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  • María Ana del Valle Ojeda

Por nosotras juramos vencer: reflexiones sobre cómo el Miércoles negro hizo sacudir el #SiMeMatan


Foto: Carla Difiero


El 11 de abril del presente año, una vez más, colectivos, movimientos y mujeres autoconvocadas nos reunimos en la ciudad de Buenos Aires y en otras ciudades del territorio argentino. A esa misma hora, la familia y amigos se despedían de Micaela, a quien otro feminicida le quitó la vida.

Acompañábamos con aplausos, con bailes a ritmo de milongas y batucadas que se hilvanaban en conjunto con los cantos y consignas plasmadas en pancartas y frases pintadas en pisos y edificios que rodean la Plaza de Mayo. Una joven terminó de instalar un afiche que decía: “¡Las paredes se limpian y las pibas no vuelven!”, mismo mensaje que los padres y amigxs de Micaela colocaron ese mismo día en su despedida. En su memoria, a un costado de flores y veladoras que iluminaban su fotografía, alguien le escribió:“Sé que estás ahí… Ni rendidas, Ni vencidas, Vivas y combativas (Un abrazo y pa´ lante)”.

Al costado de un cartel con la imagen de Micaela vi por primera vez los ojos grandes y brillantes de Araceli; debajo de su rostro tenía escrito: “¡Te estamos esperando, volvé!” Su familia la buscaba desde hace varios días, cuando se despidió para ir a un asado, y no se le había vuelto a ver más que en los carteles pegados en las estaciones de metro, en las paredes de autobús, en la universidades.

Las noticias informan que sus familiares no obtuvieron respuesta eficaz por parte de las autoridades (luego se supo que había policías involucrados); solo angustia y desesperación por no encontrar a su hija. Vi un titular que decía que se había encontrado el cuerpo de “una mujer que podría tratarse de Araceli”. Las agresiones y el estrangulamiento fueron atroces; el tiempo que su cuerpo duró enterrado bajo cemento imposibilitaba revelar la identidad de la mujer. Horas después volví a buscar en las noticias: los tatuajes y las examinaciones del cuerpo revelaron que se trataba del cuerpo de Araceli.

Un Miércoles Negro, un 19 de octubre del año pasado, desperté con el sonido de la lluvia tal que temí que aminorara nuestra participación en la marcha en el marco del Primer Paro de Mujeres en la historia de Argentina. Apenas unos días antes, miles de mujeres se reunieron en la ciudad de Rosario en el 31º Encuentro de Mujeres. En ellos, se realizan asambleas, eventos culturales y espacios de diálogo para compartir y reflexionar los múltiples modos en que nos atraviesan las distintas violencias de género, así como las inagotables razones por las cuales la realidad nos interpela para seguir juntas y de pie. El encuentro culminó con la participación de 70 mil mujeres que tomaron las calles en esa ciudad. En el marco de tal evento, ocurrió otro feminicidio: a Lucía Pérez la drogaron, luego la violaron y la asesinaron; la empalaron, y fue tal el dolor que su corazón dejó de latir.


Me puse mis botas para no llenar mis calcetines con el agua de lluvia, me dirigí a casa de mi amiga para terminar nuestras pancartas y dirigirnos al punto de reunión. En el transcurso del camino para llegar a su casa, pude ver que múltiples negocios estaban cerrados, algunos de ellos colgaban el mensaje en la puerta o ventana: “Disculpe las molestias, nos están matando”.

Tuvimos que cambiar de material para las pancartas: de cartulina a bolsas de plástico negras que fueron inservibles como impermeables. Sobre ellas, con plumón blanco, empecé a escribir: “Lucía, Melina, Ruby Frayre, Candela, Maricela Escobedo, Alma Brisa…”; el tiempo se venía encima y me angustiaba saber si terminaría, si terminaría jamás.

Tomamos el subte, como se le dice al transporte público, y con el paso de las estaciones se iba concentrando el teñido de negro por las ropas que portábamos ante el dolor, la indignación, y en mi caso, mi sentido de desorientación por el feminicidio de Lucía. El arrebato arbitrario de su vida desafiaba toda comprensión y era desolador, como también era (y lo sigue siendo) saber que posiblemente al día u horas siguientes se arrebataría la vida de otra mujer en un país en el que cada 18 horas, ocurre o, mejor dicho, se ejerce un feminicidio. La incomprensión de “lo que está pasando”, “lo que nos está pasando” en Argentina, me hizo irremediablemente pensar en México. Pensé que allá cada día se viven siete lutos, siete feminicidios que, de acuerdo con las estadísticas, casi todos quedan impunes. Ante esta realidad, en México necesitaríamos organizar siete concentraciones, siete manifestaciones, siete marchas multitudinarias, siete performances, siete tomas de calle en todas y cada una de nuestras ciudades.

Al buscar en internet la situación actual de feminicidios en México, la imagen de su geografía se tiñe de rojo y cubre casi toda su longitud. Se despliega una lista de datos cuando selecciono al azar un caso documentado de feminicidio: Araceli-estrangulada-en casa de la víctima-feminicidio sin identificar-13 de marzo 2017-asesinada a balazos-encontrada en un baldío-encontrada en estado de putrefacción. Eliza-asesinada por pareja-prófugo. Feminicidio sin identificar-4 de marzo de 2016-se desconoce identidad de feminicidas. Zoila Castellano Ramírez-14 de marzo de 2017-se desconoce identidad de feminicidas-asesinada a golpes-atada a los pies. Noemí Guadalupe Vergara Espinoza-30 de marzo de 2017-se desconoce la identidad del o los feminicidas-asesinada a golpes-encontrada en un baldío-calcinada-descuartizada. Son los cuerpos y las vidas que son asfixiadas, acribilladas, quemadas, desmembradas; y ya no existe una distancia geográfica, porque cada uno de los feminicidios tomó lugar y se ejerció en sus cuerpos, nuestros cuerpos de mujer. A Noemí Vergara la encontraron en un baldío en Puebla, y a Ángeles Rawson, cartoneros en un basural afuera de la Ciudad de Buenos Aires. Sus cuerpos, nuestros cuerpos, están siendo encontrados cotidianamente en basurales y en vertederos, en cajas, en bolsas de plástico, en casas, en universidades y en fosas clandestinas.

Casi eran las seis de la tarde y no sentía ya los pies por el frío, a pesar de las botas. Mientras marchábamos por Avenida de Mayo, las sombrillas contrastaban con el negro color del pavimento. La imagen de Lucía (que meses después sería la de Micaela, la de Araceli, la de Lesvy) visibilizaba los rostros e historias de mujeres que fueron/que han sido violadas, torturadas, desmembradas, hostigadas, acosadas. Visibilizaba también a las mujeres que han sido anuladas por las relaciones jerárquicas de género desde donde se ejercen las formas de violencias más atroces e impensables, así como sutiles e incluso invisibles; y que indistintamente se normalizan y naturalizan.

¡Vivas Nos Queremos! gritábamos, y con ello un ¡Ya Basta!, de que se decida por nuestra vida y por encima de ella, ¡Basta! que se decida por nosotras, por nuestros cuerpos; que las instituciones avalen y ejerzan violencias en sus múltiples formas, que los Estados hagan caso omiso o incluso se inmiscuyan, justifiquen las violaciones, los feminicidios, las violencias. ¡Basta! también de que las autoridades no tomen o devalúen nuestras denuncias por ser poco graves, poco urgentes, poco contundentes porque “solo abusó pero no la violó, solo la amenazó pero no la golpeó…solo…no la llegaron a matar”.

La música, el ritmo de los tambores y estruendo de las diversas consignas se acompañaban de banderas sujetadas contra el viento, por los diversos colectivos, pancartas con diversidad de mensajes como: “Somos la voz de las que ya no están”. Mientras avanzaba, un recuerdo se hilvanó al ritmo de mis pasos: Señora del Valle, ¿Qué hizo usted, qué motivos le dio usted a él para hacerlo enojar, para que la amenazara con matarla, le rompiera la puerta de su cuarto mientras usted estaba ahí?... Solo la amenazó ¿no?, no hubo golpes con las manos, con cuchillos, con armas… no la violó ni la tocó ¿no es así?. Y… ¿usted compartía departamento con él, sin que fuera su marido?, Por lo que dice, ¿no era su pareja ni tenía relación sentimental con él, solo rentaba alquiler y compartía el departamento?... Es difícil proceder si no tiene pruebas, no hubo violencia…

Se interrumpió mi monólogo por la fuerza de la consigna: ¡Oé oé, oé oá, oé oé, oé oá! Estamos vivas, para luchar, somos mujeres ni una menos nunca más!. Me sumé a las canciones mientras el agua corría por la pancarta que improvisadamente había trazado en mi frente. ¡Por las que están, por las que ya no están, por las que peligran¡, ¡Por las que están, por las que ya no están, por la que peligran!... ¡Por las que están, por las que ya no están, por la que peligran! Gritamos desde nuestras propias historias, nuestras propias gargantas; desde nuestros cuerpos que, uno junto al otro, exigimos que no se nos invisibilice, que no se vulnere de ninguna forma nuestra libertad.

Cerré los ojos, miré hacia dentro; se manifestaban imágenes de las veces en que me he sentido cosificada, acosada en la calle, las veces que he sentido miedo y vulnerabilidad, que he sido calificada y evaluada por mi cuerpo. Emergían las voces que me dijeron cómo debía actuar por ser mujer, cómo debía “hacerme respetar” si quería ser tomada en serio por los hombres; que me dijeron que no podía ser sujeto de deseo, que me hablaron desde los mandatos sociales que dictaminan que realizarme como mujer solo es posible siendo madre y esposa, las formas en que debo vivir mi sexualidad.

Sabía que todas las mujeres que estábamos marchando hacia Plaza de Mayo en ese momento y que todas las mujeres que habitamos el mundo, de diversas maneras, hemos sido sometidas por distintas formas de sometimiento machista y patriarcal.


Pensaba también en las mujeres migrantes que, día a día, son violadas en su recorrido para cruzar la frontera, en el uso sistemático de la violación de mujeres como ejercicio de poder y sometimiento en conflictos armados contemporáneos, en la desigualdad de derechos de las mujeres privadas de la libertad con respecto a los varones, en la disparidad salarial, en la no remuneración económica y devaluación de las labores de cuidado que son predominantemente realizadas por mujeres. Al mismo tiempo, pensaba también en la fuerza sujetada en la mirada de las mujeres de Atenco, en la lucha incansable de las mujeres que buscan a sus hijas, amigas, hermanas en Ciudad Juárez, en las mujeres que todos los días con diversidad de acciones y diversidad de frentes, desmitifican a las instituciones que rigen y ejercen cánones machistas sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.

Sentí un estallido, una fuerza en el epicentro de mi tierra: caminando rumbo a la plaza estábamos exigiendo y configurando una nueva forma de escribir nuestra historia. Porque ese miércoles 19 de octubre, mujeres de diversas ciudades a través del mundo estaban sintiendo lo mismo. Como una serendipia, entendí que la forma en que yo estaba posicionada dentro de esa marcha era distinta a aquellas en que me había movilizado y solidarizado con algo que me interpelaba. Porque las exigencias, las demandas, no estaban dirigidas a situaciones de otro lugar u otros sujetos, sino tomaban lugar desde y a través de nuestros propios cuerpos y de nosotras mismas. Desde nuestros cuerpos se despliega el sistema de género y se construye la categoría de sexo, que socioculturalmente nos ha colocado en una posición de desigualdad histórica.




Nuestros cuerpos son esas geografías donde vivimos las distintas formas de cautiverio, dice Largarde (2014), y donde se escriben las distintas formas de violencia, dice Segato (2016). Son esos territorios que cotidianamente se desmiembran y descuartizan, pero también se unen, acuerpan y organizan, porque es desde ahí donde encarnamos nuestra propia lucha y desde donde estamos reescribiendo nuestra propia historia.

Esta reflexión se esclareció, concreta y vivencialmente, cuando la multitud que conformábamos las mujeres reclamó al unísono: ¡Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, abajo el patriarcado se va a caer, se va a caer! Simbólicamente, estábamos mandando un mensaje distinto al de otras marchas donde nuestros cuerpos fueron menos visibles. Considero que las implicaciones que encierra ese mensaje no pueden ser tomadas de forma menor, pues nos permiten cuestionar las lecturas predominantes en las cuales históricamente se nos ha asociado a las mujeres como seres de la “naturaleza” y no como sujetos históricos, volviendo a Lagarde. Esta forma de organizarnos para ampliar nuestra visibilidad, no obstante nuestras diferencias individuales o nuestra diversidad de opiniones o posicionamientos políticos, exige el cese de violencias de género y ejercicio de la equidad de derechos. Esta forma de constituir un acuerpamiento es una manera de exigir que se nos considere como sujetos históricos y políticos, tal como se dijo en una parte del pliego petitorio de ese día lluvioso.


Las marchas y acciones colectivas en Argentina, son reflejo del trabajo constante y diverso que se realiza en multiplicidad de escenarios. Colectivos y agrupaciones de mujeres realizan trabajo barrial, generan espacios y asambleas en villas, escuelas, universidades, ferias; escriben en revistas y hacen intervenciones en espacios públicos.

“¿Qué sentido tiene marchar?, ¿para qué sirve hacerlo?”, “marcho y luego no sirve de nada”, son preguntas y comentarios recurrentes que se instalan en nuestros idearios y accionar común en México, y que vale la pena someter a discusión, recorrerlos y mirarlos desde otro enfoque. Por un lado, valdría la pena habilitar una mirada que problematice la forma de entender las marchas como un objeto “dado” y que debe traducirse en efectos inmediatos, comprenderse en términos de lo “medible” y de “evaluación de impactos”.


Por otro lado, invita a mirar esos espacios de encuentro que fomentan tejer y fortalecer vínculos, proponer y reconocer nuevas formas de pensar, hacer y construir política. En este sentido, la práctica política del feminismo desafía aquella forma de comprender el poder en la centralización del poder estatal, y posibilita replantearlo, configurarlo e imaginarlo desde y a través de nuestros cuerpos (como unidades individuales que se acuerpan en algo común). En estos encuentros se ponen en el horizonte formas y experiencias concretas en donde el foco de reflexión se sitúa en la posibilidad de crear aprendizajes conjuntos, de enfrentar el reto de pensarnos y habitarnos con sororidad y solidaridad.


Segato (2016) propone que la práctica política femenina por un lado, lejos de ambigua, es una experiencia concreta y, por el otro, implica reconocerla desde el proceso y no en el producto. Esta mirada, puede ser enclave para entender movilizaciones como el Miércoles Negro, espacio de encuentro, no como algo dado sino que se construye y como una forma de (re)pensar y de hacer política. Por ello, este abordaje, como mencioné anteriormente, no debe ser tomado a la ligera mientras el Estado avala las violencias y las justifica, las valida y normaliza; mientras el Estado siga haciendo lecturas y ejerciendo soluciones escapistas y machistas como la de anular una violación por haberse realizado con las manos, como fue con el caso de Daphne; mientras siga financiando con el dinero de partidos políticos redes de prostitución y liberando con antelación a quien estaba preso de violación y que días después asesinó a Micaela.


Ante el feminicidio de Lesvy, ocurrido en Ciudad Universitaria la semana pasada, ante las reacciones virales del hashtag de #SiMeMatan, en un país donde se asesinan a 7 mujeres al día, urge repensar la forma en que la mayoría construimos y posicionamos nuestras exigencias y reivindicaciones. Urge, en primera instancia, desplazar el #SiMeMatan, que en su planteamiento encierra la posibilidad de ser asesinadas, hacia un ¡Basta! contundente que no deje abierta la mínima opción de conjugar nuestras vidas en la posibilidad de ser desaparecidas, violentadas, amedrentadas. Urge, a modo individual y colectivo, ampliar la crítica de las lecturas machistas que justifican los feminicidios como lo fue en el caso de Lesvy, el de Araceli, el de Melina, y reflexionar sus causas estructurales hilvanadas desde y a partir de las relaciones de género desiguales. Urge también desplazar la mirada individual que parece plantear el #SiMeMatan y recorrerla hacia propuestas colectivas concretas.

La realidad nos exige construir teóricamente, epistemológicamente y cuerpo a cuerpo, otras formas de conformar la política; en las calles, en las plazas, en los barrios, en las universidades, en los hogares; en nuestras subjetividades, en nuestras relaciones con nosotras mismas y los demás. Porque por vos juramos vencer, dijeron los padres de Micaela; porque por nosotras juramos vencer, nos decimos las mujeres.


 

Referencias


Segato, Rita (2016). La guerra contra las mujeres. Buenos Aires: Tinta limón.

Lagarde, Marcela. (2014) Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas presas y locas. Ciudad de México: Siglo XXI.

 

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