índice de mutación genética con en el de supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, 2) asociarse con una importante empresa minera de Venezuela, detractora de los derechos indígenas e impulsora de la fiebre del oro de la Amazonia, 3) entrar en contacto con remotas aldeas utilizando helicópteros y someterse a ninguna cuarentena previa, 4) provocar enormes trastornos en términos comerciales y bélicos, incitando incluso, a veces, a la guerra, al introducir productos de trueque (entre ellos, armas de fuego, cuchillos...), 5) someter a los indígenas a vacunas desfasadas contra el sarampión, que terminaron diezmando su resistencia a la enfermedad, 6) instigar la violencia alentando las alianzas para el beneficio de sus películas, 7) distorsionar la recogida de datos al exagerar, por ejemplo, la incidencia del infanticidio femenino (en Tierney, 2000). Las críticas, que rebasan el campo de la Antropología, desbordan a Chagnon: «Está claro que se inventa las cosas» (I. Eibl-Eibesfeld); «Su presencia, con una escopeta y una canoa con motor fueraborda, le implica en los bandos y facciones en conflicto» (B. Ferguson); «Ha causado un gran daño a los yanomami y a sus posibilidades de supervivencia» (T. Turner); «El de 'pueblo feroz' es el nombre más inapropiado de toda la historia de la antropología» (K. Good); «Cómplice intelectual de los buscadores de oro» (J. Lizot); «No es el estudio de un pueblo homicida, sino ciencia social como homicidio racionalizado» (J. Rifkin)... (en Tierney, 2000).


Y sale a escena el último en discordia, el francés Pierre Clastres, antropólogo silenciado, llegado de la Filosofía, especialista en las culturas indias sudamericanas, anarquista para algunos, obsesionado con el Poder para otros, pensador a contracorriente según él mismo. Clastres se unió a las críticas contra Chagnon, al que acusa de hacer «un retrato caricaturesco [de la guerra], donde el gusto por lo sensacional eclipsa largamente la capacidad de comprender un poderoso mecanismo sociológico» (Clastres, 1980). De igual forma arremete contra la Antropología Marxista en la que encuadra a Harris («no dicen nada, y piensan sin duda menos»), al que achaca defender un marxismo «envejecido». Defensor a ultranza de la guerra primitiva como medio de finalidad política, Clastres especula (algo no habitual en ciencias sociales) con una brillantez que desborda a todos sus predecesores. «Las sociedades primitivas son sociedades violentas, su ser social es un ser-para-la-guerra»; la belicosidad yanomami es para el francés garantía de dispersión, de fraccionamiento, de atomización de los grupos, de independencia política para cada comunidad. «Por eso no puede, no debe cesar». Esa tendencia fundamental en la sociedad primitiva es una resistencia a la creación del Estado. La guerra no es otra cosa que el instrumento de control demográfico que las sociedades primitivas utilizan en su rechazo a la formación de sociedades estatales a las que aboca la pérdida del control demográfico. «La guerra es —concluye Clastres— contra el Estado» (Clastres, 1980). Pero las palabras de Clastres no tienen eco en la Antropología académica. Su trabajo llega a duras penas a las universidades. Pasa desapercibido, acorralado por las distintas tendencias teóricas en cuyos preceptos no logra encajar. Y como antropólogo maldito, perdería la vida en un accidente de tráfico en 1977, con apenas cuarenta y tres años.


La que fue «la última sociedad primitiva libre en América del Sur, y sin duda también en el mundo» (Clastres, 1980) continúa habitando las selvas amazónicas. Los Yanomami siguieron (y siguen) generando polémica y controversia en el mundo académico. Pero diezmados por las enfermedades, sometidos al implacable proceso de aculturación por las misiones, acosados por los buscadores de oro, sus trópicos son cada día más tristes. Sólo en las aldeas más recónditas e inaccesibles ese ser-para-la-guerra que vertió litros de tinta a miles de kilómetros de sus shabonos es hoy un rasgo distintivo, aquel en el que Occidente se vio desnudo y reflejado en la famosa sentencia de Hobbes. El hombre, lobo para el hombre. Tampoco hay que alarmarse. Nuestra cultura, lejos de la selva, sobrevive repleta de símbolos que rinden culto a la violencia. Habrá que acabar entonces, como Clastres, rechazando el prejuicio moral contra la violencia guerrera, gritando a su viva voz en medio de la jungla: «¡Mil años de guerras, mil años de fiestas! He aquí mi voto por los Yanomami».

 

Bibliografía

BIOCCA, E. (1965) Los yanoamas. El último paraíso. Ferma. Barcelona, 1967.

CHAGNON, N. A. (1968) Yanomamö. La última gran tribu. Alba. Barcelona, 2006.

CLASTRES, P. (1980) Investigaciones en antropología política. Gedisa. Barcelona, 2001

CLASTRES, P. (1974). La sociedad contra el estado. Virus. Barcelona, 2010.

EVANS-PRITCHARD, E. E. (1965) Las teorías de la religión primitiva. Siglo XXI. Madrid, 1991.

HARRIS, M. (1971) Introducción a la antropología general. Alianza. Madrid, 1996.

LÉVI-STRAUSS, C. (1955) Tristes trópicos. Paidós. Barcelona, 1992.

LIZOT, J. (1976) El círculo de los fuegos. Monte Ávila. Caracas, 1978.

SAVATER, F. El buen salvaje y el mal anarquista. El Viejo Topo, 37. Oct. 1979.

SAVATER, F. Impertinencias y desafíos. Legasa. Madrid, 1981.

TIERNEY, P. (2000) El saqueo de El Dorado. Random House Mondadori. Barcelona, 2002.

 


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