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  • Ivonne Villalón

Poética-política del duelo (o antigonismos contemporáneos)









Cuando Antígona asiste al sepelio de Polinices, lo hace de noche. Va sola. Si acaso cuenta con sus manos para abrir hasta con las uñas una grieta en el suelo que dé cabida a la dignidad de su hermano, arrojado a una eternidad anónima e indigna de la memoria de hombres y dioses por órdenes de Creonte. Ella se resiste. Con ese gesto irreverente e insistente en la posibilidad del entierro, la tragedia familiar alcanza y a la vez desafía la polis. Desobedece abiertamente su ley. En su duelo se juega lo poético-político.


* * *


Este otro sepelio ocurrió bajo la luz de un día de verano de 2015. Y fue un duelo colectivo: iba un cortejo fúnebre de rubios trajeados y de guante blanco, un Imán para ofrecer la ceremonia y, como testigos, la prensa y múltiples desconocidos pero solidarios con la difunta. Pero faltaron unos invitados: los políticos vinculados a la política de refugio en Alemania, entre ellos, Ángela Merkel y Thomas de Maizère, cuyos asientos reservados en primerísima fila permanecieron vacíos. Era de esperarse. Finalmente, The dead are coming era algo así como un funeral-montaje trágico e hiperrealista en el que se les había asignado un papel protagónico que nadie querría adjudicarse.


Los dolientes despedían a una mujer que, de la mano de su hija de dos años, perdió la vida tratando de cruzar las picadas aguas hacia Europa. Junto con un joven de 16 y un hombre de 60 años, sumaron tres los inmigrantes en ser re-enterrados en aquel cementerio de Berlín esa semana. De origen sirio, quedaron a la deriva, primero, entre bandos de guerra, después, entre fronteras naturales o inventadas y traficantes de sueños y, finalmente, entre cientos cadáveres sin nombre. En la práctica, los cuerpos de los refugiados caídos son almacenados en fosas comunes o cámaras de refrigeración. Sin identificar, sus cuerpos y subjetividades terminan por extraviarse en algún punto de la frontera mediterránea. Lo cual al Center for Political Beauty, un equipo de asalto que pugna, nada más y nada menos, que por “la belleza moral, la poesía política y la grandeza humana”[1] desde el arte, le parece vil e inhumano. The dead are coming quería restituir la dignidad de las personas en refugio: nombrar y enterrar dignamente a las víctimas y hacerlas llegar a su destino final. Luego de una odisea burocrática, fueron identificados y, con el consentimiento de sus familiares, exhumados de una cámara de refrigeración siciliana y trasladados a Berlín.

En caso de que la narración o la imaginación falle, véase este video. Die Toten kommen.


El sábado de esa misma semana, personas armadas con palas y picos, irrumpieron en la Platz der Republik —jardín entre el Parlamento y la Cancillería alemana— decididos a cavar en el césped. De a poco, las hileras de agujeros se revelaron como tumbas que, además de estar adornadas con flores, velas y cruces, portaban insignias en las que se leían (casi como un grito ahogado) cosas como: “las fronteras matan”; “nadie es ilegal”; “última parada: el Mar Mediterráneo”. Unos instructivos ilustrados (similares a aquellos para armar muebles) habían circulado con indicaciones para replicarlo en toda Europa. La March of the willing, convocada por este mismo colectivo, culminó en la creación de un cementerio que, aunque efímero y lleno de vacíos, se erigía como memorial de los inmigrantes desconocidos fallecidos. Desafiando abiertamente las leyes que rigen el espacio público, también culminó en la llegada de la policía alemana.


The dead are coming, en Berlín (2015).


The dead are coming es una interpretación profundamente radical del clásico de Sófocles. Es un teatro que se ejerce en un escenario y con personajes tan reales como la carne y hueso de estos refugiados en vilo. Al materializar la muerte en el espacio público y colectivizar el luto se logra que pilas de cadáveres se transformen en individuos y los refugiados en personas. En la restitución va implícita una denuncia visceral al agravio, es decir, que para Europa las muertes de personas migrantes no son tan lamentables, notables y memorables como las de sus ciudadanos (Stierl, 2016), retomando el planteamiento de Judith Butler (2003).[2] En última instancia, es una crítica acérrima a las incongruencias del humanismo europeo de la posguerra. Para ellos, en un mundo con imágenes cada vez más impotentes para revertir la barbarie, quizás hace falta atravesar el inframundo burocrático y volver con sus víctimas para shockear y hacer reaccionar a la ciudadanía para volverla prioridad política.



Algunos escandalizados, los criticaron por estar “bajo la influencia de las drogas” (muy fácil descrédito); por cínicos (sí, puede ser, pero es parte de su encanto); o por lucrar de las víctimas (no creo). Aspiraciones a la “belleza moral”, a “restituir la dignidad” o “realizar los sueños” del y por el “otro” acarician, o bien el delirio magnánimo de los privilegiados, o la noción benjaminiana de estetización de la política. Sin embargo, su propuesta de imaginación política en donde la poética, el montaje y la imagen creada irrumpen, recreando el presente, es lo más interesante de este acto. Abdicando a la denuncia que se agota o vanagloria de sí misma o a la utopía guajira, crean una imagen —a la que todos rehúyen la mirada— pero tuerce el presente con una idea de futuro que, aunque se presenta en el hoy como impensable, se devela como totalmente posible. A través de invención, de memoriales, de la potencia de lo falso, buena parte de su trabajo materializa formas de política en las que puede florecer la grandeza humana, incluida la hospitalidad y la supervivencia de los refugiados. Para ellos, hay apuestas políticas viables y bellas que se interesan por escapar el sin remedio de la lógica neoliberal. ¿Qué no es esa la potencia del arte? Concuerdo con Didi-Huberman (2009): “no se trata ni más ni menos que de repensar nuestro propio ‘principio de esperanza’ a través de la manera en que el Antes reencuentra al Ahora [la memoria] para formar un resplandor, un relámpago, una constelación en que se libera alguna forma para nuestro propio Futuro.”


* * *


Pienso en nuestras Antígonas contemporáneas y cotidianas. Ellas no representan una tragedia, la enfrentan. La posibilidad del luto les ha sido negada. No siempre consiguen sepultar a los suyos, pero cavan añorando hacerlos aparecer, pese a todo. En ello consiste su resistencia: son la terca memoria viva que navega un sistema que insiste en un borramiento doble: primero, cuando los desaparecen; luego, al ser arrojados sus cuerpos al extravío de la anónima muerte masiva. Pero ahí donde la humanidad parece haberse extinto, ellas desentierran, desocultan. Buscan en pedacitos la verdad, resquicios de identidad y no digamos justicia.


No van solas. Las acompañan solidarios e íntimos lectores de la tierra (sí, en ese abismo, aprender el lenguaje de lo macabro se ha vuelto indispensable). Llevan picos, palas y máquinas excavadoras. Es medio día. La temperatura, que oscila entre 35 y 36°C, envuelve este esfuerzo monumental de un cuerpo por el otro cuerpo: un palazo tras otro, tras otro... Un sabueso que señala dónde. Emerge un hueso y otro, hasta que se cuentan por cientos y miles. Este acto, tan real como ese abismo, también se difumina con la ficción. La tragedia en la polis es privatizada y no deviene un duelo público que la asuma como propia y la frene. Ocurre en Los Mochis, Xalapa o Tetelcingo. Sus protagonistas son familiares de desaparecidos y aquellas osamentas, otrora personas singulares, hoy son objetos forenses. Navegan a contracorriente culturas de violencia y fronteras porosas estatales y criminales. La función se repite tanto que pareciera un eterno retorno.


Hace un par de meses circularon, sin pena ni gloria, titulares que daban a conocer el hallazgo de 249 cuerpos y 14 mil restos óseos repartidos en 125 fosas en un (¡sólo uno!) terreno en Veracruz. Poco tardaron las autoridades locales en declararse incapaces[3] de procesar tamaño asalto del inframundo e identificar a las personas que hasta ahí fueron arrastradas. Le siguió un brutal silencio federal: ni una condolencia o solución al respecto, pese a que detrás de esa masividad hay personas. Quizá la más grande hasta ahora, es una más de las fosas clandestinas que nos dibujan un paisaje de atrocidad bélica. Según un informe reciente, tan sólo desde 2007 se han encontrado 855 fosas clandestinas masivas (CNDH, 2017). La tierra confiesa que son miles mas no sus nombres. Son espacios imposibles de dejar huella.


La política de un duelo trunco e incierto, previo al entierro, impone la noción de la aparición. Ésta, parafraseando a Arendt, es indispensable para construir un mundo común o el mundo en-común. Lo que pone en juego, es la posibilidad de la política, una que no depende del Estado o de designaciones de lo público, sino que se desarrolla en la agrupación. Desaparecería, por lo tanto, sólo con la extinción del pueblo.[4] La política entonces ocurre cuando, pese a todo, hay apariciones. Eso es lo que hacen las Antígonas mexicanas: aparecer a los desaparecidos y, con ello, cimientan un mundo en-común. Porque hay humanos que nombrar, rememorar, familiares ávidos por enterrar a los suyos, una voracidad que frenar antes de que se extinga ese pueblo que mantiene abiertas otras posibilidades. El espacio, los gestos, la sensación que vive en el cuerpo al evocar al otro, la vida compartida que vuelve e irrumpe el presente, uno o unos que nos constituyen en el mundo.

* * *


Estos antigonismos delinean las tragedias contemporáneas. Pero, más aún, con cada grieta en la tierra abren resquicios para recuperar a quienes han sido arrojados a la eternidad sin nombre. Sus duelos poético-político resisten, desobedecen y desafían a la polis. ¿Qué necesitamos para con-dolernos con el otro en plural que yace ahí, anónimo? En su defensa por la singularidad de las personas en vida y muerte hay también un grito visceral y urgente porque sea asumido como problema colectivo y de la polis. Entretanto, sus duelos poético-políticos son una constelación en que se libera alguna forma para el futuro propio.

[1] Center for Political Beauty, (http://www.politicalbeauty.com/about.html).


[2] La sistemática falta de consideración y anonimato de las fosas implica la negación de algunas muertes, lo cual deja a los innombrados sin luto o duelo.


[3] Por no decir sin recursos. Quizá el presupuesto destinado a seguridad y procuración de justicia del estado se encuentran en la alcancía personal de Javier Duarte, junto con el presupuesto de medicamentos para niños con cáncer. Nadie, más que él, merece abundancia.


[4] Así lo explica textualmente Arendt (2012: 225): “El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede organizarse la esfera pública. Su peculiaridad consiste en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, nos sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres –como en el caso de grandes catástrofes cuando se destruye el cuerpo político de un pueblo- sino, también con la desaparición o interrupción de las propias actividades.”

 

Referencias

Arendt, Hannah (2012). La condición humana. Madrid: Paidós.


Butler, Judith (2003). Violence, Mourning, Politics. Studies in Gender and Sexuality. 4 (1).


Comisión Nacional de los Derechos Humanos (2017). Informe Especial de la Comisión Nacional de los Derechos humanos sobre Desaparición de Personas y Fosas Clandestinas en México. Consultado en: https://goo.gl/5iA1xf


Didi-Huberman, Georges (2009). La supervivencia de las luciernagas. Madrid: Abada Editores.


Stierl, Maurice (2016). Contestations in Death. The Role of Grief in Migration Struggles. Citizenship Studies. 20 (2).



 




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