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  • Luis Alfonso Gómez Arciniega

El paraíso perdido y la tierra recobrada


La metamorfosis de Ovidio.

Con motivo de la Exposición Universal de 1867, Victor Hugo (2011: 22) redactó un enardecido panegírico de París. Entre otros anhelos más candorosos, pronosticaba que, en el siglo xx, los europeos utilizarían la pólvora para fines más nobles. En ánimo decididamente optimista, describía una “gestación augusta en los flancos de la civilización” y se vanagloriaba de presenciar cómo “[Francia] palpita […] como el ser alado de la larva reptil. En el próximo siglo desplegará sus dos alas, hechas una de libertad, y la otra de voluntad”. Es curioso. Durante el Segundo Imperio, su París idealizado experimentó una violenta transformación que obedecía a los caprichos estéticos del barón Haussmann.[1] Kilómetros de fachadas en el bulevar Voltaire –entonces Príncipe Eugène– testimonian aquella metamorfosis. En el número 50 persiste un edificio que, por sus evocaciones orientales, desentona con el tapiz haussmanniano: el Bataclan. Diseñada en 1854 por Charles Duval, la pagoda debe su nombre a una opereta de Jacques Offenbach que satiriza los entresijos del poder. Sobreviviente de innumerables renovaciones, el inmueble albergó ballet, acrobacias, vodevil, salas de billar y fungió como café, teatro, cine, salón de baile y hasta hospital durante la guerra de 1870. El viernes 13 de noviembre de 2015, aún atacada por terroristas islámicos durante un concierto de rock, supo mantener con estoicismo su espíritu teatral.

Bataclan fue el preludio de una serie de atentados que hostigaron a Europa durante los meses posteriores, focos que titilan en un mapa simbólico: Barrio europeo de Bruselas, iglesia en Normandía, Día de la Bastilla en Niza, mercadillo navideño en Berlín. Desde entonces, se ha discutido desde el cierre de fronteras hasta los límites de integración multicultural, pasando por el reto geopolítico, la pertinencia de un nuevo modelo económico o la coordinación de los servicios de inteligencia. Pero el barullo ahoga una reflexión más solemne. La Europa con la que soñaba Victor Hugo parece ser epicentro de una convulsión más grave.[2] En buena medida, la crisis tiene que ver con la erosión de una política que desprecia el mundo que el Bataclan acogió desde sus orígenes. Revela también la la incapacidad de las democracias y dirigentes alicortos para irrigar las fuentes irracionales de la naturaleza humana.

El origen de la tragedia

A pesar de sus consecuencias recientes, la aversión hacia la imaginación en la política es vieja. Un origen difuso puede rastrearse en una peculiar estampa ateniense. Platón incineró una tragedia con la que pretendía participar en un certamen literario (Magris, 1999:26). Escepticismo filosófico frente a una posible tergiversación del ars poetica, en este arranque puede advertirse la profunda desconfianza que despierta la hibris. Si se piensa con detenimiento esta acción, podría incluso extraerse una analogía entre dramaturgos y tiranos: ambos teatralizan liturgias paganas arengando al incendio. Por eso, la política desconfía de la imitación: “Ni tú ni yo somos poetas sino fundadores de un Estado. Y a los fundadores de un Estado corresponde conocer las pautas según las cuales los poetas deben forjar los mitos y de las cuales no deben apartarse sus creaciones; mas no corresponde a dichos fundadores componer mitos” (Platón 2008: 379ª). Todo suena muy bien y puede que las admoniciones platónicas sean sensatas. El problema está en demostrar que, en la dominación, política y estética no vayan de la mano.

Siglos más tarde, el entusiasmo de Friedrich Nietzsche por el género dramático probó ser más duradero: el drama simplifica los enigmas que acosan al mono asustado bajo un cielo constelado. Si, para Nietzsche, Eurípides cinceló héroes acartonados a punta de razonamientos, su admirado y odiado Richard Wagner, hechicero y dramaturgo, reconciló a la revelación teatral con la unidad artística. Dicho de otra forma, “Wagner ensaya la tiranía con la ayuda de masas teatrales” (Nietzsche, 2004: 124). La música coral, como los cantos dionisiacos, convoca a las fuerzas naturales y la arquitectura sumerge al espectador en la representación y transforma al coreuta en sátiro, poeta, danzante e iluminado... ¿No sucede lo mismo con Luis xiv o Francisco José i? En aquel jardín encantado, lo simbólico precede a lo científico; reyes, magos y demonios, a presidentes, jueces y ciudadanos. Quizá lo más rescatable de la posición nietzscheana sea el reconocimiento de la imaginación en los oficios políticos.

Todo sistema de gobierno configura cierto orden simbólico mediante mitos, ritos, ceremonias, insignias y accesorios (Geertz, 1983: 124). Edward Shils (1975: 138) añadiría que toda sociedad custodia un ánfora con sus valores más elementales. Hugo von Hofmannsthal (1959: 60) terciaría que “las fuerzas profundas obedecen a quien sepa invocarlas desde las profundidades”. Las grandes narrativas traducen el magma de acontecimientos azarosos en gramática inteligible y los rituales —asambleas germánicas, la visita del ágora o el culto a Xipe Tótec— actualizan el vínculo originario de los mortales con las deidades. Vale la pena detenerse en el mito político: una forma de interpretar el mundo que forja comunidades imaginarias, idealiza el pasado y simplifica el mundo en una historia de “buenos y malos”. Este bricolaje de imágenes es imperceptible para el ojo científico (Bizeul, 2009: 154). Si el pensamiento analítico colecciona lepidópteros en una caja de roble, la mirada mítica, desprovista de la necesidad de sistematizar y comprobar, los contempla revoloteando en un bosque imaginario. Como la religión, el mito se refugia bajo una coraza de dogmas. Vacunados contra argumentos racionales, sólo pueden rebatirse con otros mitos. Es lo que intenta explicarle María al magnate Joh Fredersen que ha concebido una urbe desalmada al sugerirle el lema “Mittler zwischen Hirn und Hand muss das Herz sein” (“Mediador entre el cerebro y la mano, ha de ser el corazón”) en la cinta Metrópolis de Fritz Lang: “Podrás haber edificado una ciudad deslumbrante, pero, sin emociones, tu urbe está desprovista de cualquier señal de vida”. Tras la máscara seductora de los mitos está el rostro de la dominación.

La política tecnocrática que rige actualmente los destinos europeos es la consecuencia más acabada del escepticismo platónico ante la escenificación: la santificación de imperativos científicos y la política en clave ingenieril (Lübbe, 2002: 53-54). Oakeshott (1962: 5) escribió alguna vez que “el racionalista no puede imaginar una política que no consista en resolver problemas o un problema político que no tenga solución”. El planteamiento es provocador. La ciencia ve en la polisemia y en la imaginación herramientas útiles para detonar descubrimientos, pero obstáculos para alcanzar la comprensión total del mundo y, por eso, incendia su ramaje insubordinado para edificar una utopía razonada habitada por individuos perfectamente sustituibles. Podría reclamarse que la renuncia a la política simbólica fue necesaria para combatir los extremismos del siglo xx, pero no es posible cerrar los ojos ante la desertificación que trajo consigo.


El paraíso perdido

Una reconstrucción, apoyada en un puñado de arquetipos, ayuda a visualizar el deterioro del grand récit europeo. Un buen punto para iniciar este recorrido es Ovidio, quien regala uno de los primeros mitos de Europa: “Se atrevió también la regia virgen, ignorante de a quién montaba, en la espalda sentarse del toro [...] trémulas ondulan con la brisa sus ropas. Ora sus pechos le presta para que con su virgínea mano lo palpe, ora los cuernos, para que guirnaldas los impidan nuevas”. El mito del toro alado —inmortalizado por Guido Cagnacci en una estampa de bíblica voluptuosidad— ilustró la cartografía dictaminada por Herodoto: el Mediterráneo separaba de África; al Este, el mar de Azov y el río Don; al Oeste, los Pilares de Hércules. Del respeto que la Antigüedad clásica profesaba por el poder simbólico da cuenta, por ejemplo, el Altar de Zeus, hoy dispuesto en la Isla de los Museos de Berlín. Erigido por Eumenes ii para conmemorar las victorias sobre los gálatas, formó parte de la propaganda de Pérgamo para exaltar la monarquía atálida. En uno de los deteriorados frisos se intuye la gigantomaquia: piernas anfibias, melenas leoninas, garras felinas, cuernos taurinos, ofidios hambrientos, divinidades solares como Helios y nocturnas como las Euménides en una danza de rostros desencajados y musculaturas en tensión. Tras contemplar sus restos se comprende que las civilizaciones posteriores quisieran preservar —a pesar de la advertencia platónica— dichas prácticas escénicas. El Imperio romano tuvo recursos estéticos de sobra: adventus Caesaris, sacrificios, letanías, áureos, estatuas, inscripciones, panegíricos, uniformes, insignias, el sitial (sella curulis) o la arquitectura imperial del Domus Aurea o el Palacio de Diocleciano. Debió ser alucinante observar a los lictores, portadores simbólicos del imperium, ataviados con túnicas escarlata y cargando fasces, escoltando a los magistrados en el crepúsculo. Piénsese también en el cortejo cesáreo que atrae la mirada hacia un punto de fuga habitado por el líder, vestigio que se observa en los primates y que replicaron Luis xiv, Guillermo II o el Führer

Durante la Edad Media, una idea de Europa en oposición al islam comenzó a tejerse en las Cruzadas y a plasmarse en la Canción del Rolando. Algo curioso, si se repara en la deuda con los traductores árabes y judíos —desde Bagdad hasta Toledo— que recuperaron tantos textos señeros de Filosofía, Astronomía y Medicina. Pero tampoco es aconsejable partir de esta premisa para fantasear con caricaturas multiculturales, despejar el conflicto de la ecuación y pregonar la “convivencia pacífica de todos los seres humanos sobre la tierra”. No debe olvidarse que, cuando menos hasta el siglo v a.C., el Norte de África era tan cristiano como Italia, pero la expansión árabe en el siglo vii, fragmentó la unidad mediterránea. Una pintura de Charles Steuben en Versalles consagró a Carlos Martel derrotando al ejército de Abderramán en Poitiers con un ejército de coalición –europeenses–. El mito identitario y la descripción de la batalla son recordatorios simbólicos del conflicto humano, tradicionalmente representado en las mitologías antiguas con elementos naturales: desde auroras boreales hasta ejércitos de espíritus (sluagh, “spirit multitude”, para los celtas) que “vuelan en grandes nubes como estorninos sobre la faz de la tierra” (Canetti, 1994: 40). La Christianitas europea se regó con los escritos de Pío ii —alusiones a Maratón, las Termopilas, Actium, Tours, Lepanto y Viena—. En el Romanticismo, Novalis contrapuso este paraíso goliardesco al Renacimiento y a la Ilustración. Pero no hay que adelantarse. En la Edad Media, el rey arcano rezumaba sacralidad: traducía los oráculos divinos y encarnaba la soberanía.[3]

Más tarde, en el siglo xvi, con el auge de las expediciones, se popularizó la Europa Regina de la Cosmographia Universalis de Sebastiem Münster que imaginaba al continente como virgen coronada: en su testa, la Península ibérica; el corazón en Praga; la Península de Jutlandia en su brazo izquierdo y la itálica en el derecho; su cetro apaciguaba las aguas bálticas, y sus faldas jugueteaban con el Mar negro, Escitia, Muscovia y la región tártara.


Europa regina en Cosmographia de Sebastian Münster (1544) (edición de 1628).

A partir del XVII, el poder omnímodo del monarca ordenó los designios europeos. Las cabezas de las dinastías germánicas legitimaban su autoridad, en parte, gracias a predicados simbólicos como majestas, splendor, excellentia, eminentia, honor y gloria (Bizeul, 2009: 228). La dramatización se torna sangrienta con las torturas a los regicidas en la Plaza de la Grêve. En esos años, la relación entre rex y gens era tan íntima que toda afrenta contra el monarca atentaba directamente contra la comunidad. Con gamas menos rojizas, la política simbólica florece en Versalles, homenaje teatral del roi soleil: de primus inter pares a solus y solaris. Hobbes inauguró la transición al imaginario estatal con un corpus mysticum a imagen y semejanza del Leviatán bíblico: “Con sus estornudos enciende lumbre y sus ojos son como los párpados del alba. De su boca salen hachones de fuego; centellas de fuego proceden…su corazón es frío como piedra, y fuerte como la muela de abajo... no hay sobre la tierra quien se le parezca; animal hecho exento de temor”. Todavía reverberan los claroscuros del grabado de Abraham Bosse de 1651 (Brandt, 2012). Sobre una ciudad gótica frente al mar, portando espada, corona y báculo e inspirado en las anamorfosis de Arcimboldi, el coloso membranoso de Bosse resguarda a individuos apiñonados en sus entrañas. Este guiño ilustrado es casi imperceptible, pero de relevancia mayúscula si se le compara con el monarca indivisible del Antiguo Régimen, en repliegue precipitado frente a la modernidad. La dedicatoria con la que Harvey acompañó su Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus a Carlos I de Inglaterra es reveladora: “Su Alteza Serenísima: El corazón de los seres vivos es fundamento de vida y sol del que depende toda manifestación vital, de donde mana todo vigor y fortaleza. De la misma forma, el rey es soporte del reino, sol de su microcosmos y corazón de la República, de donde fluye todo poder y misericordia” (Brandt, 2012: 27).

Vale la pena hacer una digresión. La sangre en las banquetas parisinas tras los atentados turba porque pertenece a una edad borrada de la memoria. Los suburbios libres de sombras y elementos escatológicos han ido sepultando las ceremonias violentas. Si la ejecución de Luis XVI simbolizó el ocaso del Antiguo Régimen; la guillotina inauguró la modernidad en la ceremonia punitiva (Traverso, 2003: 28-30). Sacrificado por una máquina en el altar republicano, el monarca perdió sacralidad, esplendor y legitimidad (Traverso 2003:33). Con el clarear del siglo XIX, la fiesta brava estaba en retroceso: la picota, los trabajos públicos forzados —con la argolla al cuello, ataviados con sambenitos, vestidos de ropas multicolores y arrastrando al pie la bala de cañón, cambiando con la multitud retos, injurias, burlas, golpes, señas de rencor o de complicidad— también se proscribieron (Foucault, 2002: 16). Irónicamente, la última ejecución de guillotina pública ocurrió ya bien entrado el siglo xx.[4] No desaparece la violencia, sino el recordatorio ritualizado de su presencia en el mundo social. Bajo la costra civilizatoria, sobrevive el sadismo y el impulso guerrero en corridas de toros, en juegos de competencia, en el atractivo de películas gore, pero también, en ese aspecto estético, ritual y teatral de manifestaciones políticos (desfiles o mitines) donde “la masa se transfigura por una vocación de orden simple e inmediato” (Escalante, 1998: 516).

Regresando a la legitimación del poder, la muerte de Luis XVI ocurrió en pleno Siglo de las Luces que se clausuró con Le Sacre de Napoléon de Jacques-Louis-David. El lienzo muestra a Napoleón consagrado por la gracia de Dios, pero en el trono por voluntad popular. En un lapso hostil para la política simbólica, las revoluciones dieciochescas hicieron de la soberanía popular matriz simbólica de la democracia. Bajo esta nueva luz, la “roca de bronce” del poder absolutista que Federico Guillermo I de Prusia afirmaba llevar en su cabeza empezaba a corroerse. Con el Tratado de Utrecht (1713) ocurrió, además, un efímero experimento de integración europea que, a diferencia de la Europa de Ovidio y de la Glaubensvolk medieval, abandonó sus aspiraciones mitológicas, volcándose de lleno a la economía. Es un giro trascendente. El comercio y el voto universal reemplazaron al honor y a la guerra como fuentes de ordenación social. Son acaso los orígenes de la democracia moderna. Tal vez por eso sostenía Claude Lefort que ésta era, antes que un tipo de gobierno, una forma de articulación social, una configuración de poder y una concepción simbólica. La representación democrática reposa en una paradoja: si el poder reside en el pueblo, nadie puede representarlo. Si un grupo pretende adueñarse de la imagen, anula la diferencia entre Estado y sociedad. La legitimidad soberana no está en el trono, sino en un lugar vacío (lieu vide). En los regímenes totalitarios, un grupo coloniza el lieu vide con el camarada y el partido. Luis XIV dice l'État, c'est moi y Stalin la société c’est moi (Lefort, 1985: 275). La fragmentación simbólica previene la usurpación totalitaria, pero expolia la galería de mitos. Que la democracia haya combatido con denuedo la dramatización, no significa que la imaginación desaparezca.

En el siglo xix, el despliegue simbólico de Francisco José I brindó una inapreciable lección de política para lidiar con entuertos multiétnicos. No era un caso aislado. Guillermo II también escenificó desfiles marciales en Unter den Linden para consolidar su poder. Miro una fotografía, tomada en 1903, de esa cultura política que me gustaría transmitir. Una diagonal de estandartes, mástiles, bayonetas y pikelhaube –lazo que une prusianos con hunos– secciona la imagen. En un extremo, los escuadrones de caballería están congelados bajo un sol lechoso. Al centro, como Alejandro Magno, Guillermo II, realiza la revisión de tropas. En la otra mitad, las formaciones castrenses se pierden en el horizonte. El símbolo de la unificación alemana era, como decía Elías Canetti (1994: 179), el “bosque en marcha”: “Lo rígido y paralelo de los árboles erguidos, rectos, su densidad y su número colma el corazón del alemán con honda y misteriosa alegría”. Mención aparte merece Luis ii de Baviera que convocó a Richard Wagner para ornar, con mitologías germánicas, un jardín anacrónico en los muros de sus castillos, aspiración en colisión ineludible con la avanzada racional.

Pero como la historia no es lineal ni libre de sobresaltos, en el siglo XX, la disonancia entre la política racional y simbólica alcanzó su máxima tensión con la Gran Guerra. La prosa vertiginosa de Ernst Jünger (2008: 299) embellece el fragor en las trincheras: “Por fin me había atrapado una bala […] Uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase. Notaba un asombro incrédulo, el asombro de que precisamente allí fuera a acabar mi vida; pero era un asombro lleno de alegría. Luego oí como el fuego se debilitaba; parecía que me hundiese como una piedra bajo la superficie de un oleaje furioso”. Kurt Tucholsky (2016: 220) agrega un tono más fúnebre: “Los gritos se adhieren a las paredes […] ¿Y los enfermeros? ¡Qué doble valor trabajar en este infierno! ¿Qué podían hacer? Quitar harapos ensangrentados y descubrir lo poco que aún quedaba vivo, aplicar pomadas y tinturas sobre la carne chamuscada y triturada de sus camaradas, cortar y seccionar, trepanar y amputar… ¿Alivio? ¡Ni siquiera sabían si iban a poder sacar esos muñones con vida! A veces estaba todo cercenado”.

Allende de la fiesta brava, los gueules cassées actualizaron en las calles las virtudes guerreras con un cariz más siniestro. Sea como fuere, miedos y expectativas de la masa efervescente encontraron guarida en la union sacrée nacional, cuya dramatización eclipsaba el cénit ilustrado. Los cuerpos destazados tras el combate refrendaron la ofrenda final: matar, matar y matar… ¡aniquílenlos a todos! No es coincidencia, afirma Canetti, que la simiente etimológica de Walstatt, campo de batalla en alemán, sea, en nórdico antiguo, valr, “cadáveres sobre el campo de la sangre” (Canetti, 1994: 67). Al final de la contienda quedó el tríptico desgarrador de Otto Dix: en el panel izquierdo, soldados se adentran en la niebla opalescente. En la parte central hay cadáveres despedazados por granadas. Al fondo, la ruina y, en primer plano, pende de una rama seca un amasijo. Almas miserables se arrastran sobre excremento, sangre y carroña de cuerpos eviscerados. De los labios azules de un cráneo verduzco escurre linfa violácea y, a su lado, brillan cartílagos putrefactos. Entre los restos, un brazo clama misericordia. En el panel derecho, un soldado cubierto de polvo, encorvado, con el uniforme hecho jirones tras contemplar el apocalipsis, se abre paso entre máscaras de gas.

Al choque de espadas siguió un interludio manirroto de recursos dramáticos. Háyase visto una construcción tan endeble como la República de Weimar. El hechizo nacionalsocialista vivificó el desierto simbólico de entreguerras. Leni Riefenstahl y Hugo Jäger fueron los principales artífices de las imágenes: la soledad cesárea del Führer cabalgando los rayos del sol; el clamor en los Congresos de Núremberg y la solemnidad de las esculturas de Josef Thorak; las procesiones con antorchas y los campamentos nocturnos; la musculatura de las Juventudes Hitlerianas y la feminidad de las valquirias; los mitines fogosos y las alineaciones mecánicas de la SA; la catedral de luz para el Campo Zepellín con reflectores perforando kilómetros de oscuridad como asignación irracional de recursos para uso ceremonial; banderas con águilas, estandartes romanos, coronas florales, cascos, altares, velas, orquestas wagnerianas o ecos fúnebres entonando “Ich hatt’ einen Kameraden”. No tan lejos de Berlín, en Roma, la marea negra, enamorada de la luna fascista, anegó la Ciudad Eterna. Como afirmó Michael Burleigh: “Los nazis movilizaron otros sectores del sentimiento humano que desbordaban el interés material. El nazismo superaba en la expresión de las emociones y en los gritos, no ya a los políticos republicanos que preferían la razón, sino también a sus adversarios confesionales, tomando las emociones y las formas de religión y sintetizándolas eficazmente en una religión política” (Burleigh 2000: 209). Para valorar los alcances simbólicos de las procesiones, Elías Canetti (1994: 77) es inmejorable: “El más impresionante de todos los medios de destrucción es el fuego. Es visible a gran distancia y atrae a otras personas. Destruye de manera irremediable. Nada, después de un incendio, es como fue antes. La masa que incendia se cree irresistible. Se le va incorporando todo mientras el fuego avanza. Todo lo hostil será exterminado por él”. Había en esos aquelarres una luminosa relación prehistórica que Canetti rastreaba en la tendencia de la masa a provocar incendios para establecer asentamientos humanos. Si, como sugería el Nobel alemán, la caja de fósforos, bosque portátil con con cabezas inflamables, es un vestigio, tanto más lo son rifles, bayonetas, metralletas alzadas, reencarnaciones del primer hueso prehistórico utilizado como arma. Pero no hay que emocionarse demasiado. Detrás de los fuegos de artificio, se orquestó la aniquilación de seres humanos. Ya no en un grand cérémonial, sino de forma tecnificada, como lo confirman las disposiciones burocráticas para los hornos fabricados por la empresa Topf & Söhne de Erfurt. Tras la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio se volvieron símbolo de barbarie, la política teatral a la caja de Pandora y la bandera soviética sobre el Reichstag guillermino apenas preservó una reliquia de ese mundo reducido a las cenizas. Sobre los escombros se edificó el orden político moderno. El desmontaje del teatro totalitario entrañó una desintegración más profunda: “Cuanto más unidos hayan estado los espectadores por la representación, cuanto más cerrada sea la forma del teatro, que los mantiene exteriormente unidos, tanto más violenta será la desintegración” (Canetti 1994: 21). Y vaya que lo fue…


Imágenes Catedral de luz durante Núremberg 1936, Bundesarchiv.

Apenas cinco años después de la batalla, los países europeos emprendieron un nuevo proceso de integración que reclamaba una “des-dramatización de la política”. La libre circulación entre países trajo beneficios, pero, al arrasar las fronteras, eliminó los recordatorios de gestas y del tributo de sangre que exige la tranquilidad. Desde entonces, el desvalimiento estético es catastrófico y la pobreza plástica, notable: incluso la Unión Soviética adecuó un símbolo bucólico para ilustrar la lucha del proletariado (Schmitt 1984: 37). A lo más aparecen, durante el siglo, islotes iconográficos como Adenauer y De Gaulle escenificando la reconciliación franco-alemana o la Genuflexión de Varsovia de Willy Brandt. En honor a la verdad hay que decir que los Padres Fundadores de Europa no ignoraban la necesidad de un poderoso mito narrativo. Pero, en general, la idea de Europa, como piensa Herfried Münkler (1994: 12-13), hoy apenas sobrevive como sedimento de tratados técnicos. Ni siquiera los símbolos europeos —bandera, himno, arquitectura, nombres o hechos fundacionales como la reconciliación franco-alemana— despiertan mucho entusiasmo.[5] Ningún mito europeo agita los ánimos necesarios para movilizar a los ciudadanos. En los últimos meses ha cobrado notoriedad una iniciativa ciudadana fundada en Fráncfort bajo el nombre “Pulso de Europa”. Los jóvenes —y más veteranos— que cada semana toman pacíficamente las calles pretenden denunciar la radicalización del debate político, evidenciar el “populismo” y promover una identidad compartida. Aunque el optimismo se desborde no hay que engañarse: los esfuerzos para hilar una narración sólida, creíble y duradera no han tenido el éxito esperado. Que no se malentienda el pesimismo. No se pretende argüir una vuelta a los redobles chovinistas. Tampoco debe interpretarse este escepticismo como el desconocimiento de un plumazo de las bondades de la exitosa integración. Mucho menos escapa que las nuevas generaciones acusan un entusiasmo mayor por la Unión Europea que generaciones anteriores. Sólo se intenta reparar en que, para el individuo moderno, reunirse dominicalmente para hacer corazones con las manos y marcharse a casa, ufano, con el sentimiento de deber cumplido, difícilmente resuelve la anomia resultante de los cambios acelerados de los últimos años, y la que tantos movimientos radicales intentan resarcir. Las narrativas económicas, tecnocráticas, universalistas, derechohumanistas y multiculturales exigen de quienes las suscriben ciertos supuestos racionales. ¿Qué se hace cuando éstos no se suscriben? En pocas palabras: hay una parte de la naturaleza humana que ha quedado irremediablemente ignorada.


Konrad Adenauer y Charles de Gaulle, Bonn (1958), Bundesarchiv.


Sospecho que buena parte del desencanto tiene que ver con que los beneficios económicos se han vuelto fines en sí mismos. Por su naturaleza, la economía difícilmente puede aspirar a movilizar a grandes grupos de personas. Por otro lado, los esfuerzos para dotar de historicidad al proyecto apelando a figuras como Carlomagno como “padre de Europa” son problemáticos porque reabren heridas y dan el paso a variaciones de Europa más macabras. Otra explicación está en el hecho de que se creyó que las ideologías vencedoras, el liberalismo y el socialismo, podrían silenciar el concierto de símbolos, uniformes y banderas, que iban a poder compensar el vacío simbólico que dejó el nacionalismo. Aunque la bandera estadounidense ondeaba en Iwo Jima y el martillo soviético sobre el Reichstag, en amplias comarcas de Europa, la política simbólica estaba en franca retirada.[6] Como escribió Carl J. Friedrich: “Uno de los grandes obstáculos para la unificación de Europa ha sido la oposición emocional del nacionalismo” (cit. en Pérez, 2001:18). No le faltaba razón, pues los nacionalismos extremos del siglo XX abusaron de los referentes mitológicos europeos. Pero, a largo plazo, las sociedades europeas no han podido canalizar esos impulsos “irracionales” de la naturaleza humana.

Contrario a lo que se había pensado, un mundo despojado de mitos narrativos no resultó del todo estable. No en vano, tras los atentados del Bataclan, la República francesa tuvo que regar la fronda simbólica con una misa en Notre Dame y las imágenes del portaaviones Charles de Gaulle dirigiéndose al Mediterráneo. Es bastante provocador —y acaso hasta de mal gusto— contrastar las lágrimas de Federica Mogherini, alta representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad , tras los atentados en Bruselas con Churchill caminando las ruinas de Coventry tras el bombardeo alemán de 1940. Se hace porque el contrase sirve para apuntalar lo que se busca evidenciar. Piénsese, por ejemplo, en una cita de Nietzsche (2004: 145): “Los grandes estadistas tienen la fantasía de sus pueblos; de este modo, ellos son grandes, es decir, efectivos: en el pueblo se siente que ellos producen el sentimiento de poder del que se está sediento. Unos pueblos quieren el poder con pompa y éxitos militares; otros lo quieren con astucia y supremacía política”.[7] Quizá, el llanto accione un vínculo emocional, pero también trasmite una negación inconsciente de los rituales violentos…

La tierra recobrada

Y de pronto, en medio del desierto, se desdoblan los recursos dramáticos del Estado Islámico de Irak y el Levante (Dáesh): el llamado a la yihad para fundar una ciudad en las ruinas de Iraq y Siria; los nashid; las caravanas surcando dunas; los cadáveres ultrajados de los desertores y el martirio de los leales; los silencios y las arengas; los condenados a muerte en monos anaranjados y los centuriones deleitándose con la barbarie; los bombardeos occidentales, las declaraciones de políticos estadounidenses y el mito de Al-Andalús (Jackson, 2007: 400).[8] Esta Kulturkampf escenificada resarce la media luna fragmentada del islam frente a un Occidente unitario fantasioso. Esta retórica explica la inferioridad política, militar y económica de los musulmanes como consecuencia de la “opresión occidental” y promete que, tras un choque apocalíptico, la balanza se inclinará a favor de los fieles.

En realidad, el objetivo inmediato de Dáesh es afianzar su dominio en Oriente Medio a costa de Al Qaeda, Al Nusra, Al Shabaab o Boko Haram. Para sumar adeptos, conjugan el nosotros con imágenes de la Franja de Gaza, vejaciones de Abu Ghraib y torturas de Guantánamo. Los cadáveres de Bataclan, cuyas imágenes regurgita la prensa europea hasta la saciedad, son un jugoso recurso simbólico. Una parte de la producción es de consumo interno: para que ciertos grupos excluidos, habituados a echar mano de la violencia o del discurso políticamente correcto (según sea el caso), defiendan sus cotos de poder. Está dirigida a esos musulmanes que los europeos desprecian en numerosas situaciones cotidianas. Por lo demás, Dáesh enarbola un heroísmo que en Europa ha fenecido. En más de un modo, podría decirse que los mártires son más “heroicos” que los drones occidentales. ¿Cómo reaccionan los europeos a los ataques? Con maniobras militares para dar la impresión de que “se está haciendo algo”. Esto genera un círculo vicioso, porque la ausencia de resultados inmediatos alimenta la percepción de que “no se hace lo suficiente” y atiza el fuego del radicalismo. Algunos políticos asumen un discurso abiertamente xenófobo como el primer ministro eslovaco, Robert Fico, o la primera ministra polaca, Beata Szydło. En realidad, el terrorismo no puede inscribirse tan fácil en la lógica de ganadores y perdedores. Mucho menos cuando las sociedades europeas carecen de heroicidad y recursos militares.[9] Se persigue una victoria pírrica: aunque el enemigo no es fuerte es escurridizo y, a diferencia del nacionalsocialismo o del comunismo, difícil de ilustrar. Europa se hunde por una racionalidad que soslaya la necesidad de una gran narrativa y deja a los políticos sin una tabla para asirse.

Como si faltaran tormentas, a todo esto se suma el rápido ascenso de partidos de ultraderecha. Una mañana de marzo, Alemania se despertó con la noticia de que AfD (Alternativa para Alemania) se había convertido en el más votado después de la CDU en Sajonia-Anhalt. Esta tendencia se puede constatar también en Escandinavia donde los Demócratas Suecos (DS) lograron casi el 13% de votos en 2014 y el Partido Popular danés (DF), el 21% en 2015; en los países que sufrieron atentados como Bélgica o Francia y hasta en los que no como Países Bajos, donde Gert Wilders vocifera contra la Unión Europea, o Austria, donde se anuló una reñida elección que habían ganado los ecologistas sobre los ultraderechistas (Carbajosa, 2016). Otro tanto podría decirse del partido Ley y Justicia (PIS) de Jarosław Kaczyński en Polonia y del Fidesz de Viktor Orban pactando con el ultraderechista Jobbik. Más allá de los sonados tropiezos de Geert Wilders o Marine Le Pen, no deja de preocupar que estas voces sigan teniendo atractivo. En el Parlamento Europeo se escucha la estridencia de Eleftherios Synadinos del partido ultraderechista griego, Amanecer Dorado: “Como muchos científicos han dicho, los turcos son bárbaros, son sucios, son los que al luchar contra el enemigo luchan sin principios. La firmeza y el puño es el arma”. A pesar de todo, es más inquietante saber que cuadrillas radicales proliferan en las calles al margen de la representación parlamentaria. De nuevo, las cifras no son tan escalofriantes como las imágenes. En Clausnitz, en las afueras de Dresde, un grupo de manifestantes se reunió frente a un autobús de refugiados donde decía Reisegenuss (Placer de viajar) para gritar al unísono “Wir sind das Volk” ("¡Somos el pueblo!"), consigna contra la dictadura comunista y popularizada por los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida). La evocación es nítida, la nostalgia por la masa, innegable: “Sólo en la masa puede el hombre redimirse del temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario […] de pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo” (Canetti 1994: 10). En una crisis simbólica, ciertos actores se arrogan el monopolio de la representación en los márgenes de la política institucional. Como en los mitines nacionalsocialistas, una multitud que gesticula, levanta puños, vocifera y salta a la vez, debe dar una impresión de unidad insuperable.

La política radical refresca la fuente simbólica exangüe. Sus propuestas son rebatibles desde una perspectiva racionalista. ¿Cómo protegerse de terroristas con la ciudadanía europea? ¿Cómo custodiar, por ejemplo, las fronteras en el archipiélago jónico? ¿Cómo deportar a quienes contravengan los “valores europeos”? ¿Hay certeza de que los países emulsores los quieran recibir? ¿Se sabe de dónde provienen? Tampoco se puede “ganar” una guerra contra el terrorismo, del mismo modo que no puede erradicarse completamente el crimen, la pobreza o las drogas. Peor aún: la capacidad de grupúsculos para llevar a cabo actos terroristas parece ser distintiva del mundo moderno. Pero de muy poco ayudan estos argumentos con el radical. Ellos militan contra la corrección política porque defienden el impulso frente al descafeinado proceso institucional y recuperan el nosotros en la batalla cultural. Resanan virtudes guerreras y prodigan a sus acólitos la representación que les niega la pobreza estética de la democracia. El radical “representa al pueblo verdadero” y declara a los competidores ilegítimos. Quienes no lo apoyan en la restauración del orden primigenio, no pertenecen a la comunidad. Hay que insistir en lo que se sugiere líneas arriba. Sus propuestas atienden miedos históricos y ofrecen explicaciones rudimentarias para apaciguar la anomia resultante de cambios sociales acelerados. Si estos grupos continúan proliferando, no sólo dispersarán su propia idea de Europa, sino que inundarán la discusión pública con caricaturas y utopías.

Un inquietante desenlace

Tras la advertencia platónica, la política comenzó mutilando esculturas de dioses griegos y no cejó hasta desfigurarlas como el Altar de Pérgamo. Defenestraron a los reyes y rodaron cabezas guillotinadas. La tecnocracia quiso consumar la obra, pero no pudieron pulverizar la dura piedra de los mitos. Los fundamentalistas islámicos y la extrema derecha restauran el universo simbólico. Prometen un paraíso terrenal más estimulante que una democracia que les resulta insípida. El olvido de la lengua adánica de los símbolos impide descodificar el alfabeto radical. Ni la capacidad imaginaria, ni sus ramificaciones desaparecen. Otrora, el repertorio político canalizaba estas energías irracionales: prodigaba identidad, legitimidad y representación. Puede que el Estado deje de ser el actor central, pero incluso en ese escenario, el animal symbolicum seguirá existiendo y, en consecuencia, también la necesidad de grandes narrativas para ordenar el mundo. La electrificación no exterminó a los fantasmas y la sangre de las brujas no acabó con las supersticiones.

No será fácil restañar los referentes simbólicos. Alemania, cabeza visible de Europa, es alérgica a la política simbólica tras el nacionalsocialismo y la universidad, otrora cultivo de pensamiento crítico, ha formado una generación de técnicos habituados a pensar con guiones, modelos, directrices y manuales. Con todo, no debe olvidarse que la imaginación fue condición sine qua non del proyecto de integración europea. Sin una gran narrativa, el continente se desdibuja en una maraña burocrática. Peor aún, la idea de Europa queda definida por Dáesh, Estados Unidos, OTAN, Rusia, las posiciones políticas extremas o las agencias crediticias en la retórica de guerra de civilizaciones, cálculos geopolíticos, productividad, utopía multicultural o sociedad homogénea. Defender el proyecto europeo requiere estar conscientes que ni el conflicto ni la violencia desaparecerán. Construir narrativas alternativas no es responsabilidad exclusiva del Estado y, sea quien sea el que lo haga, tendrá como reto fundamental reintegrar las formas de representación que proliferan al margen de las instituciones. Podrá desaparecer Dáesh y la extrema derecha perderá votos, pero, si se pretende conservar el orden político, cualquiera que éste sea, habrá que reconocer la imaginación como fundamento humano.

[1] Charles Baudelaire fue una de las voces más críticas de la destrucción urbana en nombre del progreso. El poema “Le Cygne”, dedicado a Victor Hugo, expresa nostalgia por la ciudad medieval y apoyo incondicional al escritor exiliado: “Paris change! mais rien dans ma mélancolie/N'a bougé! Palais neufs, échafaudages, blocs,/ Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie/Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs./Aussi devant ce Louvre une image m'opprime:/Je pense à mon grand cygne, avec ses gestes fous,/Comme les exilés, ridicule et sublime/Et rongé d'un désir sans trêve! Et puis à vous”.


[2] La mirada de este ensayo reconoce, además de los escenarios nacionales, la existencia de un espacio europeo. Asimismo, sobre el entramado desfilarán distintos actores políticos que no se ciñen exclusivamente a la categoría estatal.


[3] Los rituales de imposición de manos eran comunes, pues se creía que, gracias a su posición, el monarca podía curar a los enfermos.


[4] Fue el caso de Eugen Weidmann, condenado a muerte en marzo de 1939. Una mañana estival, se arremolinaron las personas frente a la prisión Saint-Pierre. El verdugo, Jules- Henri-Desfourneaux, dejó caer la hoja metálica sin titubear. Lejos de cualquier atisbo de solemnidad, el público recogió su sangre con pañuelos como suvenir. Acaso horrorizado por esta reacción, el presidente Albert Lebrun vetó las ejecuciones que despertaban los instintos más básicos de las personas.


[5]Como escribe Bizeul (2009), ningún tratado europeo podría evocar imágenes tan poderosas como las del preámbulo coránico de la constitución iraquí, pletórico en alusiones al pasado mesopotámico. No hay que irse tan lejos. Sin abandonar la tradición occidental, contraponerlo con la leyenda del frontispicio del Palazzo della Civiltà Italiana, hito de la arquitectura fascista, despierta una malsana sugestión: “Un popolo di poeti di artisti di eroi / di santi di pensatori di scienziati / di navigatori di trasmigratori”.


[6] Aún tras la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo encontró caminos para expresarse: el milagro económico alemán o el orgullo francés con De Gaulle. La euforia de las protestas estudiantiles de los años setenta suplió la orfandad de referentes simbólicos.


[7] Para una discusión más amplia véase Friedrich Nietzsche, “Zur Genealogie der Moral”, Sämtliche Werke in Zwölf Bänden, vol. 7, Stuttgart, Alfred Kröner, 1964, pp. 245-246.


[8] El mismo proceso ocurre de forma inversa. La narrativa de terrorismo islámico abreva de la inestabilidad de los años setenta: los atentados en Múnich en 1972, los shocks petroleros, la Revolución iraní y la crisis de rehenes o el affaire Rushdie. Desde los ataques del 11-9 y el ensayo de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones ha recibido un fuerte impulso, que se manifiesta en la asociación del islam con violencia, extremismo, fanatismo, terrorismo, exotismo o misterio.


[9] Siendo justos, el rechazo a la guerra tiene que ver con una carencia de recursos. En la Primera Guerra Mundial se movilizaron 65 millones de tropas, desaparecieron tres imperios, murieron casi 20 millones de personas y hubo 21 millones de heridos. Christopher Clark, The Sleepwalkers. How Europe Went to War in 1914, Nueva York, Penguin, 2012, p. XXI. Hoy en día, tan sólo Suecia tiene un déficit de 393 soldados enlistados y de 6,131 temporales.Un estudio pronostica, para el año 2020, un grave déficit de elementos castrenses. Ingrid Meissl Årebo, “Schweden hat zu wenige Soldaten”, en Neue Zürcher Zeitung, Estocolmo, 19 de octubre de 2016, https://goo.gl/uO9RCY, consultado el 23 de octubre de 2016. El aparato militar europeo no busca más la guerra, sino la paz. Subrogaron su seguridad en Estados Unidos (OTAN) o en Turquía (Pacto Merkel-Erdogan). La carencia de soldados se ha compensado tecnológicamente y, en consecuencia, el prestigio que antes se cosechaba en el campo de batalla, ahora se acumula con títulos académicos o en Facebook. Nada milita más contra las virtudes guerreras que el bienestar económico y nada rechaza más ofrendar la vida por la comunidad, que la pérdida de religiosidad. Es más: los europeos ni siquiera encuentran justificable la violencia en términos teóricos. Han pasado las últimas décadas ocupados con modelos normativos para dialogar (“situación ideal del habla para Habermas”) y difícilmente pueden reaccionar cuando algún irredento pregunta por qué tiene que ser racional.


 

Referencias


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